jueves, 28 de octubre de 2021

Interior con figuras

 

 

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2
Rafael Chirbes
Prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls
Anagrama. Barcelona, 2021.

Cuando de un escritor conocido se publican póstumamente sus diarios, siempre se suelen esperar revelaciones más o menos impúdicas sobre su propia intimidad, cotilleos sobre figuras famosas, juicios contundentes sobre colegas, del tipo de los que abundan en la conversación privada.

            No defraudan, en ese sentido (salvo en lo que se refiere a los cotilleos) estas dos primeras entregas en un solo volumen de los diarios de Rafael Chirbes, que él quiso titular A ratos perdidos, como quitándoles valor, como indicando que estaban escritos en los momentos que no dedicaba a su verdadera obra, el ciclo galdosiano de novelas sociales que le dio renombre y que culminó en la televisiva Crematorio.

            La publicación de un diario suele requerir un segundo trabajo autorial, que cuando se trata de diarios póstumos suele estar a cargo de una segunda persona. Esa labor, en este caso, la ha hecho el propio Chirbes, que dejó los textos listos para la publicación y que en ellos alude repetidas veces a su reescritura. “Mientras paso esto a limpio por enésima vez, 2014…”, leemos en una anotación del 31 de mayo de 1985.

            El trabajo de reelaboración parece especialmente intenso en la primera de las entregas en las que él quiso dividir su diario. No en vano es la única que lleva título, Una habitación en París, y habría ganado con una edición exenta. Es una lástima que conveniencias editoriales –se supone que un volumen de cerca de quinientas páginas funciona mejor que otro de doscientas--  impidieran respetar en este punto la voluntad del autor.

            Una habitación en París abarca de 1984 a 1988, los años en que el periodista gastronómico Rafael Chirbes se convierte en novelista, aunque un epílogo la lleve hasta 1992, cuando recibe la noticia de la muerte del coprotagonista de la historia de amor que vertebra estas páginas.

“En un viaje imprevisto a París, al que me convoca mi jefe, me presentan a François. Pasamos juntos las dos noches que pasamos en la ciudad. Una gran hoguera. En Nochebuena, viajo a Denia para celebrar las Navidades con la familia, pero, a los dos días, me pregunto qué hago yo allí mientras François permanece en Francia (me ha llamado dos o tres veces en esos días), así que, sin pensármelo, me compro en la agencia un billete de autobús y me encuentro una hora más tarde en viaje de vuelta a París, sin un céntimo, y sin saber si voy a encontrármelo, porque, después de tomar la decisión, no he vuelto a hablar con él”, así comienza esta historia de loco amor que nada tiene de convencional y que no tarda en convertirse en una pesadilla. Chirbes no nos ahorra detalles eróticos de cierta sordidez. Algunos lectores le agradecerían que se los hubiera ahorrado, otros aplaudirán su valentía.

Tampoco escatima detalles cuando nos habla de sus enfermedades: “El doctor D., aspecto de play boy y de consumidor habitual de Whisky en club de putas, un gallego frío (y, según descubro, cruel), me efectúa unas infiltraciones que son –dicho llanamente-- unas tremendas inyecciones aplicadas en el ano, que, como es lógico, a mí me duelen espantosamente y a él, en cambio, parecen divertirle, como si, en vez de tratar una dolencia, castigase un vicio que desprecia”.

            La historia con François –aparece ficcionalizada en la novela póstuma París-Austerlitz--, una historia de amor en los tiempos del sida,  se entremezcla con escenas de promiscuidad sexual y excesos etílicos o de otro tipo. Todo ello entremezclado con abundantes notas de lectura y con reconfortantes paseos por París.

            Más dispersa resulta la entrega segunda del diario. Hay en ella igualmente una historia de amor, aunque al referirse a ella no se mencione nunca la palabra sexo.. Se cuenta de manera muy elíptica y eso la hace más intrigante. Paco, aparentemente, es solo la persona encargada de cuidar la casa de campo en la que vive Chirbes, una especie de criado para todo. Al final  de esta segunda entrega del diario, tiene problemas judiciales –no se nos dice de qué tipo-- y está a punto de entrar en la cárcel. “Me asusta por él, pero también por mí. Imagino esta casa sin él, el huerto, el perro Manolo, los animales, la cocina, el viaje diario al pueblo para hacer la compra y recoger el correo. Las largas temporadas que paso fuera ¿quién se ocupará de esto? Elegí esta casa porque él decidió venirse a donde yo fuera, y por eso busqué un sitio que tuviera terreno alrededor. Para mí solo no hubiera elegido venirme al campo”. Una extraña pareja.

