martes, 31 de diciembre de 2013

Otro Kavafis, el Kavafis mejor

Los 154 poemes
K. P. Kavafis
Versión asturiana, entamu y notes de Xosé Gago
Saltadera. Oviedo, 2013

Hay poetas que son solo de una literatura, de una lengua y poetas que lo son de todas. Un ejemplo, por limitarnos al siglo XX, lo constituye Kavafis; otro, Pessoa. Sin ellos, no se entendería la poesía española de los años setenta y ochenta, la poesía actual, no sería lo que es.
            En Grecia, en Portugal. tardó en entenderse el carácter especial de ambos autores y quizá nunca se ha entendido por completo; tampoco la comprenden los especialistas en ambas literaturas, empeñados con frecuencia en ofrecernos otros nombres, en su opinión de no menor calidad e incluso superiores, pero que raramente funcionan fuera del ámbito académico, donde no suelen abundar, contra lo que pudiera parecer, los lectores con sensibilidad literaria.
            Kavafis y Pessoa, contra lo que pudiera parecer, tienen mucho en común, aunque uno se centrara en unos pocos poemas que fue reelaborando a lo largo de su vida y el otro se dispersara en muchos nombres y en una obra de apariencia inabarcable.
            La educación de los dos era fundamentalmente inglesa, conocían esa lengua tan bien como la propia, desempeñaron oscuros trabajos, resultaron desconocidos en vida, salvo por unos pocos avisados. “Los poetas no tienen biografía; su propia obra es su biografía”, escribió Octavio Paz a propósito de Pessoa, mientras que Seferis llegó a afirmar que “fuera de su poesía, apenas tiene Kavafis interés”.
            También Kavafis, como Pessoa, a pesar de que dejó su obra lista para ser publicada, ha sido víctima de la pasión de los eruditos por confundir la obra literaria, por no distinguir entre borrador y poema, por el afán de considerar el texto literario solo como un pretexto para sus notas y variantes. Así, Pedro Bádenas de la Peña, en una de las varias introducciones a la Poesía completa de Kavafis, llega a afirmar que su conocimiento e influencia dependieron demasiado tiempo “de los famosos 154 poemas” y que hoy “es ya un hecho la aceptación de que la producción ‘no canónica’ de Cavafis tiene tanta o más importancia que la selección que en vida hiciera el autor”.
            Afortunadamente, Xosé Gago opina de otra manera. Su edición de Kavafis lo proclama desde el título: Los 154 poemes, exactamente los mismos que aparecieron en la princeps de 1935, póstuma pero realizada de acuerdo con las indicaciones del autor, muy preocupado por dejar su obra en estado de revista para la posteridad.
            No abundan ni en español ni en las otras lenguas peninsulares las ediciones de la poesía de Kavafis en edición bilingüe y de acuerdo con la voluntad autorial. Las ediciones en castellano no suelen ser bilingües (Pedro Bádenas de la Peña llega a afirmar que “se ha abandonado prácticamente esa modalidad editorial”) y raramente, como en el caso de Ramón Irigoyen, se ajustan a los poemas canónicos.
            El prólogo de Xosé Gago no se limita a resumir lo consabido, está escrito con información de primera mano, resume bien la vida de Kavafis, ofrece iluminadoras calas sobre su poesía y sobre la dificultad que tuvo para hacerse camino entre los poetas de su tiempo. Lo que él escribía no parecía poesía. Seferis llegó a afirmar que “se sitúa en el límite en que la poesía se despoja a sí misma para convertirse en prosa”. Era un poeta que conocía bien la tradición de su lengua, pero que inauguraba otra tradición; se le vio como un poeta extranjero, un poeta inglés que escribía en griego.
