lunes, 27 de enero de 2014

Stephen Grosz: Entender lo que nos pasa

La mujer que no quería amar 
y otras historias sobre el inconsciente
Stephen Grosz
Debate. Barcelona, 2014

Sigmund Freud, en la apócrifa entrevista que Papini recoge en Gog, un libro tan leído en su tiempo como hoy olvidado libro, confiesa lo siguiente: “Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medicina –la psiquiatría– en literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de psicología y de patología”.
            La entrevista podrá se apócrifa, pero lo que en ella dice Freud encierra una gran verdad: el psicoanálisis es menos una disciplina científica que un género literario. De ahí que le resulte tan aparentemente fácil a un psicoanalista convertir una colección de casos clínicos en una espléndida colección de relatos. Es lo que hace Stephen Grosz en The Examined Life, aquí traducido como La mujer que no sabía amar.
            Las referencias literarias abundan, por otra parte, a lo largo del libro. Se cita a Karen Blixen: “Todas las penas pueden contarse si se pone dentro una historia, o se cuenta una historia acerca de ellas”. Se glosa, a propósito de uno de los casos, el enigmático y fascinante relato de Herman Melville, “Bartleby, el escribiente”. Aparecen también, a propósito de un sueño, unos versos de Pedro Salinas: “Se me olvidó tu nombre. / Las siete letras andan desatadas; / no se conocen. / Pasan anuncios en tranvías; letras / se encienden en colores a la noche, / van en sobres diciendo / otros nombres. / Por allí andarás tú, / disuelta ya, deshecha e imposible”.
            Los títulos de los capítulos cumplen a menudo la función de la moraleja en las antiguas fábulas: “Cómo podemos vernos atrapados por una historia que no puede contarse”, “Cómo los elogios pueden causar una pérdida de confianza”, “Cómo la paranoia puede aliviar el sufrimiento y prevenir una catástrofe”, “Cómo el enamoramiento nos aleja del amor verdadero”, “Cómo el miedo a la pérdida puede hacer que lo perdamos todo”. Otros títulos remiten a libros de autoayuda: “Sobre cómo sobrellevar la muerte”, “Sobre cómo superar el duelo”.
            Pero el libro es, en primer lugar, literatura. En el prefacio se indica que, aunque se han alterado algunos detalles “en aras de la confidencialidad”, se trata de “historias verdaderas”. En algún caso, cuesta creerlo; no parece verosímil que, en un viaje en avión de Nueva York a San Francisco, una desconocida le cuente al autor las intimidades referidas en “Cuanto más grande la tienda…”
            Pero en general se respeta el principio de verosimilitud en estos relatos enmarcados que nos recuerdan a Chejov, que era médico, y a uno de los discípulos de Zola, Guy de Maupassant. Con Zola precisamente relaciona su trabajo psicoanalítico el apócrifo Freud de Papini: “Me di cuenta bien pronto de que las confesiones de mis enfermos constituían un precioso repertorio de documentos humanos. Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola”.
            Salvo escasas excepciones, los relatos comienzan con la llegada de un nuevo paciente a la clínica, como las historias de Sherlock Holmes se inician con la llegada de un desconocido al domicilio del detective en Baker Street. Se trata, en ambos casos, de resolver un problema, de encontrar la solución a un enigma.
            Stephen Grosz lo resuelve dejando hablar al paciente, interviniendo lo menos posible. Ni siquiera interviene cuando el paciente prefiere callar o incluso dormir durante la consulta (“A través del silencio”). Las sesiones, de cincuenta minutos cada una, cinco días a la semana, a veces duran años. Los pacientes de Grosz, como los protagonistas de las películas de Woody Allen, suelen ser burgueses acomodados y cultos. Sus problemas tienen que ver con la relación con los padres o con la pareja, con los problemas no resueltos de la infancia. No entienden lo que les pasa y el psicoanalista les ayuda a entenderlo.
            Solo en raras ocasiones se trata de verdaderos problemas psiquiátricos. Es el caso del niño maltratado y maltratador de “Cómo la ira puede protegernos de la tristeza”, uno de los más desoladores del conjunto, aunque con final –dentro de lo posible– feliz.
            Algunas veces el aséptico narrador se convierte en protagonista. “Cuando mi padre cumplió ochenta años, mi esposa y yo le regalamos un viaje a Hungría”, comienza “Volver”. Llevan al padre –superviviente del Holocausto– a visitar los territorios de su infancia y este se niega a reconocerlos. Para sobrevivir, a veces hemos de borrar ciertos hechos de nuestra memoria, al menos mientras no seamos capaces de insertarlos en una historia que los dote de sentido.
            La anagnórisis como procedimiento y la catarsis como efecto final, las funciones de la literatura señaladas ya por Aristóteles, caracterizan también al psicoanálisis, cuyas curaciones muchos psiquiatras atribuyen exclusivamente al efecto placebo.
            Pero lo cierto es que ayuda a desatar ciertos nudos, a limpiar fétidos rincones de nuestra personalidad, a conocer un poco mejor al desconocido que somos para nosotros mismos. Placebo o no, lo importante es que funcione. Y funciona tan bien como los cuentos de hadas o la gran literatura.
            Raro será el lector que no se identifique con alguno de los casos de este libro. Leerlo resulta tan beneficioso como asistir a una serie de sesiones con el más reputado analista. Y con un coste mucho menor en tiempo y en dinero.  

