La suerte del escritor viajero
Toni Montesinos
Prólogo de José María Conget
Editorial Polibea. Madrid, 2015.
Los libros de viaje, durante siglos, tuvieron
una doble función: la de sustituir o la de preparar el viaje. Hacían soñar con
tierras exóticas que el lector común sabía que no iba a pisar nunca, como el
relato de Marco Polo sobre la China legendaria, o eran un complemento de las
guías de viaje.
Hoy
en día esa función se ha atenuado bastante: los largos desplazamientos
recreativos ya no están solo al alcance de unos pocos y hay otras vías más
actualizadas y ágiles de informarse.
Pero
los libros del
escritor viajero no han perdido nada de su atractivo. Nunca fue la función
utilitaria la principal en ellos. Pretenden ser, antes que
nada, literatura, un género de no ficción que, como suele ocurrir, incluye
mucha ficción. El escritor que narra sus viajes confunde con frecuencia lo que
ha visto con lo que ha soñado, no acierta a separar lo vivido de lo leído.
Quizá
toda literatura sea literatura viajera. El viaje de la vida, un viaje en el que
no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos (o lo sabemos demasiado bien),
constituye una de las metáforas más antiguas y frecuentadas.
Toni Montesinos, prolífico escritor joven que ha tentado todos los géneros,
tiene en los libros su mejor guía, por esos sus crónicas literarias llevan al final
una minuciosa justificación bibliográfica de las citas. Comienza glosando, en
un irónico prólogo, a Julio Camba y
luego siguen las huellas de Edgar Allan Poe en Baltimore, de Lampedusa en
Sicilia o de Pedro Salinas en Puerto Rico. Cita abundantemente, lo que es de
agradecer, y en ocasiones parece ofrecernos la reseña de alguna publicación o ll
reportaje periodístico de algún congreso al que ha sido invitado.
No
duda en hacer afirmaciones contundentes que a veces bordean al tópico. El más
habitual en esta clase de libros es el denuesto del turista. En las notas sueltas dedicadas
a Florencia --una ciudad que le defraudó--
escribe: "Aquí no existe el viajero; solo el turista que devora
piedras y que mira un libro donde se desglosa la ciudad en una edición crítica
con notas a pie de suelo".
Pero el viajero que detesta a los turistas, visto desde fuera, no es más
que otro turista que entorpece el paso en el Ponte Veccio o en la Piazza della
Signoria. Y el ingenioso final de la frase se aplica menos al turista habitual
que al ilustrado a la manera de Montesinos para el que todas las ciudades están
llenas de notas "a pie de suelo" o en las lápidas conmemorativas y en
los recovecos de la memoria.
A
Toni Montesinos le gustan las afirmaciones rotundas: "En España no existe
la crítica honesta e independiente y se doblega ante las instituciones y grupos
editoriales". En España existe la crítica y existen las reseñas que no son más
que publicidad editorial por otros medios; pero eso es algo que este país tiene
en común con cualquier otro país y este tiempo con cualquier otro tiempo. No hubo nunca una Edad de Oro: cuando el escritor que quería vivir de la
literatura (y no solo sobrevivir en ella) no dependía del mercado, dependía del
mecenazgo de algún noble (como Cervantes o Quevedo), del Estado, ese ogro
filantrópico, o del Partido (recordemos a Pablo Neruda), lo que no era
precisamente mejor.
Las referencias
autobiográficas no siempre son igualmente rosáceas. En el capítulo que se ocupa de Amsterdam, "la ciudad del
silencio", se alude al "barrio miserable" en que transcurrió su
adolescencia y a su miedo a las bandas ("sobre todo después de que una
tarde me propinaran puñetazos y patadas, sentado en un vagón del metro, sin que
nadie se atreviese a levantar la voz ante la agresión en grupo") y a los
locos callejeros. casi siempre inofensivos, pero a los que imagina "de
repente gritándome, pegándome, escupiéndome, mirándome con la intensidad de su
propia imagen despreciándose ante un espejo". De esta segunda fobia, como
de la primera, Montesinos conoce la explicación, serían representaciones del
padre "un individuo con alma diabólica que destruía todo a su paso y que
ahora debe de ser solo un vagabundo".
Hay
suficiente variedad de piezas en este irregular mosaico como para que cada
lector encuentre alguna de su gusto. No importa que conozcamos o no los lugares de
los que se nos habla (la soñolienta y exasperada Cuba, el Brooklyn más
desolado, "el campo de los Red Rox, una tarde bostoniana de verano")
ni tampoco que coincidamos o no con sus opiniones literarias.
Nada mejor para llenar los tiempos muertos del viaje de la vida que
escuchar lo que nos tienen que contar otros viajeros. Esa fue la
primera función de la literatura y quizá sea su principal función.