            Kavafis estuvo muy ligado a las polémicas lingüísticas de la Grecia moderna. Escribía en una lengua milenaria, pero de alguna manera tuvo que inventar su lenguaje: una mezcla del habla de la calle y de la lengua de los libros, que casi era una lengua muerta. Ciertas polémicas en relación con el asturiano literario no le habrían resultado extrañas.
            Pero la poesía de Kavafis está más allá de las concretas palabras en que fue escrita, como la de todo verdadero poeta. La poesía se hace con palabras, pero si es verdadera poesía puede pasar de las palabras de una lengua a la de otra sin perder nada esencial.
            Nada esencial ha perdido Kavafis en esta precisa versión al asturiano a pesar de que, como afirmó Auden, “el elemento más original de su estilo, la mezcla en el vocabulario y en la sintaxis del griego demótico y el de los puristas, es intraducible”.
            Xosé Gago es poeta (aunque haya publicado poco) y a la vez un especialista en la lengua y la literatura griegas. Como buen especialista, desprecia a los aficionados, a los que se atreven a publicar versiones de Kavafis sin conocer adecuadamente la lengua del original. Especialmente injusto se muestra con Marguerite Yourcenar, a quien se debe la consagración definitiva del poeta en Francia, a pesar de que “les traducciones de la Yourcenar (que nun sabía griegu), en prosa –en prosa burocrática, podríemos decir– son un crime de lesa poesía. Pero como yera mui famosa, después de la publicación de les Memories d’Hadriano, eso benefició la conocencia de la obra de Kavafis en Francia, con aquella traducción y too”.
            Cierto que Marguerite Yourcenar no conocía adecuadamente el griego moderno, pero su traducción estaba hecha en colaboración con Constantino Dimaras, que había conocido personalmente al poeta. En la biografía de Josyane Savigneau sobre la escritora cuenta cómo se llevó a cabo el trabajo: “Yo le hacía la traducción palabra por palabra y ella la ‘arreglaba’. A veces, el tono se alteraba entre nosotros ya que cada cual defendía su posición. Marguerite quería escribir con un estilo perfecto en francés. Yo no tenía nada contra eso, naturalmente, pero quería que la traducción fuera exacta. La traducción que ella y yo hicimos de Kavafis no se aleja mucho de esos principios, salvo en algunos pasajes en que ella insistió mucho y yo cedí”.
            Nada de “prosa burocrática” por lo tanto. Y olvida Gago que el título del libro es Présentation critique de Constantin Cavafy 1866-1933, suivie d’une traduction intégrale de ses Poèmes, olvida que se trata no solo de una traducción sino también de un espléndido ensayo sobre su vida y su obra.
            Ni siquiera menciona Xosé Gago a los primeros traductores de Kavafis al español, a los que se debe buena parte de su prestigio entre nosotros, a José Ángel Valente, el pionero, y a José María Álvarez, el más difundido. Valente, en colaboración con Elena Vidal, publicó el primer poema de Kavafis en 1962, el mismo año en que aparecieron las traducciones catalanas de Carles Riba, y sus Treinta poemas, de 1971, influyeron decisivamente en la poesía novísima.
            Reparos menores a un libro que es en sí mismo un monumento “aere perennius”, más duradero que el bronce, como quería Horacio, y que difícilmente encuentra par en las ediciones de Kavafis en lengua española. Por eso sería de desear que, como hizo Joan Ferraté con sus versiones al catalán, el propio Xosé Gago preparara una edición de los 154 poemas canónicos en castellano. Muchos lectores, incluso en Asturias, se lo agradecerían.

