sábado, 28 de marzo de 2015

Alberto Manguel, autobiografía y erudición


Una historia natural de la curiosidad
Alberto Manguel
Alianza Editorial. Madrid, 2015.

Nacido en Buenos Aires, pero criado en Tel Aviv, Alberto Manguel aprendió el inglés y el alemán antes que el español. De nacionalidad canadiense, vive en Francia en una antigua rectoría cercana al Loira que ha llenado de libros y que describe en el primer capítulo de La biblioteca de noche.  Su adolescencia es argentina: estudió el bachillerato en el afamado Colegio Nacional de Buenos Aires, donde tuvo como profesor a Isaías Lerner, y fue amigo y colaborador de Borges. Conoce a la perfección las principales literaturas, pero el aburrimiento le llevó a abandonar los estudios universitarios en el primer curso. Desde su inicial Guía de lugares imaginarios, de 1980, ha conseguido la hazaña de colocar misceláneas y divagaciones eruditas sobre la lectura y las bibliotecas, sobre Homero y Montaigne, sobre grandes obras o enormes minucias, entre los libros más vendidos.
            Le ayuda que escriba en inglés, le ayuda su relación –como traductor, como antólogo, como director de colecciones– con el negocio editorial. Alberto Manguel sabe que lo primero para vender un libro es encontrar un título adecuado. Su última obra podía haberse titulado Comentarios sobre el poema de Dante, pero se titula Una historia natural de la curiosidad; el grueso volumen tiene más, sin embargo, de lo primero que de lo segundo y eso hará que la curiosidad de algunos lectores se agoten pronto y lo dejen de lado, aburridos: la minuciosa glosa de los versos de Dante que llena la mayor parte de sus páginas no responde a nuestras expectativas.
            Pero Una historia natural de la curiosidad no es solo un libro sobre la Divina comedia, aunque le dedique la mayor parte de las páginas. Cada capítulo va precedido de una introducción en cursiva, no muy extensa (dos o tres páginas, pocas veces más) que puede ser leída independientemente y que en su conjunto constituyen una obra aparte de carácter autobiográfico. Algunas de las anécdotas que se nos cuentan son bien conocidas (Manguel se ha referido a ellas en varias ocasiones, especialmente en el libro Conversaciones con un amigo), pero otras se nos refieren por primera vez, como la pérdida temporal de la capacidad de hablar y escribir en las navidades de 2013. Llenas de serena emoción resultan las páginas que dedica a la vejez al comienzo del capítulo 15. Acalladas las pasiones, velados los sentidos, el placer le llega fundamentalmente “a través del acto de pensar”; los sueños y las ideas le parecen “más ricos y más claros que nunca”. Pero el cuerpo no deja que la mente se independice e impone continuamente su presencia, “mordiendo, rascando, apretando, aullando o cayendo en un estado de embotamiento o agotamiento injustificado”.
            Los breves pasajes autobiográficos constituyen lo mejor de Una historia natural de la curiosidad y podrían ser el germen de una obra aparte. Conviene anotar, sin embargo, que a Manguel, que tanto tiene en común con Borges (de él aprendió quizá el arte de las antologías temáticas), le falta una cualidad esencial del maestro argentino: no es un estilista, carece (al menos cuando escribe en español o cuando se le traduce al español) de eso que suele denominarse “calidad de página”.
            En los libros de Manguel, importa menos lo que tienen de estructurada monografía (a veces solo un recurso editorial) que las digresiones y las citas. Una historia universal de la curiosidad trata de responder a las preguntas fundamentales del  ser humano (“¿Qué es el lenguaje?”, “¿Quién soy?”, “¿Qué hacemos aquí?” se titulan algunos de los capítulos) basándose, no siempre de justificada manera, en los versos de Dante. El lector respira aliviado cuando se olvida de ellos y nos cuenta, por ejemplo, la historia de Raimondo di Sangro, príncipe de Sansevero, quien hizo “tantas cosas extraordinarias a lo largo de sus sesenta años de vida que es casi imposible mencionarlas todas”, o la del belga Paul Otlet, que quiso poner al alcance de cualquiera, mediante complejas técnicas bibliográficas,  la totalidad del saber humano, anticipando Internet. O cuando resume un cuento de los hermanos Grimm sobre la promesa de la Muerte de enviar antes a sus mensajeros.
            Como Umberto Eco, y siguiendo ambos la lección de Borges, Manguel le ha quitado el polvo a la erudición para ponerla al alcance de todos los lectores. Pero como el Umberto Eco de Historia de la belleza o Historia de las tierras y los lugares legendarios corre el riesgo de acabar publicando libros ilustrados que apetece más hojear y regalar que leer.