             

martes, 21 de enero de 2014

Los mensajeros del más allá. Hollywood y la prisión de la fe


Cienciología. Hollywood y la prisión de la fe
Lawrence Wright
Debate. Barcelona, 2013
  
Las religiones necesitan tiempo, a veces siglos, para volverse venerables. Todas comienzan siendo sectas peligrosas antes de convertirse, cuando se hacen mayoritarias, en pilares de la sociedad.
            La historia de la Cienciología nos resulta particularmente sorprendente porque surgió ayer mismo, a mediados del siglo XX. Su fundador fue un muy popular escritor de ciencia ficción y de libros de autoayuda, L. Ron Hubbard (1911-1986) y sus más conocidos representantes pertenecen al mundo del cine, John Travolta y Tom Cruise.
            Como la iglesia mormona, la Cienciología es típicamente americana. No podría haber surgido en otro lugar que en Estados Unidos. Los mormones representan la América del siglo XIX, la de los indios, los vaqueros y las caravanas en busca de nuevas tierras; la Cienciología está muy ligada a la industria del espectáculo, a las fantasías sobre los ovnis y a los nuevos medios de comunicación de masas.
            Como el cristianismo en sus orígenes, como cualquier nueva religión, la Cienciología ha sido denostada, ridiculizada, perseguida por una tenaz leyenda negra (y por la Agencia Tributaria norteamericana). Al igual que el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o cualquier otro exitoso movimiento espiritual, ofrece dos caras: una saludable, sonriente, representada por hombres y mujeres que han encontrado la felicidad en la ayuda en su fe y en el amor al prójimo, y otra que tiene que ver con la explotación económica, y a veces también sexual, de sus miembros, con la cruel persecución de los que abandonan la organización y desvelan sus secretos.
            En Cienciología. Hollywood y la prisión de la fe, Laurence Wright trata de ser lo más objetivo posible a la hora de contarnos lo que hay de verdad en las leyendas que rodean a la nueva religión. El origen del libro se encuentra en un artículo redactado para el New Yorker sobre Paul Haggis (afamado guionista de películas como Million Dollar Baby), que la abandonó después de militar largos años en ella.
            De acuerdo con el estilo del New Yorker, el libro está escrito con un rigor desacostumbrado entre nosotros. No hay afirmación que no resulte documentada en la nota correspondiente, no hay dato que no haya sido contrastado por un equipo ajeno al autor. Cuando existen opiniones diversas sobre un hecho, en el texto se incluye la versión más verosímil a juicio del autor y a pie de página la opinión contraria, casi siempre a cargo de los abogados de la Cienciología. Así, unas palabras de Tom Cruise, transmitidas por un testigo presencial (“Si ese jodido de Arnold puede ser gobernador, yo podría ser presidente”) van marcadas con un asterisco que nos remite a la siguiente nota: “Cruise, a través de su abogado, niega esta conversación y dice que él no tiene ambiciones políticas”.
            El extremo rigor argumentativo resulta, además de una muestra de respeto al lector, un mecanismo de defensa. Las demandas legales constituyen el arma habitual de la Cienciología contra sus detractores. Pero no dudan en recurrir a otros medios menos legalistas. A Russell Miller, autor de la primera biografía no autorizada de L. Ron Hubbard, le estuvieron espiando mientras escribía su libro, le intervinieron el teléfono e “incluso intentaron cargarle un asesinato que no había cometido”; al autor del primer trabajo universitario sobre la Cienciología, Roy Wallis, también le espiaron y además “enviaron cartas falsificadas a sus colegas y jefes en las que se le implicaba en un relación homosexual”.
            Pero, como ocurre a menudo, las historias más terribles de la organización, sus actos más sádicos, no tienen que ver con sus detractores ni con gente ajena a ella, sino con sus más fieles partidarios. L. Ron Hubbards fue un tipo aventurero, un escritor popular, un personaje carismático que en los últimos tiempos parecía haberse convertido en un autócrata paranoico. Vivió durante décadas en un barco, navegando de un puerto a otro, y desde el mar dirigía la iglesia. Los fieles que le rodeaban, la Organización del Mar, firmaban contratos de trabajo por miles de años, a veces cuando todavía eran niños, y dependían por completo de los caprichos del jefe.
            Le sucedió David Miscavige, el actual líder de la iglesia, y por lo que se sabe de él se comporta como Stalin en la época de las grandes purgas: encierra durante años a los más fieles, a los más creyentes, a los que acusa de inventados delitos que estos no dudan en asumir. Y a veces emplea personalmente la violencia física, aunque por supuesto sus abogados desmientan, como propios de resentidos, los abundantes testimonios al respecto por parte de quienes han abandonado la organización.
            Leemos la historia de la Cienciología como quien lee una historia de terror, menos por las anécdotas concretas que nos cuenta (ninguno de los líderes de la iglesia llega, por ejemplo, a los extremos de sevicia y perversión alcanzados por Marcial Maciel, una de las figuras más destacadas del catolicismo durante el siglo XX), sino por lo que nos revela de la credulidad del ser humano, de su necesidad de ser sometido y humillado.
            Los cienciólogos creen en los extraterrestres y en una futura vida en otros planetas (también en vidas anteriores), pero sus creencias no son más absurdas ni más inverosímiles que las de los judíos, los musulmanes o los cristianos. Como esas prestigiosas religiones, han hecho mucho mal a unos y mucho bien a otros. La Cienciología tiene una parte práctica que la relaciona con el psicoanálisis y la psiquiatría (su gran bestia negra, su gran rival): pretende ayudar a las personas a superar sus problemas, a librarse de oscuros traumas, a conseguir la felicidad. Y lo hace mediante costosos cursos y terapias (que ellos llaman “auditorías”), cuyo porcentaje de acierto no es menor, ni su coste mayor, que el de otros tratamientos para los problemas de la mente y el comportamiento.
            No hay religión que no implique comulgar con ruedas de molino. No hay religión que no esconda un cuarto oscuro. El de la Cienciología –que este libro nos permite entrever– no es que sea más sádicamente caprichoso y ávidamente codicioso del de otras religiones, sino que no cuenta con la coartada del arte y de la historia. Eso nos permite verlo, nos permite vernos, tal como es, tal como somos los crédulos seres humanos, siempre dispuestos a dejarnos amedrantar y seducir por quienes se dicen dueños de no se sabe qué arcanos secretos, por quienes hacen buenos negocios en este mundo a cuenta del Más Allá.       