martes, 24 de diciembre de 2013

Con Picasso y sin Picasso. Vida y muerte de Dora Maar

Dora Maar. Prisionera de la mirada
Alicia Dujovne Ortiz
Vaso Roto. Madrid-México, 2013

Las mujeres de Picasso constituyen casi un género literario entre el vodevil, el melodrama y la tragedia griega. “Picasso tenía energía de sobra y tiempo para todo”, escribe Alicia Dujovne Ortiz. “Para crear sobre pintura o sobre piedra, pero también sobre carne tibia. Sus mujeres eran obras. Se comportaba con ellas como un director de teatro. O como Dios, cuya adicción a los efectos teatrales es pública y notoria”.
            Menos de diez años de su larga vida (1907-1997) estuvo ligada Henriette Théodora Markovitch, que cambió su nombre por el de Dora Maar, con Pablo Ruiz Picasso, pero toda su vida anterior parece solo una preparación para ese encuentro y las cuatro décadas posteriores un dilatado epílogo que puede compendiarse en pocas líneas.
            Dora Maar había nacido en Francia, hija de un arquitecto croata, pero pasó su infancia en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, cuando era “el país del futuro”. En Buenos Aires dejó su padre algunos monumentales edificios, de fantasioso historicismo, que aún hoy contribuyen al peculiar perfil de la ciudad. Volvió a Francia en los años veinte. Antes de conocer a Picasso se relacionó con la inquieta vanguardia del momento, posó para los más destacados fotógrafos, como Man Ray, y ella misma se convirtió en una destacada fotógrafa. Tenía una belleza hierática y exótica, que fascinó a muchos, entre ellos a Georges Bataille, el autor de la Historia del ojo, que por entonces había formado una sociedad secreta de carácter erótico que planeaba incluso hacer sacrificios humanos. Un aura de escándalo rodeaba a la joven Dora Maar cuando en 1935 conoció a Picasso, ya entonces una especie dios que trocaba en oro todo lo que tocaba.
            Alicia Dujovne Ortiz, argentina que ha residido largos años en Francia, compara el primer encuentro de Dora con Picasso con el de Eva y Perón. Ambos fueron previamente decididos y minuciosamente planificados por las dos mujeres. Para seducir a Picasso recurrió Dora a un ritual peligroso aprendido de los surrealistas: con un pequeño cuchillo fue silueteando su mano sobre una de las mesas del café de Flore. No pestañeó, aunque alguna vez se hizo sangre. Picasso le pidió como regalo uno de sus guantes manchado de sangre.
            Si Dora anticipó el comportamiento de Evita, el depredador Picasso preludiaba a Perón y a tantos dictadores latinoamericanos. En 1945, liberado París, se había convertido en un héroe al que todo el mundo quería conocer (y eso a pesar de que su comportamiento durante la ocupación estuvo más cerca del colaboracionismo que de la resistencia). Se había afiliado al partido comunista y entre sus visitantes habituales había “jovencitas del partido o jovencitas burguesas” que iban a su casa en busca de un autógrafo “y salían con el regusto dulce o amargo de una iniciación sexual”. Sus amigos no tenían inconveniente en hacer labores de celestinaje, como ocurrió con Geneviève Laporte: “Tenía diecisiete años y era la presidenta del Frente Nacional de Estudiantes del Lycée Fénelon. La trajo un Éluard siempre atento a los deseos del maestro”. La única diferencia con Perón consistiría “en que las chicas de la Unión de Estudiantes Secundarios de la Argentina eran traídas a su presencia por un par de ministros rastreros y no por un poeta”.
