–-¿Qué criterio sigues en tus lecturas? ¿Cómo escoges los
libros del día, o de la semana?
–-Ninguno. El azar y el capricho.
Creo que nunca he leído por obligación, ni siquiera cuando era estudiante. Por
lo general, las lecturas obligatorias de las distintas asignaturas ya las había
leído cuando no eran obligatorias.
––Vamos a ver lo que tienes sobre
la mesa. Cartas a un mayordomo, de
Giacomo Casanova. ¿Escribió algo más Casanova que la famosa historia de su
vida?
––Mucho. Muchísimo. Era un
grafómano. Pero lo único que tiene interés son sus escritos autobiográficos. A
estas Lettres au Sieur Faulkircher par
son meilleur ami Jacques Casanova de Seingalt, que ese es el irónico título
original, le sigue una obra de teatro, El
polemoscopio, una nadería. Como es bien sabido, los últimos años de su vida
los pasa Casanova en Dux, como bibliotecario del conde de Waldestein, aunque
con numerosas idas y venidas a distintos lugares. No fueron años apacibles. Los
criados del conde, cuando este se ausentaba, procuraban hacerle la vida
imposible a ese otro criado –así lo consideraban ellos– con pretensiones de
señor. El príncipe de Ligne, que era tío del conde y trató a Casanova en esa
época, nos ha dejado un divertido retrato del quisquilloso personaje: “No ha
habido día en la casa sin una pelea por su café, su leche, su plato de
macarrones, que exigía. Que si el cocinero le había hecho mal la polenta, que
si el caballerizo le había dado un mal cochero para venir a verme, que si los
perros habían ladrado toda la noche, que si más invitados de los que se
esperaban le habían obligado a comer en una pequeña mesa. O que un cuerno de
caza le había desgarrado el oído con su sonido cortante o desafinado”. La anécdota
central de las Cartas a un mayordomo
(el robo de un retrato suyo y la aparición en el retrete) también la refiere Ligne en
su “Fragmento sobre Casanova”, donde fundamentalmente resume las memorias, que
él leyó antes que nadie, cuando parecían destinadas a permanecer para siempre
inéditas.
––No sé que tal estarán esas Cartas a un mayordomo, pero yo creo que
el capítulo final de las memorias de Casanova lo escribió Arthur Schnitzler.
––Completamente de acuerdo. Su El regreso de Casanova es una obra maestra
desde la primera frase: “A sus cincuenta y tres años, cuando hacía ya tiempo
que Casanova no era acosado a través del mundo por el placer de aventuras de su
juventud, sino por el desasosiego de una vejez próxima, sintió crecer en su
alma tan impetuosamente la nostalgia de Venecia, su ciudad natal, que como un
ave que desde las alturas del aire desciende poco a poco para morir comenzó a
dar vueltas en torno a ella en círculos cada vez más estrechos”. Las Cartas a un mayordomo, traducidas y
anotadas por Jaime Rosal, son una curiosidad para casanovistas, un complemento
de sus inagotables memorias, por fin completas en español gracias a la
editorial Atalanta. Yo lo leí entero mientras tomaba un café y me imaginaba lo
que debía ser la vida de un noble y de su servidumbre a finales del siglo XVIII
cuando la revolución francesa había dado ya el tiro de gracia a toda una época.
–-¿Y no te parece un salto
demasiado grande pasar del siglo XVIII y de tu admirado Casanova a Los mercados financieros, de Vicente Varó?
––Siempre me han interesado mucho
los libros de divulgación. Como soy un ignorante en física, en matemáticas, en
economía, en casi todo, me paso la vida leyendo sobre física, sobre
matemáticas, sobre economía, para tratar de entender algo. Del libro de Varó he
aprendido muchas cosas. La primera, a dejar a un lado el pensamiento mítico,
tan generalizado ahora con la crisis: que si la culpa la tienen los banqueros o
los especuladores o Angela Merkel o la desregulación del mercado o la
globalización. El mundo de la economía es más complejo y a la vez más simple de
lo que piensan algunos. Los grandes fondos de inversión, esos que al parecer
pueden hundir un país con sus movimientos especulativos de capital, no
funcionan de otra manera que como el buen padre de familia que ha ahorrado unos
miles de euros: quieren cobrar el máximo interés por su dinero con el mínimo
riesgo. Pero a mayor interés mayor riesgo. Nos quejamos de los Hedge Founds,
esos agresivos fondos de inversión domiciliados a menudo en paraísos fiscales,
sin saber que el dinero que manejan a veces es también en parte nuestro: en
ellos participa la Compañía
de seguros que tenemos contratada o nuestro fondo de pensiones.
––No te entiendo.
––Pues lee el libro. Te aclarará
estas y otras cuestiones. En economía todo lo que beneficia por un lado
perjudica por el otro. Por eso lo peor son los simplismos radicales. Yo he
descubierto leyendo a Varó que soy un pésimo gestor de mi propio dinero.Pero
para gestionarlo mejor debería dedicar más tiempo a mis pocos ahorros y
prefiero perder algo de dinero a perder el tiempo.
