La mujer que no quería amar
y otras historias sobre el inconsciente
Stephen Grosz
Debate. Barcelona,
2014
Sigmund Freud, en la apócrifa entrevista que Papini recoge
en Gog, un libro tan leído en su tiempo
como hoy olvidado libro, confiesa
lo siguiente: “Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de
transformar una rama de la medicina –la psiquiatría– en literatura. Fui y soy
poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El psicoanálisis no es
otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de
psicología y de patología”.
La
entrevista podrá se apócrifa, pero lo que en ella dice Freud encierra una gran
verdad: el psicoanálisis es menos una disciplina científica que un género
literario. De ahí que le resulte tan aparentemente fácil a un psicoanalista convertir
una colección de casos clínicos en una espléndida colección de relatos. Es lo
que hace Stephen Grosz en The Examined
Life, aquí traducido como La mujer que
no sabía amar.
Las
referencias literarias abundan, por otra parte, a lo largo del libro. Se cita a
Karen Blixen: “Todas las penas pueden contarse si se pone dentro una historia,
o se cuenta una historia acerca de ellas”. Se glosa, a propósito de uno de los
casos, el enigmático y fascinante relato de Herman Melville, “Bartleby, el
escribiente”. Aparecen también, a propósito de un sueño, unos versos de Pedro
Salinas: “Se me olvidó tu nombre. / Las siete letras andan desatadas; / no se
conocen. / Pasan anuncios en tranvías; letras / se encienden en colores a la
noche, / van en sobres diciendo / otros nombres. / Por allí andarás tú, /
disuelta ya, deshecha e imposible”.
Los títulos
de los capítulos cumplen a menudo la función de la moraleja en las antiguas fábulas:
“Cómo podemos vernos atrapados por una historia que no puede contarse”, “Cómo
los elogios pueden causar una pérdida de confianza”, “Cómo la paranoia puede
aliviar el sufrimiento y prevenir una catástrofe”, “Cómo el enamoramiento nos
aleja del amor verdadero”, “Cómo el miedo a la pérdida puede hacer que lo
perdamos todo”. Otros títulos remiten a libros de autoayuda: “Sobre cómo
sobrellevar la muerte”, “Sobre cómo superar el duelo”.
Pero el
libro es, en primer lugar, literatura. En el prefacio se indica que, aunque se
han alterado algunos detalles “en aras de la confidencialidad”, se trata de “historias
verdaderas”. En algún caso, cuesta creerlo; no parece verosímil que, en un
viaje en avión de Nueva York a San Francisco, una desconocida le cuente al autor
las intimidades referidas en “Cuanto más grande la tienda…”
Pero en
general se respeta el principio de verosimilitud en estos relatos enmarcados
que nos recuerdan a Chejov, que era médico, y a uno de los discípulos de Zola,
Guy de Maupassant. Con Zola precisamente relaciona su trabajo psicoanalítico el
apócrifo Freud de Papini: “Me di cuenta bien pronto de que las confesiones de
mis enfermos constituían un precioso repertorio de documentos humanos. Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de
Zola”.
Salvo
escasas excepciones, los relatos comienzan con la llegada de un nuevo paciente
a la clínica, como las historias de Sherlock Holmes se inician con la llegada
de un desconocido al domicilio del detective en Baker Street. Se trata, en
ambos casos, de resolver un problema, de encontrar la solución a un enigma.
Stephen
Grosz lo resuelve dejando hablar al paciente, interviniendo lo menos posible.
Ni siquiera interviene cuando el paciente prefiere callar o incluso dormir durante
la consulta (“A través del silencio”). Las sesiones, de cincuenta minutos cada
una, cinco días a la semana, a veces duran años. Los pacientes de Grosz, como
los protagonistas de las películas de Woody Allen, suelen ser burgueses
acomodados y cultos. Sus problemas tienen que ver con la relación con los
padres o con la pareja, con los problemas no resueltos de la infancia. No
entienden lo que les pasa y el psicoanalista les ayuda a entenderlo.
Solo en
raras ocasiones se trata de verdaderos problemas psiquiátricos. Es el caso del
niño maltratado y maltratador de “Cómo la ira puede protegernos de la
tristeza”, uno de los más desoladores del conjunto, aunque con final –dentro de
lo posible– feliz.
Algunas
veces el aséptico narrador se convierte en protagonista. “Cuando mi padre
cumplió ochenta años, mi esposa y yo le regalamos un viaje a Hungría”, comienza
“Volver”. Llevan al padre –superviviente del Holocausto– a visitar los
territorios de su infancia y este se niega a reconocerlos. Para sobrevivir, a
veces hemos de borrar ciertos hechos de nuestra memoria, al menos mientras no
seamos capaces de insertarlos en una historia que los dote de sentido.
La
anagnórisis como procedimiento y la catarsis como efecto final, las funciones
de la literatura señaladas ya por Aristóteles, caracterizan también al
psicoanálisis, cuyas curaciones muchos psiquiatras atribuyen exclusivamente al
efecto placebo.
Pero lo
cierto es que ayuda a desatar ciertos nudos, a limpiar fétidos rincones de
nuestra personalidad, a conocer un poco mejor al desconocido que somos para
nosotros mismos. Placebo o no, lo importante es que funcione. Y funciona tan
bien como los cuentos de hadas o la gran literatura.
Raro será
el lector que no se identifique con alguno de los casos de este libro. Leerlo
resulta tan beneficioso como asistir a una serie de sesiones con el más
reputado analista. Y con un coste mucho menor en tiempo y en dinero.