            

sábado, 21 de marzo de 2015

Los diarios de Iñaki Uriarte


Diarios 2008-2010
Iñaki Uriarte
Pepitas de calabaza. Logroño, 2015.

Hay libros que son la obra de toda vida. El diario de Iñaki Uriarte, que comenzó a publicarse en 2010, cuando su autor había cumplido ya los sesenta años es uno de ellos. Una segunda entrega apareció al año siguiente y la tercera acaba de llegar a las librerías. No son obra distinta, sino partes del mismo libro y de ahí que compartan título (o ausencia de título: Diarios es más bien un subtítulo) y un diseño gráfico que lleva a confundir unas entregas con otra.
            Contra todo pronóstico, estos diarios llamaron la atención de críticos y lectores desde el primer momento. Hoy, cinco años después de su aparición, son ya un clásico. No se puede hablar del diario en España sin mencionar, en un primerísimo lugar, el nombre de Iñaki Uriarte. Lo que a Andrés Trapiello, Miguel Sánchez-Ostiz o José Carlos Llop les costó tomos y tomos, Uriarte lo consiguió con unas pocas páginas.
            Las razones de ello son fundamentalmente dos. La primera que el autor no había publicado libro ni apenas había publicado nada (dos poemas en una revista de los años setenta, alguna reseña), pero no era un desconocido. Desde los tiempos en que colaboraba en La moneda de hierro, junto a Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena o Fernando Savater, había cultivado la amistad de los más destacados nombres de su generación, y no solo de ellos. Era el lector atento, la persona cordial, el confidente discreto que siempre estaba en el lugar adecuado en el momento justo. No se había dedicado a nada, salvo a leer y a vivir, no hacía sombra a nadie. No parecía que fuera a hacerla tampoco con un puñado de anotaciones aparecidas en una editorial provinciana.
            Pero había otra razón, la fundamental: Iñaki Uriarte no necesitaba ese instantáneo coro mediático, tan útil sin embargo, para fidelizar a los lectores. Bastaba abrir su diario por cualquier página, bastaba leer dos o tres de sus mínimas entradas, para quedar seducido de inmediato, para convertir la primera entrega de sus diarios –complementada con los que vinieron después– en un libro de cabecera. Y este es el motivo de que algunos de los elogiosos ditirambos con que se recibieron se convirtieran después en resentidos silencios. Iñaki Uriarte dejaba de ser un simpático personaje del entorno literario para se alguien que llegaba para quedarse y hacía sombra.
            La máxima del minimalismo, menos es más, la domina Iñaki Uriarte como nadie. Buena parte de su diario son citas, breves citas de unos pocos libros a los que vuelve siempre: Montaigne, en primer lugar. Citas, tan bien seleccionadas, que nos sorprenden aunque sean de un escritor que conocemos bien. A menudo, ni siquiera necesita comentarlas para hacerlas propias.