            Tan impúdico Chirbes en la historia con François y en sus encuentros callejeros, tan púdico cuando se refiere a la persona por la que elige irse a vivir al campo, aunque no parece que esa relación tuviera nada que ver con la que nos muestra El sirviente, de Joseph Losey.

            Pero esta historia secreta, al contrario de lo que ocurría con la de François, apenas ocupa espacio en el diario. Sus páginas están llenas de citas (muchas de Balzac, a quien se relee con frecuencia y a quien se toma como modelo de su ciclo novelesco), y de referencias a lecturas, algunas muy punzantes sobre autores contemporáneos (Roger Wolfe, Belén Gopegui). De los comentarios de libros, el más extenso y demoledor es el que dedica a Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte: “el mejor antecedente literario suyo son los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo de Llano en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa”.

            Los títulos de las diversas secciones aluden a los cuadernos en que fueron escritas por primera vez estas anotaciones. El “Cuaderno Rivadavia” nos cuenta un viaje promocional a Alemania en septiembre de 2004. La precisa y sugerente descripción de ciudades (Chirbes en un maestro en el género como demuestra su libro El viajero sedentario) alterna con notas de humor costumbrista sobre sus anfitriones, un poco en la línea de lo que estamos acostumbrado a leer en los diarios de Andrés Trapiello.

            Una reunión de antiguos alumnos del colegio de huérfanos de ferroviarios donde se educó Chirbes (a su origen social alude repetidas veces y lo considera fundamental en su visión del mundo) da motivo a algunas de las páginas más memorables –una novela en síntesis-- de este heterogéneo volumen, en el que se entremezclan los apuntes de trabajo de un escritor, las prescindibles confidencias sobre intimidades eróticas y espléndidas páginas de la mejor literatura. Todo revuelto, como en la vida misma.



martes, 19 de octubre de 2021

Fotos que dan pie

 

 

Carrete de 36
Fernando Castillo
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Fernando Castillo es un historiador que sabe escoger, entre los temas de su especialidad, los de mayor atractivo literario y novelesco. Se ha ocupado del mundo de Tintín y del de Patrick Modiano; del París de la ocupación y del Madrid heroico y miserable de la guerra civil; también de los traficantes y espías que pululaban por Lisboa y Tánger en los años cuarenta. Sus intereses se encuentran muy próximo a los del poeta, bibliófilo y crítico de arte Juan Manuel Bonet, quien no en vano firma la precisa contraportada—algo recargada en nombres, quizá-- de Carrete de 36.

            El punto de partida de este libro no puede ser más sugerente: el autor selecciona 36 fotografías  –que eran las que tenían los carretes de las cámaras analógicas-  de fotógrafos conocidos o anónimos y, a partir de ellas, habla del autor, la época, los personajes, las ciudades y los temas de su predilección.

            La fotografía es técnica, documento y arte, pero como arte tiene unas peculiaridades que la diferencian de cualquier otro. Abunda en obras maestras de autor desconocido. Juan Bonilla afirmó alguna vez que se puede hacer una exposición de fotógrafos aficionados que, si ha sido bien comisariada y seleccionada, no se distinga de otra de fotógrafos profesionales, o que incluso tenga mayor interés. Con la pintura o la poesía no se puede hacer lo mismo. La fotografía es la única modalidad artística en la que el tiempo juega a su favor.

            Con los nuevos avances técnicos, en la fotografía interviene cada vez menos la técnica y más la mirada y el azar.

            No todas las fotografías que Fernando Castillo selecciona en este libro presentan igual interés. Entre las fotos anónimas –encontradas en sus paseos por rastros y rastrillos-- hay alguna excepcional, como “Retrato de novia”, que le da pie a uno de los mejores capítulos del libro, pero otras son bastante inanes, como la que él titula “Homenaje a Germaine Krull”, que solo parece un pretexto para hablar de esa fotógrafa. Escaso interés presenta igualmente la que firma un apócrifo Félix Candel, en realidad el propio Castillo, aunque no así el texto para el que sirve de pretexto, evocación de una de esas ciudades –como casi todas de las que se habla en este libro-- que son en sí mismas un género literario.