lunes, 13 de enero de 2014

Editar la intimidad: los diarios de Alejandra Pizarnik


Diarios
Alejandra Pizarnik
Edición de Ana Becciù
Lumen. Barcelona, 2013

El diario íntimo es y no es un género literario. A menudo tiene solo un valor documental. Es literatura cuando posee interés en sí mismo, cuando no sirve únicamente para aclarar ciertos aspectos de la vida o la obra de quien lo escribió. Amiel nos interesa gracias a su diario; el diario de Stendhal nos interesa porque lo escribió Stendhal.
            Pero el diario íntimo, si lo es de verdad, y no un artificio de la ficción, es un género peculiar: necesita ser “editado”, no solo corregido y revisado, antes de publicarse. El diario íntimo, cuando se hace público, tiene siempre dos autores, que pueden coincidir o no en la misma persona. Lo más frecuente, al menos hasta tiempos recientes, es que los diarios fueran de aparición póstuma y de ahí la no coincidencia. Pero cuando lo publica el mismo autor (André Gide o Jaime Gil de Biedma) las decisiones a tomar resultan idénticas: qué incluir, qué dejar fuera (para siempre por su inanidad o hasta pasado un cierto tiempo a fin de evitar dañar a terceras personas), qué nombres propios sustituir por una inicial, cuáles conviene completar.
            No hay que confundir la labor de edición, de preparación de un texto para darlo a conocer al público, con la censura, con la omisión de pasajes que se consideran inmorales o políticamente incorrectos. Lo primero resulta imprescindible; lo segundo, reprobable.
            Los diarios de Alejandra Pizarnik aparecieron inicialmente en 2002, también al cuidado de Ana Becciù. Se reeditan más de una década después muy aumentados, pero todavía no completos. Entonces, como ahora, a la hora de efectuar los cortes se ha tenido en cuenta, según se indica en la nota preliminar, “el respeto a la intimidad de terceras personas citadas, a la intimidad de la autora y de su familia”.
            Pero respetar “la intimidad de la autora” cuando se edita un diario íntimo parece tan absurdo como imposible. Y en cuanto a la intimidad de terceras personas basta citar un párrafo dedicado a Silvina Ocampo (su nombre se abrevia en la inicial, pero se mencionan sus obras y se dan otros detalles que la hacen inconfundible) para no entender a qué puede referirse Ana Becciù: “La angustia de S., su histeria, algo le pasó, que no tiene que ver conmigo. (Pensar que he sentido deseos ante esta revieja histérica que solo sirve para hacer mal –insecto dañino, bruja mediocre.)”
            También abundan las alusiones negativas referidas a la madre, a la que Alejandra Pizarnik culpa en buena parte de su inadaptación vital y de sus sentimientos de culpa; no aparece, sin embargo, ninguna mención a la hermana, su albacea literaria.
            Pero más que lo que falta (una libreta completa, por ejemplo, correspondiente a algunos meses de 1971 y 1972, debido “a su carácter muy personal e íntimo”) es lo mucho que sobra lo que limita el interés de este grueso tomo de más de mil páginas. Las anotaciones diarísticas de Alejandra Pizarnik comienzan en 1954, cuando la autora tenía dieciocho años, y terminan en 1972, unos días antes de su muerte. En ellas encontramos de todo: borradores de poemas, cuentos y reseñas; resúmenes de lecturas; improperios dedicados a sus amantes; apuntes telegráficos