            Otro elemento constante es el elogio de la pereza, del levantarse tarde, del disfrutar del instante en una playa, en la terraza de un hotel, en casa con un libro en las manos. La vida de Iñaki Uriarte ha sido lo que tradicionalmente se denominaba “vida de un rentista”: nunca ha necesitado trabajar, y con frecuencia alude a ello con algo de apenas disimulada mala conciencia. Para ganarse la simpatía del lector no deja de insistir en su poca voluntad, en las limitaciones de su carácter. No lo necesita. Le basta con su sentido común, con su sentido del humor, con una inteligencia que se muestra, sin deslumbrar, voluntariamente asordinada, en cada página.
            Iñaki Uriarte, un hombre aparentemente sin biografía (en las solapas de sus libros se repite escuetamente que nació en Nueva York en 1946, vive en Bilbao y es de San Sebastián), sabe aprovechar al máximo sus más noveleros incidentes vitales: una detención durante el franquismo en la que conoció al policía Amedo; sus encuentros con gente importante (él siempre en discreto segundo plano); el exilio de su padre en Nueva York, donde fue amigo de Galíndez, el político vasco secuestrado, torturado y asesinado por Trujillo; la pensión que sus abuelos maternos tenían en la calle 82 Oeste, y en la que se alojó Rubén Darío; los pintorescos personajes de una familia de la gran burguesía vasca…
            También nos habla mucho de viajes, e Iñaki Uriarte sabe hacerlo sin incurrir en el tópico ni en la convencional postal turística. No menos interesante que su estancia en la Provenza, en Atenas, Berlín o Nueva York, son sus repetidas visitas a Avilés, donde afirma tener un palacio: el hotel Ferrera, y de donde es su mujer.
            El mayor protagonismo es quizá para el tercer miembro de esta singular familia: se llama Borges y es un gato tímido y sabio que se parece bastante al autor.
            Iñaki Uriarte tardó mucho en decidirse a publicar sus diarios. Esta tercera entrega se corresponde con el momento en que apareció el primer volumen y de ahí, afirma él, que le haya costado más escribirla. Antes escribía para sí mismo y ahora se siente observado. Teme molestar a alguien y por eso borra las entradas que considera maliciosas. El lector no se toma demasiado en serio esos escrúpulos. Iñaki Uriarte es un eficaz satírico de las tonterías del mundo contemporáneo y sabe poner a cada uno en su lugar, llámese Vargas Llosa o Chillida, o a tantos conocidos de los que no da nombre, ni  falta que hace. Actúa siempre con exquisita cortesía, como no queriendo molestar, pero sabe dar con el punto flaco. Así termina su referencia a la monja de un convento de clausura que les vende dulces a través del torno: “Nos cuenta que son veintidós monjas, seis de ellas jóvenes. Hay incluso una negrita recién llegada de Kenia que no sabe una palabra de español. Pienso en el puticlub Jamaica que hemos dejado atrás en la carretera”.
            Los diarios de Iñaki Uriarte, estemos o no de acuerdo con sus observaciones (lo estamos casi siempre), son uno de esos libros que nunca cansan y a los que nunca nos cansamos de volver.   