––Se conoce que no tienes hijos.
Pero hablemos de literatura. Aquí veo un volumen que parece dedicado a Claudio
Rodríguez, que aparece muy joven y elegante recortado sobre la portada blanca.
––Se trata de la cuarta entrega
de Aventura, el anuario del Seminario
Permanente Claudio Rodríguez, de Zamora. En el 2012 celebraron un congreso y
organizaron una magnífica exposición. Aquí se recogen las actas y el catálogo. Claudio
Rodríguez fue un poeta con suerte. Desde los dieciocho años, cuando publicó su
primer libro, se le consideró uno de los poetas fundamentales de su generación,
si no el fundamental, y así se le ha seguido considerando después de su muerte,
sin esa etapa de purgatorio de la que no suele librarse nadie.
––Y no ha tenido problemas de
herencias y viudas, como suele ser habitual. Ha tenido más suerte que Ángel
González.
––Mejor no hablemos de eso.
Susana Rivera, su viuda, ya ha conseguido lo que quería: deshacer todo lo que
él dejó dispuesto. Ahora hay que pasar página.
––Qué curioso que la fortuna
póstuma de un escritor dependa en buena medida de sus herederos.
––Por eso yo he decidido no tener
herederos. Toda mi obra es, desde el mismo instante en que se publica, del
dominio público. Como la de Garcilaso o la de Cervantes. Nadie puede poner
caprichosas trabas a su difusión.
––Ya. Pero no todas las obras de
dominio público son como las de Garcilaso o Cervantes. La inmensa mayoría se
pudren en el más inmisericorde olvido, no interesan a nadie.
––Pero, si interesan, que no
dependan del capricho de los herederos. ¿Te imaginas un sobrino homófobo que
impida la reedición de La realidad y el
deseo? Legalmente, podría.
––¿Algún estudio que no haya que
perderse en este tomo sobre Claudio Rodríguez? ¿Alguna aportación novedosa o
todo es reiteración y eso que tú llamas “basura curricular”?
––Mucho bla bla bla bien
intencionado, mucha acrítica hagiografía, pero también textos de interés. A mí
me ha divertido una anécdota que cuenta Ángel Rupérez en la intervención
inicial. “Por ser un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto y
ético, Claudio no participó en las oscuras maniobras tan frecuentes en el mundo
literario y poético, sobre las que –forzado por circunstancias que me afectaban
directamente a mí– me reveló algunas
anécdotas que me ayudaron a comprender el alcance de esas maniobras, de las
que, hasta entonces, yo apenas tenía noticia”. Cuenta a continuación, tirando
la piedra y escondiendo la mano, como suele ser habitual, en qué consistieron
esas oscuras maniobras que le afectaron directamente: “Yo por entonces –1989– había
presentado un libro a un premio de poesía casi recién establecido y ocurrió que
casi se lo arrebata al designado desde el comienzo con una cruz para ganarlo,
según el relato de Claudio, en el que la ciudad de Viena tuvo algo que ver.
Octavio Paz habló inmejorablemente bien de ese libro en los periódicos, ya
fallado el premio, y con lástima por la mala suerte que tuvieron esos poemas al
no poder recibir siquiera la compensación de la pedrea, que caía sobre los
menores de 30 años (yo por entonces ya tenía 36). Así las cosas, en plena
resaca de estos hechos, Claudio, mientras paseábamos por la calle Lagasca con
la primavera pisándonos los talones, sin duda con la intención de ayudarme pero
sin que pareciera que lo estaba haciendo, dijo, con su característica
entonación, quizás un tanto involuntariamente zumbona: ¿Sabías que a mí
quisieron arrinconarme tales y cuales poetas, con medios influyentes…?”
––Y ahora tú pondrás los puntos
sobre las íes, nombres y apellidos en ese anecdotario. Te conozco.
––Me conoces demasiado bien. Ese
premio recién establecido era el Loewe, que en 1989 ganó Jaime Siles, durante
un tiempo, quizá por esas fechas, director de la Casa de España en Viena. Del
jurado formaban parte Octavio Paz, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Antonio
Colinas, Pere Gimferrer, Juan Luis Panero y Luis Antonio de Villena. No Claudio
Rodríguez, por lo que, si le contó que “casi se lo arrebata al designado desde
el comienzo con una cruz para ganarlo”, estaba hablando de oídas, transmitiendo
un chisme de difícil confirmación. ¿Y quién había designado desde el comienzo
al libro de Siles, Semáforos, semáforos,
como ganador? ¿Enrique Loewe, el mecenas de los premios? Si es así, cosa
improbable, habría razones para protestar. Pero si fue la mayoría de los
miembros del jurado, se equivocaran o no, nada hay que decir. Son las reglas
del juego. Un premio literario lo gana el libro que cuenta con la mayoría de
los votos del jurado, sea o no el mejor (resulta obvio que para el resto de los
participantes, como ocurrió en el caso de Ángel Rupérez, el mejor es el
suyo). ¿Demuestra esa anécdota que
Claudio Rodríguez era “un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto
y ético”? En absoluto, me parece a mí. Demuestra más bien el resentimiento de
Ángel Rupérez por no haber ganado un determinado premio literario, un
resentimiento tan grande, tan inolvidable, que no tiene inconveniente en
sacarlo a relucir, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Duero por
Zamora, en la conferencia inaugural de un congreso dedicado a la poesía de
Claudio Rodríguez, no a los traumas de su comentarista.