propios de una agenda personal y, lo que más importa, un feroz ejercicio de autoanálisis. También la crónica de una muerte largamente anunciada. En noviembre de 1955 escribe: “Se me ocurre anunciar un plazo para mi suicidio: el 29 de abril de 1958, día en que cumpliré 22 años”. Una muerte también varias veces ensayada. El 9 de octubre de 1970 anota: “Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes quise envenenarme con gas”. Y el 21 de noviembre: “El domingo pasado traté de ahorcarme. Hoy no dejo de pensar en la muerte por agua”.
            Literatura y documento humano este diario, que la autora consideraba quizá la obra más importante de su vida, esa “novela” que tanto deseaba escribir y para la que se sentía incapaz. No cabe duda de su intención de publicarlo: anticipó fragmentos en revistas, corrigió algunas de sus partes en más de una ocasión (Anna Becciù nos ofrece en apéndice las versiones corregidas). Pero no parece que quedara contenta con ninguno de esos intentos de publicación. Por eso en El deseo de la palabra, la antología de su obra total que preparó poco antes de su muerte (y que no aparecería hasta 1975, en la barcelonesa y “novísima” colección Ocnos), incluyó, junto a los poemas, cuentos, reseñas y textos varios, incluso una entrevista, pero ningún fragmento del diario.
            Cualquier decisión a la hora de editarlo resulta discutible. Lo más adecuado en estos casos sería la transcripción del material completo, su digitalización y su puesta a disposición de biógrafos y estudiosos. En la edición para el lector común, conviene dejar fuera todo lo que solo tiene un valor documental y entorpece la lectura: notas de agenda, apuntes para futuros artículos, borradores de poemas, frases inconexas. El editor, en estos casos, es siempre coautor; está obligado a intervenir y también a explicitar y justificar cada una de sus intervenciones.
            Como la mayoría de los diarios y los epistolarios, este volumen es literatura secundaria. A los poemas de Alejandra Pizarnik –breves, fulgurantes, oscilantes entre la iluminación y el sinsentido– puede y debe acercarse todo interesado en la poesía. A este mamotreto, solo los muy devotos de la poetisa. La literatura importa menos en sus páginas que el documento humano, aunque a veces se limita a hacer literatura, como en las anotaciones del 2 de febrero de 1956, un conjunto de greguerías: “Las olas flirtean con el sol… pero las escolleras observan y luego lo comentan, con gran escándalo de un viejo pulpo”.
            Importa más –y no solo para el lector morboso– el exhibicionismo cada vez más acentuado de un corazón al desnudo (de cintura para arriba y de cintura para abajo): “Necesito vivir ebria. Si no es de alcohol que sea de té, de café, de ácido fosfórico, de tabaco muy fuerte. Necesitaría drogas: no las tengo, no las busco. Cuando no tenga que despertarme al alba para ir a trabajar ‘para vivir’ me procuraré los ‘olvidantes’ más poderosos, todo lo que la naturaleza y la ciencia han dado a conocer hasta el presente. Esto no está mal ni bien. Esto demuestra, simplemente, que algunos no pueden vivir. Quiero decir, solo después de haber tomado diez cafés y tragado varias pastillas de ‘revitalizantes cerebrales’ puedo respirar con libertad, andar sencillamente por las calles sin que el deseo de matarme se haga imperioso”.