            De la enigmática Dora Maar ya contamos con una biografía minuciosa, la de Victoria Combalía, publicada en 2002, pero Alicia Dujovne añade multitud de pequeños detalles y nos cuenta lo que ya sabíamos de otra manera en esta obra que apareció inicialmente en versión francesa (Grasset, 2003). De vez en cuando hace acto de presencia para referirnos las peripecias de su investigación, pero no se convierte, como ocurre a menudo, en una protagonista más. Es sin embargo consciente de que “no hay biógrafo que no se busque a sí mismo en su personaje”.
            No sale muy favorecido Picasso de esta biografía, en la que ocupa buena parte de sus páginas aunque tan poco tiempo ocupara en la vida de Dora. ¿Hablaríamos hoy de ella si no hubiera sido por esa relación? Probablemente no, aunque eso resultara injusto. Antes de conocer a Picasso, Dora Maar ya era alguien en el campo de la fotografía; después ya no fue nadie, solo una mujer despechada que había sido una de las musas del genio.
            En los primeros años cuarenta, el carácter de Dora Maar se fue haciendo más complicado. Picasso se había cansado de su juguete y ella lo sabía. Comenzó a delirar, a perder el sentido de la realidad. Recibió tratamientos de electroschock en la clínica que tenía como médico residente a Jacques Lacan, amigo suyo y de Picasso. No sale muy bien parado el famoso psicoanalista de las páginas de esta biografía. El más famoso enfermo tratado con esa técnica por aquellas fechas fue Antonin Artaud. Alicia Dujovne no duda en comparar esas brutales prácticas, que anulaban al enfermo, con los procedimientos de los regimenes totalitarios: “El horror del nazismo acaso haya consistido también en sembrar su semilla allí donde menos podría imaginarse, entre artistas liberados ‘de toda ley moral’, como decía Souvarine, y entre científicos fascinados por sus experimentos”. Sin duda, añade, Lacan no era Mengele (aunque solo fuera capaz de ver en los enfermos “lo que confirmaba sus hipótesis”), pero las cartas de Artaud “podrían llevar la firma de una víctima de Auschwitz”.
            Dora Maar, sin Picasso, trató un tiempo de subsistir como artista; se dedicó a la pintura, a la escultura, pero esa solo un pálido reflejo del maestro. No tardó en declararse vencida. Se retiró a su apartamento, se negó a ver a nadie, se fue haciendo cada vez más conservadora, religiosa, antisemita, huraña y tacaña. Vivió miserablemente los últimos años de su vida, recurriendo a los servicios sociales, aunque era dueña de una gran fortuna. La subasta de sus bienes, en 1999, adquirió notoriedad mundial. Y no está muy claro que quienes subastaron los picassos y los recuerdos de Picasso que Dora Maar guardaba tuvieran el derecho de hacerlo (se habla de un testamento desaparecido). Pero esa es otra novela, que merecería otro libro tan bien documentado y tan bien narrado como este.

