Víctima de la
piedad. Araceli Zambrano
Pedro Chacón
Pre-Textos. Valencia,
2023.
Apasionante la historia que nos cuenta Pedro Chacón, buen
conocedor de la vida y la obra de María Zambrano, en Víctima de la piedad,
pero a ratos dudamos de si el ligero artificio novelesco con que se nos narra
resulta o no necesario. El libro lleva un apéndice de fotografías y documentos
(uno de ellos estremecedor en su torpe sintaxis burocrática) y quizá hubiera
sido preferible una biografía sin novelar de Araceli Zambrano, la hermosa y
desdichada hermana de quien tan atinadamente supo entreverar filosofía y
poesía.
María Zambrano, nacida en 1904, siempre
sintió devoción por su hermana Araceli, siete años más joven. En ella veía “una compensación para nuestros
padres de todo lo que yo no podía llevarles, la alegría, la belleza, la
ternura, la bondad inmensa”. Cuando volvió a retomar el contacto, tras los
desastres de las dos guerras, la española y la mundial, ya no la abandonaría
hasta su muerte en 1972, y las dos vivieron, primero en Roma, luego en Francia,
en una pobreza laboriosa rodeada de gatos (por culpa de los gatos, y tras
reiteradas denuncias de los vecinos, fueron precisamente expulsadas de Roma) y
con la constante atención de algunos pocos fieles admiradores.
Araceli Zambrano se casó con Carlos
Díez, un joven médico que se había destacado como opositor a la dictadura
primorriverista, en enero de 1931. No tardaría en proclamarse la República como
el mejor regalo de bodas. Pero los nubarrones comenzaron pronto, en lo político
y en lo personal.
El primer capítulo de Víctima de
la piedad se titula “Carlos” y es un monólogo, fechado en septiembre de
1952: “Hace semanas que tomé la decisión y ningún motivo me mueve a retractarme
de ella. Tengo solo cuarenta y ocho años, pero no cumpliré más”. El capítulo
puede leerse de manera independiente. En esas páginas —como en el resto del
libro— la tragedia personal se
entremezcla con la tragedia histórica. Y en medio de todo, está la figura de
Araceli: “No es cierto que mi vida empezara cuando la conocí, pero siempre he
sabido que comenzó a terminar cuando la perdí. Nada queda de aquel rebelde
adolescente, ni de aquel joven apasionado, ni de aquel médico consagrado a su
profesión, ni de aquel ferviente comunista… Nada queda y, por tanto, a nada voy
a poner fin. Tan solo a las sombras de un sueño perdido”.
El siguiente capítulo, “Manuel”, lo
protagoniza el segundo amor de Araceli Zambrano, Miguel Muñoz Martínez, militar
y político republicano que, en 1936, fue nombrado Director General de Seguridad.
Se trata de dos cartas, o de una en dos partes, fechadas el 9 y el 10 de
noviembre de 1942. El documento al que aludíamos al principio es una
providencia del juez Jaquotot Ramón que dice así: “En la Plaza de Madrid, a
treinta de noviembre de 1942. Por recibido despacho de la Inspección de
Juzgados-Segundo Grupo en el que se da cuenta se circulan la órdenes oportunas
para que en el día de mañana, martes primero de diciembre y a las siete horas y
treinta minutos en las inmediaciones del Cementerio del Este, por un piquete al
mando de un Oficial de la Guardia Civil, sea cumplimentada la sentencia de PENA DE MUERTE dictada contra el reo MANUEL MUÑOZ
MARTÍNEZ, únase a
estas actuaciones de su referencia y diríjase oficio urgente y reservado al
Señor Director de la Prisión Provincial de esta Plaza interesando la entrega
del procesado al Oficial que se designe a las siete horas del día de mañana; y
trasládese este Juzgado a dicha Prisión a fin de llevar a efecto la oportuna
diligencia de notificación de la sentencia dictada”. Otra historia de amor y
otro capítulo de la historia de España y de Europa —a Manuel Muñoz Martínez lo
detienen lo alemanes en París— compendiados en una pocas páginas.
“María”, el tercer capítulo, se
fecha en septiembre de 1972 y es un monólogo puesto en boca de María Zambrano.
Nos cuenta la vida de las dos hermanas tras el reencuentro en los años cuarenta.
Habla María con su hermana que acaba de morir, pero a veces nos parece que está
informando a una tercera persona: “Nunca olvidaré tu fracasado viaje a México.
Hacía diez años que Alfonso y yo nos habíamos separado. Él se había ido a
México donde le habían ido bien sus negocios empresariales, por lo que gozaba
de una buena situación económica. Era de justicia que, habiendo sido él quien
había instado la formalización del divorcio, aportara una compensación
económica que pudiera paliar nuestras necesidades”.
Los mismos desajustes entre lo que
se cuenta y la manera de narrarlo encontramos en el capítulo final, “Araceli”.
Consta de dos partes, a modo de anotaciones de diario o de monólogos, una
fechada en París en junio de 1942 y otra en La Habana diez años después. El
tono confesional (“Cada día estoy más preocupada por Manolo. No creo que sea
capaz de aguantar muchos meses encerrado en esa celda de La Santé”) contrasta
con otro meramente informativo, como de narrador en tercera persona: “Se había
acogido a la ley Azaña y abandonado la carrera militar tras haber combatido
varios años en Marruecos, pero su trayectoria como político parecía estar consolidada:
militaba en la Izquierda Republicana, tenía amplios apoyos entre los
francmasones y había sido elegido en Cortes en las tres convocatorias de
elecciones generales que se habían celebrado durante la República”.
Las cartas y los fragmentos de diario
que se reproducen facsimilarmente en el apéndice nos hacen imaginar otro libro
que deje de lado la ficción y se atenga a la reconstrucción biográfica, pero
tal como está se lee con emocionado interés que no decae en ningún momento.