lunes, 6 de enero de 2014

Rosa Navarro Durán y la Fábula de Alfeo y Aretusa



Gerardo Diego y la Fábula de Alfeo y Aretusa de Pedro Soto de Rojas
Rosa Navarro Durán
Fundación Gerardo Diego. Santander, 2013

Rosa Navarro Durán parece haberse especializado en desvelar misterios de la historia literaria. Le puso nombre al autor del Lazarillo, trata de arrebatarle a la literatura medieval catalana una de sus obras más emblemáticas (el Curial e Güelfa, que no sería sino un pastiche decimonónico) y acaba de aclarar los enigmas que rodeaban a un manuscrito encontrado y perdido, perdido y encontrado en la biblioteca santanderina de Menéndez Pelayo.
            La historia es curiosa y daría para una novela de esas que quizá algún día Rosa Navarro Durán se decida a escribir. En 1919, un joven poeta y aspirante a catedrático, Gerardo Diego Cendoya, encuentra un manuscrito del siglo XVII, al que faltan algunos versos y el nombre del autor, de estilo gongorino y sorprendente calidad literaria. Copia a mano sus casi mil versos, no siempre de fácil lectura, y le dedica un erudito comentario. No publica el poema ni tampoco su estudio, pero los presenta al tribunal de oposiciones y figuran entre los méritos por los que se le concede la cátedra de Lengua y Literatura castellanas en el instituto de Gijón (se explican así las reticencias con que acompaña sus elogios de Góngora, “un gran poeta equivocado”: no quería asustar al tribunal).
            No volvió acordarse más el poeta de esos trabajos juveniles, y solo en 1999 se percató de ellos Elena Diego, encarga de su legado. Tras avatares varios, a finales del 2011 llegan a las manos de Rosa Navarro Durán, quien tras leer la copia del poema al que Gerardo Diego puso el título de “Fábula de Alfeo y Aretusa” se da cuenta de que no es un poema más, sino la obra de un gran poeta. Y no tarda en ponerle nombre al anónimo: se trataría nada menos que de Pedro Soto de Rojas, un poeta que fascinó a los poetas del 27, y especialmente a García Lorca, casi tanto como Góngora.
            Todo el trabajo detectivesco de la investigadora acredita a una lectora de agudeza y competencia literaria poco comunes. Tras establecer las numerosas concordancias entre el poema y las obras de Góngora posteriores a 1613, que lo confirman como de un talentoso y aplicado discípulo, lo relaciona con las obras de Pedro Soto de Rojas y encuentra abundantes puntos en común. El más significativo es el que se refiere a Arismaspo, que en el poema alude a un río (lo mismo que en las menciones que de él hace Soto de Rojas), pero que en realidad es el nombre de un pueblo mítico de la antigüedad (la confusión, en la que incurrieron algunos humanistas, proviene de la lectura errónea de un pasaje de Lucano).
            Leyendo la erudita taracea de Rosa Navarro Durán a menudo nos olvidamos del fin que persigue –demostrar la autoría de un determinado poema– y nos dejamos llevar por el asombro al descubrir tantas mínimas maravillas en cada una de sus citas. No es raro que Góngora y sus discípulos fascinaran en los años veinte, cuando tanto se valoraba el ingenio; muchos de sus versos, aislados del contexto, funcionan como espléndidas greguerías. Pero también hay casos en que Soto de Rojas tiene la contundencia de Quevedo: “No es la vida a la muerte diferente, / pues nacen con el hombre mano a mano, / de un parto, pie con pie, frente con frente”.