            

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Ramón Pérez de Ayala: Viajes, teorías. palinodias y desengaños

Viajes. Crónicas e impresiones
Ramón Pérez de Ayala
Selección y prólogo de Juan Pérez de Ayala
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2013

Al contrario que Baroja, no es Pérez de Ayala un escritor simpático para la mayoría de los lectores. No lo ha sido nunca. Y no solo el escritor, tampoco la persona. Del primero molestaba un tanto su afectación estilística y su pedantería; del segundo, menos los cambios ideológicos que la interesada razón que se adivinaba casi siempre detrás.
            Hay algo de trágico en la trayectoria vital de Pérez de Ayala. A los cincuenta años, con la proclamación de la República, parecían haberse hecho realidad todos sus sueños. No solo era uno de los escritores más admirados del momento, sino que su labor intelectual había sido decisiva en el cambio de régimen y este le premiaba concediéndole el cargo político que siempre había ambicionado: la embajada en Londres.
            Pero aún le quedaban por vivir otros treinta años y todos ellos fueron cuesta abajo. Desde los inicios de la guerra civil, tomó partido por los sublevados. Hizo cuando estuvo en su mano para ayudarles a ganar la guerra, pero estos no le perdonaron nunca su pasado republicano. Producen sonrojo sus continuos elogios al nuevo régimen, un régimen que censuraba sus obras, que apenas toleró que cruzara España en 1940 para embarcarse hacia Argentina (fue insultado públicamente en alguna ocasión).
            En el exilio siguió pidiendo perdón una y otra vez, pero lo más que logró fueron algunas pequeñas prebendas de la embajada franquista. Antes de regresar definitivamente a España en 1954, ya vencido y hundido por diversas desgracias familiares, volvió fugazmente en 1949 y trató de entrevistarse personalmente con Franco para explicarle su caso; Franco se negó a recibirle.
            Es bien sabido que la obra narrativa de Pérez de Ayala concluyó antes de que comenzara su carrera política, su acaparamiento de cargos durante la República (fue, simultáneamente, embajador en Londres, director del museo del Prado y diputado por Asturias). También lo más válido de su labor como ensayista terminó por entonces. Cierto que después siguió colaborando en la prensa argentina, asiduamente en los primeros años cuarenta, con cada vez mayor parquedad después, pero era ya una sombra de lo que había sido, casi una caricatura, como demuestra el Pérez de Ayala final de las “terceras” de Abc, en las que recicló muchos de aquellos antiguos textos.
            Las dos partes en la vida y en la obra de Pérez de Ayala quedan bien patentes en la antología de sus artículos viajeros que ha preparado Juan Pérez de Ayala, nieto del escritor. En el prólogo, nos ofrece algunos datos inéditos de la vida del escritor en Argentina, la etapa más desconocida de su biografía. Completan los que nos proporciona Florencio Friera en su fundamental Ramón Pérez de Ayala, testigo de su tiempo.
            Comienza la antología con las crónicas de su primer viaje a Inglaterra, en 1907, reunidas tardíamente en los volúmenes Tributo a Inglaterra, de 1963, y Crónicas londinenses, de 1985. El tiempo no les ha restado nada de su agilidad intelectual ni de su gracia costumbrista; por el contrario, les ha acrecentado su encanto, como a las viejas fotografías. Nos hace sonreír su elogio de un raro deporte, llamado football, que en aquellas fechas se pretende introducir en las escuelas inglesas por su valor educativo: “La verdadera pedagogía debe cuidarse más del football que de los tratados de ética, y no porque desdeñe la ética, sino porque el mejor tratado es un partido de football. El mundo no es otra cosa que una permanente lucha por la existencia, esa gran pelota llena de aire que con tanta facilidad se disipa. El football es la lucha por una pequeña pelota, es un compendiado trasunto de la vida universal”.