sábado, 14 de marzo de 2015

Óscar Hahn, Loewe de línea clara


Los espejos comunicantes
Óscar Hahn
XXVII Premio Loewe
Visor. Madrid, 2015.

Hasta hace poco había dos clases principales de premios de poesía: aquellos a los que había que presentarse, generalmente de manera anónima, destinados a poetas nuevos o poco conocidos, y aquellos otros a los que se daban sin necesidad de presentarse y que por lo general reconocían una larga trayectoria literaria. Los primeros eran, y son, innumerables, desde el veterano Adonais hasta el sustancioso Loewe, pasando por los que convocan editoriales, ayuntamientos, diputaciones; los segundos siempre se han contado con los dedos de una mano: el Premio de la Crítica, el Nacional de Literatura, el Cervantes, el Príncipe de Asturias.
            Últimamente las cosas han comenzado a cambiar. A Claudio Rodríguez, Ángel González o Francisco Brines, tras ser descubiertos por el Adonais, no se les ocurriría participar en ningún otro concurso. Luis Antonio de Villena, Jaime Siles o Guillermo Carnero, a pesar de que ya están en las páginas de la historia literaria, no dudan en competir por los más sustanciosos galardones (a veces los mismos en los que ellos actúan habitualmente de jurados).
            Por eso sorprende menos, aunque algo sorprende, que el premio Loewe lo haya obtenido en su última convocatoria Óscar Hahn, un poeta chileno de 1938, cuyas poesías completas, Archivo expiatorio (1961-2009), prologadas por Luis García Montero, ya habían sido publicadas por la editorial Visor.
            Los espejos comunicantes es un libro de fácil lectura y de apariencia menor. A más de un lector le extrañará encontrarse con un poema infantil inspirado en una historia de E. T. A. Hoffmann: “Muñequitas de madera / lindas muñecas mecánicas / todas con ojos de vidrio / y colorete en la cara”.
            Tampoco falta el poema que es poco más que simplismo y buenas intenciones. “¿Es que existe en el mundo alguna guerra / que no sea sucia?” comienza el titulado “Guerra sucia”. Y en “Nueva paradoja de Zenón” critica que haya países donde a los dieciocho años un joven no puede beber alcohol, pero puede ser enviado a la guerra.
            Son los inconvenientes de una estética realista que, al no jugar a oscurecer el verso o a destruir el lenguaje, no puede encubrir ninguna incursión en la obviedad o el tópico.
            Pero en el epigonal y a ratos algo desganado Los espejos comunicantes sigue estando presente el gran poeta que es Óscar Hahn, un poeta de línea clara, refractario a las vanguardias, uno de los más notables poetas de este tiempo.
            Los mejores poemas del libro nos cuentan una historia emparentada con la literatura fantástica. En “El recién llegado”, el difunto “que no sabe / todavía dormir el sueños eterno”, “mira a su alrededor desorientado / como cuando una noche despertamos / en una habitación desconocida / y buscamos el cielo raso, el cuadro / familiar el teléfono las fotos / y nuestra ropa encima de la silla”.
            “Teoría de la relatividad” nos cuenta una historia de fantasmas (no es la única); el imaginario de ciertas películas de terror o de ciencia ficción aparece en otros poemas, y en “Transformers” le sirve para conseguir un original poema erótico.
            No desdeña el humor Óscar Hahn (“Reloj de pie”) que contrasta con el directo sentimentalismo de otros poemas: “un amor indecible como este loco amor”.
            Los defectos son la otra cara de las virtudes de un poeta; cada estética permite determinados aciertos, posibilita determinadas caídas. La poesía fácil de Óscar Hahn –fácil de leer y en algunos casos diríamos que fácil de escribir– resulta memorable en poemas como “En la tumba del poeta desconocido”, “Solitude” o “La suprema soledad”, dedicado a Miguel de Unamuno.
            A partir de cierta edad, los poetas no escriben nuevos libros de poemas, sino solo poemas sueltos que añadir a una obra ya hecha. Es quizá lo que le ocurre a Óscar Hahn en Los espejos comunicantes.


sábado, 7 de marzo de 2015

El arte de la entrevista


Vidas contadas
Marino Gómez-Santos
Renacimiento. Sevilla, 2015.