            Pero, si no nos dejamos deslumbrar por el prodigioso y sutil desmenuzamiento de los poemas, no tardamos en percatarnos de que el método que Rosa Navarro Durán utiliza para demostrar la autoría de los textos no acaba de parecer enteramente convincente. ¿Qué resultados daría una comparación igual de minuciosa con la obra de otros discípulos de Góngora? ¿No encontraríamos también múltiples coincidencias?
            Y si resulta tan evidente la relación del poema con la obra de Soto de Rojas, ¿por qué no se percató Gerardo Diego? Es posible que en 1919, cuando lo menciona “entre la pléyade de imitadores de Góngora”, no conociera bien su obra, pero pronto se convertiría –junto con Lorca–  en uno de sus más fervorosos admiradores. Rosa Navarro Durán cita, muy atinadamente, un pasaje de la reseña de Presagios publicada en la Revista de Occidente en 1924. En ella, nos cuenta sus encuentros en la Biblioteca Nacional con Pedro Salinas y cómo le mostró “unos deliciosos versos de Pedro Soto de Rojas, espléndido poeta oscurecido del siglo XVII”. No es posible que hubiera olvidado su copia del anónimo poema, que poco antes había presentado como mérito en unas oposiciones y que amorosamente guardó toda su vida. A la poesía de Soto de Rojas se refirió una y otra vez en numerosos artículos (la última mención es de 1979) y nunca la asoció con la del anónimo poema.
            Por otra parte, Rosa Navarro Durán afirma rotundamente: “La Fábula de Aretusa es un texto autógrafo de Pedro Soto de Rojas”. Un texto inacabado, con anotaciones al margen que nos permiten adentrarnos en el taller del poeta.
            En ningún lugar se nos indica, sin embargo, si existen o no otros autógrafos de Soto de Rojas. Si existieran, un análisis grafológico disiparía todas las dudas sobre la autoría. Pedro Soto de Rojas (1584-1658) fue primero canónigo en la iglesia de San Salvador, en el Albaicín, y luego abogado de la Inquisición, ¿no se conserva de él ningún documento autógrafo? Rosa Navarro Durán no nos dice nada al respecto, pero en un juicio de autoría esa sería la prueba fundamental; las demás, un buen abogado las desecharía como circunstanciales (aunque su abundancia casi nos despeje cualquier duda).
            Pero el manuscrito perdido y encontrado es algo más que un pretexto para este espléndido ejercicio de detectivesca erudición. Es, antes que nada, una fábula mitológica que no desmerece en ninguna antología de los poemas extensos del siglo de oro. Cierto que no es tan fácil entrar en estos versos como en un soneto de Quevedo o en una letrilla de Lope. Tenemos previamente que acomodar nuestra manera de leer, no desanimarnos porque no entendamos todas las referencias mitológicas, dejarnos llevar por la magia, por la sorpresa, por el deslumbramiento que supone casi cada verso. Y qué maravillosa sensualidad –ni Góngora la iguala– la del pasaje en que se describe cómo la ninfa Aretusa se desnuda poco a poco, creyéndose sola, para bañarse en la aguas del río Alfeo, que es precisamente el dios enamorado de ella. Como lo está el poeta, que parece paladear cada sílaba; como lo estamos nosotros, los lectores de este inédito “paraíso cerrado para muchos”, de estos nuevos “jardines abiertos para pocos”, para decirlo con el título de la obra mayor de Pedro Soto de Rojas.