            No menor interés tienen los artículos de su primer viaje a Italia, en 1911, cuando conoció a la norteamericana Mabel Rick, con la que poco después se casaría, inéditos en libro. Comienzan con la crónica del viaje en barco, casi un género en el autor. Cita en ellos por primera vez una frase de Samuel Johnson (“navegar es lo mismo que estar en un calabozo, pero con la probabilidad de ahogarse”), que luego volvería a reiterar cada vez que se embarca de nuevo, pero siempre en versiones distintas: “Un barco es una prisión. Un camarote es un calabozo, con la desventaja de que puede irse a pique”, “Un barco es un presidio que se puede hundir”.
            Los artículos viajeros de Pérez de Ayala son algo más que artículos viajeros. Como su coetáneo Eugenio d’Ors, buscaba siempre convertir la anécdota en categoría y cualquier pequeño detalle le servía para elaborar una teoría que, si no siempre resultaba igualmente convincente, siempre resultaba fascinante. Es el caso de su distinción entre los viajes en barco de vapor, que se hacen interminables aunque duren pocos días, y los viajes en barco de vela, en los que no cabe el aburrimiento, aunque duren meses. Y lo ejemplifica con una anécdota biográfica que vale por un relato y por un bien humorado poema: “Mi padre narraba a menudo un viaje que de mozo había hecho a La Habana, en un bergantín. Declaraba que eran los días más felices de su juventud. A bordo, vivían colgados de los designios celestes. ¿Habrá viento? ¿No habrá viento?, se preguntaban a todas horas. ¿Será viento favorable?¿Será viento contrario? Si soplaba buen viento, desplegaban el aparejo, e iban a todo trapo, quizá fuera de ruta, por el placer de volar, hasta que el caso crujía, como desencuadernándose; y experimentaban un a modo de embriaguez. Mi padre hablaba del golfo de las yeguas, de las calmas chichas, de la vida sedentaria y arcádica, como en un islote, cuando arriaban el esquife y pescaban doradas con arpón. Tres meses duró la travesía. Cuando echó pie a tierra, mi padre lloraba de tristeza. Cuando supo que el bergantín retornaba a Europa, volvió a embarcarse, por disfrutar de la vida accidentada y marinera. Verdad que en Asturias dejaba una novia, que después fue mi madre”.
            Qué diferencia entre este Pérez de Ayala, que en cada página nos ofrece un reto intelectual y una felicidad expresiva, y el que encontramos en las apagadas páginas escritas a partir de 1940. Cierto que, acá y allá, todavía quedan restos del antiguo vigor, pero cada vez son más las cenizas. Es el Pérez de Ayala que, para congraciarse con la España de Franco, abjura de su pasado anticlerical, prohíbe la reedición de su novela AMDG y se prodiga en elogios a la hispanidad y a la labor de España en América, cuya única finalidad “fue la propagación de la cruz”, frente a las demás naciones, a las que solo les movía “el apetito de riqueza”. Quién te ha visto y quién te ve, debieron de pensar los lectores que recordaban las vigorosas diatribas y los precisos análisis regeneracionistas de Política y toros.