            No siempre los elogios que Fernando Castillo a las fotografías seleccionadas –anónimas o de nombres prestigiosos-- resultan fácilmente compartidos por el lector. Caprichosos parecen los que dedica a “Ruta 66”, de Dorothea Lange, o a “Tanque nº 1”, de Tina Modotti. Pero quizá la discrepancia sería menor si pudiéramos contemplar la fotografía en su formato y en su calidad originales, no en una reproducción. Cuando miramos la fotografía de un cuadro, somos conscientes de que no estamos contemplando el original, pero no siempre tenemos eso en cuenta cuando contemplamos la reproducción de una fotografía.

            Carrete del 36 nos cuenta las vidas, muchas de ellas enigmáticas y noveleras, de un puñado de fotógrafos; nos lleva a ciudades –París, Berlín, Nueva York-- y a épocas turbias de la historia contemporánea, que nunca dejarán de fascinarnos; nos ilustra sobre la Nueva Objetividad y otros capítulos esenciales de la historia de la fotografía.

            Selecciono algunos capítulos en que imagen y texto se corresponden de la mejor manera: “New York City”, de Garry Winogrand, con esa joven sonriente que representa el rostro más amable de la Nueva York de los años sesenta; “La Kurfürstendamm después de un bombardeo”, de Wolf  Strache, que tiene la atmósfera de una pesadilla; “Trabajadores”, de un fotógrafo anónimo, veintiséis obreros que parecen representar a toda la clase obrera de entreguerras; “Brasserie Lipp”, de Cartier-Bresson, dos mujeres, dos mundos, la Francia tradicional y la de mayo del 68; “Uno de los de Grammont”, de Izis Bidermanas, el rostro sonriente, enmarcado por la ametralladora, de un anónimo miembro de la Resistencia; “Retrato de locutora”, de August Sander, uno de esos retratos en los que el gran fotógrafo de la Nueva Objetividad supo dejar constancia del verdadero rostro de Alemania en los años de Weimar y del incipiente nazismo.

            “Una imagen vale más que mil palabras”, dice el tópico. Pero lo cierto es que una imagen sin palabras es una imagen, no solo muda, sino incompleta. Necesitamos quien nos ayude a ver lo que hay en una fotografía y quien nos cuente las historias que sugiere. Fernando Castillo hace lo primero y lo segundo, pero no siempre acierta en este atractivo libro –o eso me parece a mí-- a seleccionar las mejores imágenes de fotógrafos famosos o desconocidos.

             

           

viernes, 15 de octubre de 2021

Rescoldos de aquel fuego

 

Donde muere la muerte
Francisco Brines
Tusquets. Barcelona, 2021.
 

Hay en Donde muere la muerte, el esperado último libro de Francisco Brines, un puñado de poemas memorables, pero quizá no hay un libro. Su obra poética podríamos considerarla cerrada en 1995 con La última costa, pero el cuarto de siglo transcurrido desde entonces le añade un epílogo, emocionante desde el punto de vista humano y no enteramente prescindible desde el literario. Comienza el breve volumen –veinticuatro poemas-- con un ejercicio retórico que no anima demasiado a seguir leyendo. Se trata de una serie de hipérboles sobre el tópico de la brevedad de la vida: “Un suspiro que alienta y se acongoja. Se oscurece el relámpago, sin apenas lucir. Viento presto engolfado en la calma, sin tiempo a respirar; blanco interpuesto de inmediato a la flecha: violenta violencia”. ¿Violenta violencia? El segundo párrafo de este breve texto --¿poema en prosa?--, resulta aún más prescindible: la vida es “modestia casta” y el hombre “solo se cumple en el amor que acompaña al trabajo”.

            El poema “Luzbel, el ángel” nos remite a uno de sus libros capitales, Insistencias en Luzbel, de 1977. El hermoso ángel rebelde es símbolo de un erotismo que, en otro tiempo (y Brines sigue siendo fiel a ese tiempo), “no se atrevía a decir su nombre” (hoy quizá lo dice en exceso): “Es la noche la música / de las alturas. / El firmamento tiembla / y en él nos penetramos. / Mi cuerpo, ya vencido / por la edad importuna, / se hace prado en el río, / atardecer suavísimo. Y él pace. / Y yo, como un torrente blanco, / entro en su juventud / eterna, / me hago bello e impuro / como Él”.

            Francisco Brines es maestro en el arte de la alusión intensificadora, sus poemas eróticos no entran nunca en demasiados detalles. Tampoco suelen ser poemas de amor: apenas se individualiza al otro, solo es un cambiante cuerpo joven que se entrega.