––Menos mal que Ángel Rupérez, un
excelente traductor de poesía inglesa, no nos está escuchando. No le gustaría
nada oír eso que dices. ¡Y quién me iba a decir a mí que te iba a oír defender
la limpieza del premio Loewe, donde pincha y corta tu denostado Villena!
––No es corrupción todo lo que
reluce, amigo Piquero. Si se respetan las bases (plazo de presentación, anonimato)
y la decisión del jurado, no hay manipulación, solo error de apreciación, si se
premia a un libro que a juicio de otros no es el mejor de los presentados.
–-¿Y acertó o no, en tu opinión,
el premio de poesía Hiperión al concederse a ese último libro que tienes ahí, Baile de máscaras, de José Manuel Díez?
––Déjame que te lea antes otro
breve fragmento de Aventura. Fermín
Herrero, Ada Salas y Alberto Santamaría participan en un coloquio sobre la
poesía de Claudio Rodríguez. Ada Salas
cuenta así cómo le conoció: “Yo daba clases en los cursos para extranjeros de
Santander, era verano, y en una fiesta con estudiantes llegó un señor que me
agarró y me sacó a bailar. Casi toda la noche. Y resulta que era Claudio
Rodríguez. Pasaron cosas con el maestro, claro, yo bailaba con él y él me
recitaba sus poemas. Fue un momento extraño, hipnótico, fantástico y
fantasmagórico, como sus poemas”.
––“Me agarró y me sacó a bailar”,
“pasaron cosas”, “me tuvo toda la noche”… Como sueles decir tú, citando a Rubén
Darío, “toda exégesis en este caso eludo”. Mejor pasemos al libro de José
Manuel Díez. Me han hablado muy bien de él.
––Es un libro agradable, bien
escrito, con algunos buenos poemas, pero en gran medida más un ejercicio
literario que otra cosa. Un ejercicio literario que toma como modelo la poesía
culturalista de los años setenta (prescindiendo de los coqueteos vanguardistas
de los novísimos) y especialmente la del más encorsetado José María Álvarez.
Los títulos son largos y explicativos, más propios de las páginas de cultura de
un periódico que de un poema: “El novelista Stefan Sweig comparte con su
segunda esposa, Charlotte Altmann, su decepción por la ocupación nazi en
Europa, antes de suicidarse juntos (Bairro de Duas Pontes, Petrópolis, 1942)” ,
“Klaus Mann planea su suicidio como símbolo de rebelión intelectual (Maison
Villa Madrid, Cannes, 1949)”. Y el poema no siempre se corresponde con lo que
los títulos anuncian. El dedicado a Góngora, por ejemplo. Ese poeta que se
encuentra con una gitanilla que le dice la buenaventura lo mismo podía ser
Góngora que Pablo García Baena que cualquier otro. El poema adopta a menudo la
forma de un monólogo dramático (está puesto en boca de un personaje concreto en
una determinada situación), pero rara vez resiste una lectura atenta. Un
ejemplo puede ser “El soldado Paul Smith aprieta los dientes con el mar del
Norte por la cintura (Sector Fox Red. Litoral de Normandía, 1944)”, donde el
protagonista se define como “cristiano protestante” (pero los protestantes no
se llaman a sí mismos de esa manera), dice que en su fusil custodia “la sombra
de una bala para Hitler” (¿y por qué la sombra de una bala y no simplemente una
bala?, ¿para mantener la cadencia del endecasílabo?), desea “que las olas
respeten nuestro bote” (¿pero no estaba con el agua hasta la cintura?), sabe
que no pisará “nuevamente la arena” (¿pero ha pisado ya la arena de la playa a
la que se dirige?), se refiere, a lo largo de todo el poema, a su “postrer
pensamiento” porque “ha silbado un obús a sus espaldas” (¿pero no debería venir
de tierra, o se había dado la vuelta y trataba de volver al barco?).
––¿Y si se trataba de fuego amigo?
No sigas, no sigas. A mí me parece que la poesía no hay que leerla así, como si
fuera una tesis doctoral. He hojeado Baile
de máscaras mientras tú hablabas y está lleno de versos memorables: “Porque
el dolor existe, nos amamos”. Lo que a ti te parece un defecto a mí parece un
mérito: el de ser un libro muy elaborado, muy construido, no una colección de
poemas sueltos. Basta hojearlo para darse cuenta de que es obra de un autor que
ha leído bastante, que tiene muy variadas inquietudes intelectuales,
preocupaciones éticas y estéticas, y que conoce bien su oficio, cosa rara en
tantos poetas jóvenes.
––Puedo estar equivocado, no diré
que no.