César González-Ruano, uno de los maestros de Marino Gómez-Santos, definió la entrevista periodística como "la necesidad al servicio de la vanidad". Y lo explicaba --precisamente en una conversación con Gómez-Santos-- de la siguiente manera: "Casi nadie ha ido a hacer una entrevista a nadie con ganas, sino por ganarse unos duros con la colaboración de un tío conocido que, el ochenta por ciento de las veces, a la juventud naturalmente iconoclasta del que le hace la entrevista, le parece una especie de memo afortunado".
            Marino Gómez-Santos, ovetense de 1930 que a los veinte años se plantó en Madrid con un libro sobre Clarín bajo el brazo y lleno de ambiciones literarias, se hizo en seguida un nombre como renovador del no demasiado valorado género de la entrevista. Eran las suyas largas conversaciones no sujetas a la inmediata actualidad ni tampoco atenidas a un cuestionario previo. Sus primeros éxitos los consiguió acercándose a los grandes nombres de la España anterior a la guerra civil. Todo aspirante a escritor que llegaba entonces a Madrid lo primero que hacía era "ir al café Gijón y luego a casa de don Pío para hacerle una entrevista". Él no solo fue al café Gijón sino que le dedicó un espléndido libro que causó cierto escándalo y no entrevistó una vez a Baroja, sino docenas de veces, e incluso le ayudó en alguna de sus obras epigonales, tan reiterativas como llenas de encanto.
            Las entrevistas de Gómez-Santos se publicaban en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, a lo largo de toda una semana. Muy pronto comenzaron a recopilarse en libros, como Diálogos españoles, de 1958, o a formar ellas mismas un pequeño volumen, como Gregorio Marañón cuenta su vida, de 1961.
            Vidas contadas reúne una selección de las conversaciones con escritores. Comienza con dos que ya se incluían en la primera recopilación, las dedicadas a Azorín y a Marañón, y que están entre las mejores suyas. La conversación –es un decir-- con Azorín tiene el encanto de sus libros últimos, llenos de minucias eruditas y de destellos de inteligencia bajo su aparente grisura. Azorín ya era entonces, y desde hacía décadas, "el caballero inactual"; esa inactualidad contribuye paradójicamente a que su interés se mantenga intacto.
            A Marañón, una de sus grandes admiraciones, junto a Severo Ochoa, le dedicaría luego Gómez-Santos una ejemplar biografía, que no le quita valor a la síntesis biográfica preparada en varias visitas al mítico cigarral de los Dolores. De los liberales que trajeron la república y que pronto se desengañaron de ella, Marañón fue el único que consiguió ocupar un lugar destacado en la España franquista, como ya lo había ocupado, antes de hacerse republicano, durante el reinado de Alfonso XIII. Y lo hizo sin traicionarse nunca a sí mismo. Algo de su secreto se desvela en estas páginas pioneras.
            De gran interés, nada envejecida, resulta también la entrevista con Alejandro Casona a su vuelta del exilio. Es un Casona que no acaba de entender la paradoja de que le aplaudan los que le denostaban cuando el estreno de Nuestra Natacha y le ataquen los que le aplaudieron entonces, o sus herederos ideológicos. En la entrevista --que algo tiene de testamentario: Casona moriría imprevistamente no mucho después-- rememora su infancia asturiana, las andanzas con las Misiones Pedagógicas, la imposibilidad ya de un verdadero regreso: "A mí me ocurre ahora aquello que decía Rusiñol, que cuando el español va a América y vive un tiempo allí, termina teniendo dos patrias que son España y América, y después acaba teniendo una sola que es el barco, porque siempre quiere venir y cuando ha llegado está deseando volver".
            No todas las entrevistas que se recopilan en este tomo han envejecido igual de bien. Distante nos resulta Ignacio Agustí, tan distante como su literatura, y en exceso elusivo Wenceslao Fernández Flórez, un personaje que, como reconoce el propio Gómez-Santos, "se le escapó casi entero de las manos".
            No ocurre lo mismo con Eugenio Montes, quizá el más brillante estilista de la Falange, y un escritor con muchos recovecos --fue poeta ultraísta antes de dejarse deslumbrar por el clasicismo romano-- que no puede limitarse a su adscripción ideológica.
            A una etapa distinta pertenece la entrevista con Vicente Aleixandre, en la que nos sorprende encontrarnos al poeta Justo Jorge Padrón, momentos antes de recoger el Nobel de Aleixandre, "como un torero en las horas previas de su actuación en la plaza", tumbado en su suite del Gran Hotel, "rodeado de bellísimas mujeres". Luego se pasaría la noche "bailando con aquellas bellísimas mujeres que parecían damas de corte para un príncipe". Fue el máximo momento de gloria, de gloria prestada, del poeta canario.
            En sus entrevistas de la primera época, en sus memorias, tituladas muy significativamente  La memoria cruel, Marino Gómez-Santos ha acertado a contarnos como nadie la novela de la literatura, con sus figuras y sus figurones. Él mismo, a sus ochenta y cinco años, es todo un personaje que no cree haber recibido el reconocimiento que merece; le hace falta un entrevistador con idéntico talento e idéntica ambición que él tenía hace sesenta años.