            Ahora esas noches de placer clandestino son “La noches ya extinguidas” evocadas en el poema de ese título: “¿Desde dónde recobro las noches de los huertos / alumbrados de azahar, / el coche detenido en el sendero, / lejano el resplandor de la ciudad, / tu asiento ya abatido, luego el mío, / tú aún más joven que yo, y la brisa más niña?”. En la segunda parte del poema volvemos a encontrar ese desdoblamiento en el tiempo –el anciano que contempla al joven que fue con melancolía y casi con deseo--  tan característico de Brines.

            En “Creados a su semejanza” vuelve el poeta “al único verano de su vida”, ese verano mediterráneo y feliz del que nos habló en Palabras a la oscuridad, de 1966. En Poemas a D. K. reunió los textos que aluden a esa historia de amor. “Creados a su semejanza” podría servir de epílogo a ese libro: “Al besarte, está naciendo el mundo / por primera vez. Resbala de la noche / la luz lunar que ha mojado las aguas. / Es la sábana blanca que en la arena se tiende / para que nuestros cuerpos en ella testimonien / el gozo de vivir, y amemos siempre el mundo / porque una vez fue digno de este sueño”.

            El mundo recobrado de la infancia en la casa de Elca –tan familiar a los lectores de Brines--  protagoniza otros poemas. “Reencuentro” puede servir de ejemplo: “He bajado del coche / y el olor de azahar, que tenía olvidado, / me invade suave, denso. / He regresado a Elca / y corro, / no sé en qué año estoy / y han salido mis padres de la casa / con los brazos abiertos, / me besan, / les sonrío, / me miran / --y están muertos--, / y de nuevo les beso”.

            Ensayo de una despedida tituló Brines, ya en 1974, sus poesías completas. Los ensayos finales de esa despedida están en Donde muere la muerte. A la despedida de la existencia, que vuelve una y otra vez sobre los mismos tópicos, preferimos la intensa --y nada tópica--  elegía a la madre del poema que da título al conjunto.

            A ratos el poeta parece volver sobre su obra anterior, tratar de reescribirla. “La última costa” era el poema final del libro del mismo título; ahora en el nuevo libro nos encontramos con “El último viaje”, otra versión del mito de Caronte. El poema previo termina de la más precisa manera: “Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco, / en el viaje aquel de todos a la niebla”. En el nuevo poema, sobra quizá más de la  mitad del poema (desde el verso 20 hasta el 41), tan innecesariamente explícita: “Me iba para siempre / de la vida que amé, / como el don de un dios bueno, / muy bueno e inexistente”.

            En este libro tan de Brines, aunque sea un Brines menor, sorprende un tanto  el poema “Trastorno en la mañana”, que nos recuerda la poesía ingenuamente celebrativa de Eloy Sánchez Rosillo: “He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros”.

            A partir de cierto nivel de reconocimiento (el siglo XXI fue para Brines el de los grandes premios institucionales), los juicios de valor parecen estar de más, los poemas del autor consagrado dejan de ser leídos como tales y se convierten en reliquias. Ya igual da, para lectores y estudiosos, el inane borrador que el hondo poema verdadero. Pero del poeta esencial y luminoso que fue Francisco Brines aún quedan rescoldos en estas brasas últimas. No los confundamos con las cenizas.

jueves, 7 de octubre de 2021

Realidad y símbolo

  

Mi lado izquierdo
(Antología poética 1989-2019)
Rafael Fombellida
Edición de Xelo Candel Vila
Renacimiento. Sevilla, 2021,
 

En las sociedades contemporáneas, todo el mundo sabe leer, pero pocos saben leer. No se lee de la misma manera un artículo de opinión, una página publicitaria, una noticia que un poema o una novela, Habrá quien piense que lo primero es más fácil que lo segundo, Un error, un extendido error cuyas consecuencias son quizás bastante más nocivas que las de no saber leer un poema, algo que muchas personas cultas no dudan en reconocer.

Tampoco se lee de igual modo a todos los poetas. Como ocurre en la música, habría una poesía popular –que hoy en día se difunde fundamentalmente en las redes sociales-- y otra culta, que busca un público de iniciados. Algunos poetas contemporáneos –Manuel Machado a comienzos del pasado siglo, Luis Alberto de Cuenca en la actualidad-- cultivan ambas.

