José Díaz Fernández
El cine y otras prosas de juventud
Edición y prólogo de Alfonso López Alfonso
Ateneo Obrero de Gijón, 2011
Es un tópico afirmar que la mejor literatura se escribe en los periódicos. Un tópico que, como todos, tiene algo de verdad y bastante de exageración. Más exacto resultaría decir que buena parte de la mejor y de la peor literatura de los dos últimos siglos, antes de aparecer en forma de libro, ha pasado por las frágiles, fugaces y volanderas páginas de diarios y revistas.
Ha pasado y, en muchos casos, se ha quedado allí para siempre. Las hemerotecas son verdaderas grutas del tesoro para el investigador y para el simple lector curioso. José Ramón González rescató hace unos años las Crónicas de la guerra de Marruecos del escritor asturiano (aunque nacido en una aldea salmantina) José Díaz Fernández. En esas crónicas incisivas y amargas se encuentra la urdimbre de su obra mayor, El blocao, pero no son un simple borrador, valen por sí mismas.
Alfonso López Alfonso rescata ahora, también en una de las tan meritorias como inencontrables ediciones del Ateneo Obrero de Gijón (Díaz Fernández fue secretario del centro y uno de sus más activos colaboradores), sus primeros trabajos periodísticos, escritos a partir de los diecinueve años. Aparecieron en Asturias, una de las muchas revistas dirigidas a los emigrantes asturianos, que comenzó a publicarse en Cuba el año 1913. Junto a la minuciosa información de todos los concejos (a los emigrantes les gustaba estar al tanto de cuanto pasaba en su tierra) incluía un suplemento de artes y letras con las mejores firmas vinculadas a la región: poetas como el desaforado modernista Alfonso Camín o el bablista Teodoro Cuesta, estudiosos como Adolfo Posada o Leopoldo Alas Argüelles (el hijo de Clarín asesinado al comienzo de la guerra civil), entre otros como Juan Antonio Cabezas, Constantino Cabal o José Francés, el más afamado crítico de arte del momento. No comenzaba su tarea periodística José Díaz Fernández en mala compañía.
¿Tarea periodística? Díaz Fernández, desde el principio, no quiere limitarse a contar lo que pasa en el occidente asturiano a sus paisanos de la emigración. Quiere hacer literatura. Eso ya es evidente desde la primera crónica seleccionada, “Castropolenses”, dedicada a describir una romería. El empaque ingenuamente valleinclanesco del estilo muestra su afán de trascender el mero apunte costumbrista.
Varias de estas colaboraciones son relatos (la narrativa dispersa de Díaz Fernández, recopilada también por Alfonso López Alfonso, aparecerá pronto en la editorial Renacimiento) y entre ellos destacan “Almas laberínticas”, “La tragedia de Juan Pérez”, que recuerda los “cuentos tristes” que Fernández Flórez reúne en Tragedias de la vida vulgar, y sobre todo “El lobo”, al que no quitan fuerza sus concomitancias con el mundo de Valle-Inclán.
El costumbrismo es el punto de partida de estas páginas, que quieren alimentar la nostalgia de los que se encuentran lejos. Pero los tópicos de la literatura costumbrista se ven de otra manera. Del chigre, por ejemplo, se nos dice que nada tiene que ver con la taberna de Castilla o de Galicia: “El chigre tiene una psicología distinta, acaso más delicada y más profunda, dentro de lo que cabe en las psicologías de estos lugares en donde se bebe”. Frente a “la moza pringosa de caderas equinas” que sirve en otros lugares “aquí hay un sidrero recio y sabio, que a lo mejor os sorprende haciendo la apología de Marx, o citando a Juan Jaurés, el apostol, y os habla de una humanidad mejor mientras extrae de la colmada estantería la botella que contrae el dorado zumo de las pomaradas”.
¿Gran literatura? No, desde luego. Primeros pasos de un escritor, de un periodista excepcional, que descubre su mundo, que tantea su estilo, que se atreve a hablar en primera persona: “Se me ha acusado muchas veces de escribir en estilo demasiado íntimo. Si esto es un pecado, para él no pido absolución. Soy tan hondamente individualista que, cuando cumplo mi oficio, pienso solo en mí; me esfuerzo en olvidarme de otras ideas que no sean las mías porque hasta tengo el orgullo de mis errores”.
Una muestra de ese estilo íntimo lo encontramos en “Semblanza romántica”, retrato de una mujer “moderna, audaz, cosmopolita”, María Esperanza Cerdán, uno de sus primeros amores, una de sus perdurables admiraciones. De esa mujer, sin duda excepcional, nos quedamos con ganas de saber más: fue maestra en Miranda de Avilés, donde sustituyó a la madre de Casona, según nos cuenta José Manuel Feito; en 1936 era maestra en un pueblo cercano a Madrid; en 1941, cuando se encontraba en paradero desconocido, fue expulsada del magisterio… Un personaje en busca de su autor.
El prólogo de Alfonso López Alfonso, preciso y noticioso, sin farragosa erudición, está escrito con la emoción justa, solo en alguna rara ocasión se le va la mano en la retórica. Tras contarnos que los amigos tuvieron que hacer una colecta para su entierro y que su mujer se pasó la noche cosiendo la cinta de colores republicanos colocada encima del ataúd, escribe: “Triste final, muy del pueblo, para quien había puesto toda su energía y su inteligencia en intentar servir de antorcha que iluminara al pueblo”.
Literatura menor, ciertamente, pero llena de encanto la de estas páginas iniciales de una de las figuras más significativas de la literatura de los años treinta, cuya carrera fue tronchada primero por las turbulencias de la guerra civil y luego, definitivamente, por la temprana muerte en el exilio (en 1941, a los cuarenta y dos años).
Otro regalo de las hemerotecas estas prosas de juventud. Gracias a investigadores como José Ramón González, Alfonso López Alfonso, José Bolado o Antonio Fernández Insuela podemos estar seguros de que no será el último.