            

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Como se escucha el silencio. El caso Bergamín


Las voces del eco (Antología poética)
José Bergamín
Edición de Nigel Dennis
Renacimiento. Sevilla, 2013.


Pocos casos hay en la historia de un poeta que comience a publicar su obra poética cumplidos ya los sesenta y cinco años, cuatro décadas después de su iniciación en la vida literaria. Bien es cierto que buena parte de la labor ensayística de José Bergamín giraba en torno a la poesía y que en sus series aforísticas (la primera, El cohete y la estrella, de 1922) a veces parecían camuflarse breves poemas en prosa.
            El personaje de José Bergamín, hijo de un ministro de la monarquía que también era todo un personaje de novela (fue un niño huérfano abandonado en las calles de Málaga), daría mucho que hablar hasta su muerte, en 1983, “exiliado” en Euskadi (pidió que le enterraran con la ikurriña).
            Su primer libro lo publicó Juan Ramón Jiménez, pero pronto se distanció del maestro, quien renegaría de él durante toda su vida (incluso le llegó a acusar de estar detrás del asalto a su piso al término de la guerra civil).
José Bergamín fue el director de la revista Cruz y raya y el editor de algunos de los libros más importantes de la generación del 27 (a él le entregó Lorca su Poeta en Nueva York que solo pudo aparecer, años después, en México). Católico, se puso al lado de la República y en ella desempeñó un papel de “compañero de viaje” de los comunistas con algún que otro punto oscuro (“con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más” es una de sus frases más conocidas).
Regresó a España en los años sesenta, pero tuvo que volver a marcharse ante el riesgo de ser detenido. Durante la transición se convirtió en el más activo detractor de la monarquía.
            Las voces del eco, la antología que ha preparado Nigel Dennis. consta de cuatro partes: La última se dedica a recoger sus poemas satíricos, algunos bien conocidos, como “El mulo Mola”, y otros que circularon clandestinamente y hasta la fecha han permanecido inéditos. Comprensiblemente en ocasiones. “Un mono de la mano de un tirano” dice uno de los versos del “soneto atribuido a Bartolomé Leonardo de Argensola”, escrito en julio de 1969 con motivo de la proclamación del príncipe de España. Y otro soneto, de las mismas fechas, comienza con esta estrofa: “¡Válgame el Opus Dei! Que es gran cosa / sacarse de la manga en un instante / a un rey de quien dijérase un mangante / por esa procedencia sospechosa”.
En el prólogo, Nigel Dennis llega a afirmar que “dado el desencanto general de la población española con la familia real, la voz satírica de Bergamín adquiere incluso una dimensión profética”.
            Pero no es este Bergamín satírico, que no pasa a menudo de una curiosidad, el que más nos interesa. Otra sección de la antología está dedicada a los sonetos. Bergamín, heredero de los juegos de ingenio y de la conceptuosa pasión barroca, es uno de los grandes sonetistas de la literatura española y eso ya lo supo ver Antonio Machado cuando elogió sus “Tres sonetos a Cristo crucificado ante el mar” publicados en la revista Hora de España.
            “Coplas” y “Rimas” se titulan las otras dos secciones de la antología y en esos epìgrafes se incluye la mayor y la mejor parte de la poesía de senectud de Bergamín. Sus caudalosos libros finales, iniciados con La claridad desierta, de 1968, renuncian a la herencia barroca para volver a Bécquer y a la poesía popular. El retórico y un tanto artificioso poeta de los sonetos (recordemos el paronomástico terceto final de uno de ellos: “se posa, se aposenta en mí el vacío, / como si a su pesar se acompasase / su peso al paso pesaroso mío”) desaparece y ocupa su lugar otro que no le teme a las palabras gastadas, al tópico aparentemente más manido: “Caen del reloj las horas / muertas como caen del árbol / en el otoño las hojas”.
            No todos supieron ver en su momento el valor de libros como Apartada orilla, Velado desvelo o Esperando la mano de nieve, de tan becqueriano título. Ramón Gaya, en el epílogo a La claridad desierta, fue el primero en destacar el valor de este epigonal Bergamín (muchos pensaban entonces que esos versos quedaban al margen de su principal labor, que era la de ensayista). Se trataría de los poemas “de un versificador muy reciente en colaboración, diríamos, con un hombre de setenta años, o sea pleno, completo, lo que dará a esos poemas una condición privilegiada de madurez juvenil y una transparencia, una claridad única, última”.
            Las coplas de José Bergamín –buena parte de ellas reunidas en el volumen Canto rodado–  tienen como modelo a Augusto Ferrán, más que a Manuel Machado, y alternan las que podrían pasar por populares, y quizá lo sean o acaben siéndolo, con otras inequívocamente personales : “Tienes el alma en un hilo, / y el corazón en un puño, / y la cabeza en las nubes; / y un pie ya en el otro mundo”.
            El lector habitual de José Bergamín echará en falta algunos poemas memorables en esta antología y no lamentaría que se hubiera prescindido de otros, pero eso resulta inevitable. Un equivocada decisión tipográfico parece, sin embargo, que las “Rimas”  se hayan publicado, al contrario que los sonetos y los versos satíricos, seguidas, sin individualizarse en la página; eso dificulta su lectura como poemas independientes.
            Una buena ocasión, a pesar de todo, Las voces del eco de reencontrar, o de encontrar por primera vez, las voces y los ecos del plural Bergamín: “Como quien oye llover / te pido que oigas mis versos: / con atención tan profunda / como se escucha el silencio”.

