Guillermo Carnero
Perfil perdido
Visor. Madrid,
2023.
Como
en las Soledades gongorinas, en los grandes poemas –por la extensión y
por la ambición-- de Guillermo Carnero, el argumento es lo de menos. La
historia del náufrago que es invitado a unas bodas, la reflexión sobre el arte
de la memoria y el arte del olvido son solo la percha de la que colgar
sorprendentes metáforas, directas o tácitas referencias culturales, hallazgos
verbales que provocan de continuo la admiración del lector.
Dámaso Alonso puso en prosa las Soledades
y desde el mismo momento en que se dieron a conocer hubo aplicados
comentaristas dedicados a aclarar sus enigmas. No le faltarán a este Perfil
perdido y esperemos que entre ellos se encuentre el propio autor, un poeta
lúcido y consciente de su trabajo como pocos en la historia entera de la
literatura española.
Pero tanto en un caso como en otro,
el de Góngora y el de Carnero, se puede gozar de los poemas sin necesidad de
entenderlos del todo. Perfil perdido tiene algo, o mucho, de gran
alegoría barroca –pensemos en un gran fresco de Rubens—sobre los sentidos. Las
tres partes del poema se dedican a la vista, el oído y el tacto. Quedan para
otra ocasión, aunque resulten aludidos, el gusto y el olfato.
En un libro sobre la memoria, y
escrito ya en el arrabal de senectud (según se nos indica en portada, se
terminó de escribir a los 75 años del autor), esperaríamos mucho
sentimentalismo primario: recuerdos de infancia, la madre, los abuelos, el
primer amor. Pero todos esos temas, tan recurrentes en la poesía española de
posguerra y en los poetas aficionados de cualquier tiempo, siempre han contado
con la enemiga de Guillermo Carnero, un poeta que trata de escribir con toda su
erudición –y es mucha-- y toda su inteligencia. La cultura, sin embargo, no se
contrapone en él a la vida, porque es parte principal de ella. Música, pintura,
poesía intensifican la vida, no la sustituyen, solo a través del arte podemos
vivirla en su plenitud.
La parte primera de Perfil
perdido –la que se ocupa del sentido de la vista-- está protagonizada por
los colores, sobre todo por el rojo y el blanco. En los versos dedicados al
primero, encontramos versos que remiten a la denominada “poesía de la
experiencia” y a la poesía social, tan denostadas por el autor. A ratos nos
parece leer a Felipe Benítez Reyes o a cualquier otro poeta de los ochenta dado
a la evocación enumerativa: “El rojo de un foulard al viento; en la
pared, / un póster bajo el sol de abril en Siracusa: / una cereza entre dos
labios rojos. / Buzones y cabinas telefónicas / en un verano inglés rojo y
mecido / por el lento rumor de muchas fuentes; / blasón rojo en manteles de
Buçaco / tintos en sangre de dos reyes muertos…”
A las simples buenas intenciones de
los poetas sociales remiten otros versos: “Sangre de los vencidos, torturados y
muertos / sin venganza ni rostro en sus tumbas anónimas / en pozos, en cunetas,
en las fosas comunes” o “Sangre del holocausto, del genocidio armenio, /
Guernica, Paracuellos, los mártires de España, / los grandes cementerios a la
luz de la luna”.
Sorprende en este pasaje en que el
rojo es el color de la sangre derramada injustamente, la referencia “al
deshonor de los poetas”, ejemplifica con tres que no nombra, pero que
identifica claramente: “un cabrero inocente e iluso” (Miguel Hernández), “el
farsante panzudo en su isla negra” (Pablo Neruda) y “el saltimbanqui del
infierno chino” (Rafael Alberti).
Disuenan estos versos y su
anticomunismo del tiempo de la guerra fría, con el decir sabio, demorado y como
de otro tiempo más culto y mejor, de la mayor parte del libro.
“Sonido leve de las aguas dulces, / apenas
perceptible: la caída / de una hoja, la lluvia consumando / el maleficio en que
dos aguas vienen / a mezclar la amenaza de su símbolo”, comienza la sección segunda,
dedicada al oído. También en ella, aunque más brevemente, hay una interrupción
disonante, como si el poeta por un momento perdiera sus educados modales
dieciochescos: “Y cada año ensucia mis oídos / el desecho más vil del arte de
la música, / que millones aplauden y corean: / la fanfarria en honor del miserable
/ que se atrevió a bombardear Venecia, / Josef Radetzky, a cuya tumba iré /
algún día a escupir. Maldita sea / su carroña cubierta de oprobio y de
medallas, / que pudre a los gusanos”. Hombre, tampoco es para tanto –nos dan
ganas de decirle al autor--, nadie te obliga a escuchar a Strauss y esa Marcha
Radetzky que tanto te irrita.
Al tacto, a las caricias, al “fervor
cifrado” que ilumina la yema de los dedos “al recorrer un cuerpo de mujer /
ojos cerrados” se dedica la parte última. Son páginas de un minucioso erotismo
en el que las amadas se llaman Galatea, Melusina, Cloe. Guillermo Carnero, como
su admirado Valery Larbaud, parece incapaz de hablarnos de sí mismo “sin una
máscara en el rostro”.
Resulta casi obligado, al hablar de
la poesía de Carnero, citar el titulo de uno de los más sugestivos poemas barrocos,
Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos de Pedro Soto
de Rojas. Cerrada para muchos, abierta para pocos buena parte de la poesía de
Carnero (pero no toda: ahí está su Verano inglés). Pero vale la pena
adentrarse en sus jardines, aunque con cierta frecuencia necesitemos la ayuda
de un guía.