Conversaciones y
semblanzas de hispanistas
Juan Manuel Rozas
Edición de José
Manuel Rozas
Renacimiento.
Sevilla, 2023.
Hay libros que prometen más que lo que dan y otros, pocos,
todo lo contrario. Conversaciones y semblanzas de hispanistas, de Juan
Manuel Rozas (1936-1986), pertenece al segundo grupo. El título, la poco
atractiva cubierta —con la
foto del autor—, la edición a cargo de su hijo, José Luis Rozas, el que se
trate de una recopilación de artículos publicados e inéditos escritos hace más
de cincuenta años, nos hace pensar en un benemérito homenaje, de interés solo
para amigos y discípulos.
Pero el libro es muy otra cosa. Es
un obra inacabada, pero concebida unitariamente, a finales de los sesenta, cuando
el autor —que se había presentado ya a su primera oposición a cátedra— había
dado muestra de que iba a convertirse en uno de nuestros primeros filólogos. Se
trata de una obra autobiográfica, pero en la que el autor solo en raras
ocasiones ocupa el primer plano. También deja de lado los principales
acontecimientos de aquellos “amenes” —que diría Valle-Inclán— del franquismo. Ha
leído En torno al casticismo y sabe que la Historia con mayúscula, la
que se resume en los manuales, no se entiende sin los pequeños hechos
cotidianos que la hacen posible, lo que Unamuno llama la intrahistoria y de la
que Rozas se ocupó en uno de sus memorables ensayos Intrahistoria y literatura,
de 1980.
Cuando comienza a escribir estas
conversaciones y semblanzas, Rozas tiene en mente libros como Los
encuentros, de Vicente Aleixandre, o Imagen primera, de Alberti,
pero el no pretende ocuparse de los creadores, como suele ser habitual, sino de
los estudiosos, más desatendidos, salvo en los convencionales obituarios de las
revistas de su especialidad. Rozas no quiere limitarse a la hagiografía propia
de esas ocasiones. Aunque suele tratar de personas que admira, de vez en cuando
condesciende a la caricatura, como en el caso de Manuel Criado de Val, y alude
con frecuencia, callando lo mucho que podría decir, a los que representaban el
poder franquista en la universidad, como Joaquín de Entrambasaguas.
Algo de comedia humana en miniatura tiene
este libro, en el que apenas hay mujeres (signo de la época) y en el que
encontramos un claro protagonista, Antonio Rodríguez Moñino, el gran maestro de
la bibliografía, y no solo, que tuvo su cátedra, no en la universidad (al menos
no en la universidad española), sino en la mesa de un café, el Lion. Rodríguez
Moñino, además de un estudioso al que le cabían todos los archivos y todas las
bibliotecas en la cabeza, fue un personaje con luces y sombras en su
comportamiento durante los días de la guerra civil (Rozas no deja de referirse
al asunto de las monedas de oro incautadas en el Museo Arqueológico y luego
desaparecidas) y cierta ambigüedad política después. En los capítulos que se le
dedican, se hacen muy lúcidas reflexiones sobre la bibliografía (esa cenicienta
de los estudios literarios) y la bibliofilia, además de sobre la edición de
clásicos, asunto del que también se ocupa al hablar de José Manuel Blecua.
Juan Manuel Rozas fue un apasionado
bibliófilo, un enamorado de los libros, algo menos frecuente de lo que pudiera
pensarse en los catedráticos de literatura. En el prólogo —modélico, lo mismo
que las minuciosas notas—, su hijo cita un fragmento de su diario inédito,
escrito entre los catorce y los veintidós años, en que nos cuenta su visita a una
librería de viejo y la emoción con que acaricia sus hallazgos en el autobús de
vuelta a casa. No es extraño por ello que de grandes librerías particulares y
de libreros de viejo se hable en este libro, aunque no se redactara el capítulo
anunciado sobre estos últimos.
De los enfrentamientos entre
estudiosos, de la novela de la erudición, se deja igualmente constancia. Juan
Manuel Rozas se inició como investigador en el CSIC, campo ocupado por los
vencedores de la guerra civil (Entrambasaguas le dirigió su tesis sobre
Villamediana), pero Rodríguez Moñino, gran cazador y alentador de talentos,
pronto se fijó en él y le ayudó a pasar al campo contrario.
Algunos de los capítulos,
reelaborados, se publicaron en revistas como Ínsula. Otros eran
impublicables entonces, como los que se refieren al miedo insuperable de Dámaso
Alonso tras la guerra civil: “Del Dámaso de aquellos años cuentan cosas
tremendas, como que pedía protección de rodillas a los políticos”. Recién
jubilado, le cuenta su desengaño de la universidad: “empecé con ilusión, pero
vi que había unos hilos que se movían por debajo y me fueron arrinconando y
cada día mis clases fueron más pobres y de divulgación”. Dámaso Alonso —aclara
Rozas—querría haber explicado Literatura, no Filología Románica.
Escrito a vuela pluma, sin corregir,
el tiempo quizá ha sido más benévolo con Conversaciones y semblanzas de
hispanistas —el título, no excesivamente afortunado, es suyo— que con los
de mayor vuelo literario redactados en los últimos años, cuando se dedicó
intensamente a la poesía. Le pasa un poco lo que a Cansinos, al que leemos con
más gusto en su La novela de un literato, apresurados apuntes de diario,
que en sus almibaradas novelas y prosas críticas.
En uno de los más memorables
capítulos del libro, que desde el título se nos da como “intermedio”, quiere
deliberadamente Rozas hacer literatura autobiográfica a la vez que homenajea a
Azorín. Nos habla de sus veranos en la finca de “Los Pozos” y nos hace añorar unas
memorias que no escribió, pero de las que estas inéditas Conversaciones y
semblanzas habrían sido un espléndido anticipo.