            

martes, 3 de diciembre de 2013

Pío Baroja: Semblanzas

Semblanzas
Pío Baroja
Edición y prólogo de Francisco Fuster
Caro Raggio. Madrid, 2013.

Barajando, entremezclando viejos artículos y recortes de otras obras suyas hizo Baroja muchos de sus libros últimos, los más destartalados, pero no los menos llenos de encanto. Ya en esos años de la inhóspita vejez, tras el regreso del refugio parisino, contó con la ayuda de diversos colaboradores, como el asturiano Marino Gómez Santos. El libro que ahora nos ofrece Francisco Fuster es del mismo tipo. Estas Semblanzas han sido extraídas de diversas obras de Baroja, en especial de ese saco sin fondo que son los revueltos tomos de sus memorias.
            Comienza el volumen con un retrato en tres tiempos de Azorín. Francisco Fuster, como en el volumen dedicado a Julio Camba, ha recurrido al procedimiento de ensamblar en un capítulo páginas escritas en distintos tiempos y dedicadas al mismo personaje. Considera esos capítulos como “los más sugerentes de la antología”, al componer “lo que podría ser una semblanza in progress”.
No estoy yo muy de acuerdo con esa apreciación. La heterogénea amalgama no acaba de funcionar. El Baroja que prologa, en 1901, La fuerza del amor, primera parte del capítulo azoriniano, no es todavía Baroja (aunque ya lo fuera, y plenamente, en Vidas sombrías), al menos el Baroja que espera el lector de estas semblanzas, como Azorín no era todavía Azorín, sino Martínez Ruiz.
Desentona también la primera parte de “Silverio Lanza”, y en este caso parece que con toda la razón. Si hemos creer lo que se dice en las Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, no lo escribió Baroja, aunque lo diera como suyo. Sale a relucir el nombre de Silverio Lanza y Azorín declara: “la semblanza de Baroja en el Tablado de Arlequín la escribí yo”. El resto de las palabras de Azorín las resume así Jorge Campos: “Explica que, cuando don Pío tenía que hacer la semblanza para un periódico, se encontraba indispuesto y la hizo él. Luego aquel recogió en libro aquella serie de colaboraciones y allá fue”. No es un caso único. También Rubén Darío, por razones etílicas, tenían que recurrir alguna vez a ocasionales colaboradores para cumplir con sus obligaciones periodísticas, y de uno de ellos, Alejandro Sawa, se conocen las cartas en las que se quejaba de no haber recibido el pago adecuado.
            Semblanzas gana según vamos avanzando. Las primeras páginas tienen un valor de simple recopilación académica, de materia para el escolar comentario de texto, pero a partir del capítulo dedicado a los hermanos Sawa y, sobre todo, del siguiente, dedicado a Vicente Blasco Ibáñez, ya es un libro para todos los públicos, el atrabiliario y viejo Baroja que, sin embargo, no envejece.
            El capítulo titulado “Vicente Blasco Ibáñez” podría haber sido el inicial del volumen si el editor hubiera tenido menos resabios académicos y hubiera pretendido reconstruir una obra que Baroja no escribió nunca, pero que estaba en sus intenciones escribir. Ese artículo se publicó en el diario argentino La Nación en 1940 y se presentaba como el primero de una serie: “Voy a hacer, si no parece mal, unas semblanzas de escritores y de políticos conocidos que ya no existen, diciendo mi opinión sobre ellos”. Y a continuación añade: “Comienzo por Blasco Ibáñez, como podría empezar por otro cualquiera. Blasco Ibáñez es un escritor del que yo he leído muy poco, casi nada, y a quien he visto muy poco”. Curiosa manera de justificar una semblanza, pensarían entonces, y piensan ahora, los lectores.
            No hay objetividad ninguna en la manera que Baroja tiene de tratar a los personajes que conoció. Demoledor resulta su retrato de Blasco Ibáñez y no menos el de Miguel de Unamuno, que también se publicó en La Nación formando parte de la misma serie: “Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por su gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía; a Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck y a Einstein, el porvenir de la física; a Frobenius, la etnografía de África, y a Frazer, los problemas del folclore. No le hubiera indicado a Mozart y a Beethoven lo que tenía que ser la música porque había decidido que la música no era nada y no valía la pena ocuparse de ella, porque a él no le gustaba”.
            Baroja, como no ignora ninguno de sus fieles lectores, era muy dado a las opiniones contundentes, a las descalificaciones sumarias, como la que hace de los hermanos Solana, con los que se encontró en París en los años de la guerra civil: “Al principio muy rojos, y luego muy falangistas, y siempre muy cucos”. En una conversación con José Gutiérrez Solana le escucha decir a este: “Las obras de arte se hacen con sangre”. Y Baroja replica de inmediato: “Yo creo que con sangre no se hacen más que morcillas”.
            Hable de quien hable, Baroja hace siempre autobiografía, como no podía ser de otra manera dada la procedencia de la mayoría de estas semblanzas, y es el principal protagonista de ella, dando rienda suelta a todas sus afinidades y desacuerdos, que son los que más nos divierten. No trata de razonarlos: “La gente muchas veces quiere encontrar motivos ideológicos para su antipatía, y la mayoría de las veces no los hay; es el instinto el que reina, como entre los animales, en las rivalidades y los celos”. Así, la hostilidad que siente por él José María Salaverría “no estaba legitimada por los hechos; era la hostilidad del perro por el gato o del gato por el pájaro”. La antipatía de Baroja por Galdós, que siempre lo trató bien y lo elogió públicamente, tenía su razón de ser en el visceral rechazo de un tímido sexual hacia la promiscuidad galdosiana.
            El misterio de Baroja, todavía inexplicado, es que nunca cansa, a pesar de todas sus imperfecciones, que saltan a la vista incluso en la lectura más apresurada. Cuando tantos primorosos estilistas de su generación hace tiempo que son solo historia de la literatura, él sigue tan vivo como el primer día. Esta recopilación, no importa los reparos que se le puedan poner, lo demuestra cumplidamente.