Rafael Fombellida (Torrelavega, 1959) solo se dedica a la segunda de ellas, sin condescendencia alguna Tras reunir su poesía completa en 2015 con el título de Domimio, ahora nos ofrece en Mi lado izquierdo una selección de su obra con el añadido de unos pocos inéditos recientes.

En esos necesarios talleres sobre el arte de leer, y en concreto sobre el arte de leer poesía, la lección inicial debería enseñarnos que, al contrario que la novela --que ha de comenzarse por el primer capítulo y seguir en orden hasta el último--, un libro de poesía puede comenzarse por cualquier parte . Y unas poesías completas, de un autor que desconocemos, nunca deben empezarse por los primeros poemas, salvo que se trate de un poeta como Claudio Rodríguez, que en su primer libro ya encontró un tono propio y deslumbrante.

No es el caso de Rafael Fombellida. “Disparos en la nieve”, el poema que inicia Mi lado izquierdo, no anima demasiado a seguir leyendo. Hay un exceso de literatura, en el mal sentido de la palabra, se acumula la tópica adjetivación: “celada inmóvil”, “quietud profunda”, “siniestros giros”, “denso ramaje”. En otros poemas –“La vergüenza”, “Único blanco”-- parece tratar de enmascararse la trivialidad de la anécdota con el rebuscado empaque estilístico.         

La etapa de tanteo dura , aunque hay algún logro anterior, hasta Canción oscura, de 2007. Un poema como “Remontando el río” nos muestra muy a las claras uno de los modos de hacer de Fombellida, aludir y eludir el nombre de las cosas, a la manera gongorina. Su poesía rehúye el lenguaje coloquial, pero no la anécdota cotidiana, a la que busca darle trascendencia.

Los poemas van luego ampliando su temática, llenándose de inquietudes culturales y de preocupaciones metafísicas, como en “El hombre paralelo”, “Noche del oceanógrafo” o “Explicación de la esfera”.

Y van haciéndose más ásperos, alucinatorios, desasosegantes, a pesar de que Fombellida no abandona nunca el cuidado rítmico. Sus versículos son una suma de metros tradicionales o vuelven al hexámetro clásico (el de ritmo dactílico que resucitó Rubén Darío –“ínclitas razas ubérrimas”-- y que a veces utilizó José Hierro: “Otoño de manos de oro. / Ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino”), como en “El obediente”: “No ha cesado un instante de dar con sus ojos en ti, con sus ojos seguros”. Hay también una “Berceuse”, una canción de cuna nada convencional, que juega, a la manera romántica (recordemos el “leve, / breve / son” de Espronceda), con la polimetría.

Rafael Fombellida es un poeta que va creciendo en cada libro, prescindiendo de retoricismos y manierismos sin abandonar del todo sus peculiaridades estilísticas. “Odiseo en el Báltico” o “San Silvestre en el Prater” son poemas que podían haberse quedado en la convencional postal viajera, pero que alcanzan a convertirse en parábolas del destino humano. Lo mismo podría decirse de “Un soldado de la Gran Guerra” o de “Dem deutschen volke”, estampas históricas que van más allá de la precisa recreación de trágicos episodios de la historia reciente. Otro poema excepcional es “Nadadores”. El tema, la relación del padre con el hijo,  no puede ser más tópico –ninguno de los grandes temas de la poesía deja de serlo--, pero el tratamiento resulta tan novedoso como verdadero.

A veces este poeta de la realidad trascendida, gusta de aproximarse a la imaginaría del cuento gótico –“Ronda de lobos”-- o del realismo sucio: “¿A dónde ir? Muy poco decoroso / es el hotel que nos asila- / Bajo su rótulo / un chorro deshelado / ha formado un cerquillo en la nieve disuelta. / Hay modelos antiguos de grandes automóviles, / bajo un vidrio sin lustre se encorva una mujer”. Pero le traiciona su gusto por el ritmo tradicional, que es ya en sí misma una visión del mundo.

No es Rafael Fombellida un poeta fácil ni complaciente, jamás condesciende con la frivolidad o la ironía. Tampoco uno de esos pocos privilegiados que desde el principio supieron aunar dicción personal e inédita visión del mundo. Ha tardado en conseguirlo, como el lector tarda en entrar en su obra, pero todo lo que vale la pena requiere un cierto esfuerzo. Lo que él nos dice en un puñado de espléndidos poemas nadie lo había sabido decir de la misma lúcida e impactante manera.