jueves, 29 de diciembre de 2011

José Díaz Fernández: Elogio de las hemerotecas

José Díaz Fernández
El cine y otras prosas de juventud
Edición y prólogo de Alfonso López Alfonso
Ateneo Obrero de Gijón, 2011

Es un tópico afirmar que la mejor literatura se escribe en los periódicos. Un tópico que, como todos, tiene algo de verdad y bastante de exageración. Más exacto resultaría decir que buena parte de la mejor y de la peor literatura de los dos últimos siglos, antes de aparecer en forma de libro, ha pasado por las frágiles, fugaces y volanderas páginas de diarios y revistas.
            Ha pasado y, en muchos casos, se ha quedado allí para siempre. Las hemerotecas son verdaderas grutas del tesoro para el investigador y para el simple lector curioso. José Ramón González rescató hace unos años las Crónicas de la guerra de Marruecos del escritor asturiano (aunque nacido en una aldea salmantina) José Díaz Fernández. En esas crónicas incisivas y amargas se encuentra la urdimbre de su obra mayor, El blocao, pero no son un simple borrador, valen por sí mismas.
Alfonso López Alfonso rescata ahora, también en una de las tan meritorias como inencontrables ediciones del Ateneo Obrero de Gijón (Díaz Fernández fue secretario del centro y uno de sus más activos colaboradores), sus primeros trabajos periodísticos, escritos a partir de los diecinueve años. Aparecieron en Asturias, una de las muchas revistas dirigidas a los emigrantes asturianos, que comenzó a publicarse en Cuba el año 1913. Junto a la minuciosa información de todos los concejos (a los emigrantes les gustaba estar al tanto de cuanto pasaba en su tierra) incluía un suplemento de artes y letras con las mejores firmas vinculadas a la región: poetas como el desaforado modernista Alfonso Camín o el bablista Teodoro Cuesta, estudiosos como Adolfo Posada o Leopoldo Alas Argüelles (el hijo de Clarín asesinado al comienzo de la guerra civil), entre otros como Juan Antonio Cabezas, Constantino Cabal o José Francés, el más afamado crítico de arte del momento. No comenzaba su tarea periodística José Díaz Fernández en mala compañía.
¿Tarea periodística? Díaz Fernández, desde el principio, no quiere limitarse a contar lo que pasa en el occidente asturiano a sus paisanos de la emigración. Quiere hacer literatura. Eso ya es evidente desde la primera crónica seleccionada, “Castropolenses”, dedicada a describir una romería. El empaque ingenuamente valleinclanesco del estilo muestra su afán de trascender el mero apunte costumbrista.
Varias de estas colaboraciones son relatos (la narrativa dispersa de Díaz Fernández, recopilada también por Alfonso López Alfonso, aparecerá pronto en la editorial Renacimiento) y entre ellos destacan “Almas laberínticas”, “La tragedia de Juan Pérez”, que recuerda los “cuentos tristes” que Fernández Flórez reúne en Tragedias de la vida vulgar, y sobre todo “El lobo”, al que no quitan fuerza sus concomitancias con el mundo de Valle-Inclán.
            El costumbrismo es el punto de partida de estas páginas, que quieren alimentar la nostalgia de los que se encuentran lejos. Pero los tópicos de la literatura costumbrista se ven de otra manera. Del chigre, por ejemplo, se nos dice que nada tiene que ver con la taberna de Castilla o de Galicia: “El chigre tiene una psicología distinta, acaso más delicada y más profunda, dentro de lo que cabe en las psicologías de estos lugares en donde se bebe”. Frente a “la moza pringosa de caderas equinas” que sirve en otros lugares “aquí hay un sidrero recio y sabio, que a lo mejor os sorprende haciendo la apología de Marx, o citando a Juan Jaurés, el apostol, y os habla de una humanidad mejor mientras extrae de la colmada estantería la botella que contrae el dorado zumo de las pomaradas”.
            ¿Gran literatura? No, desde luego. Primeros pasos de un escritor, de un periodista excepcional, que descubre su mundo, que tantea su estilo, que se atreve a hablar en primera persona: “Se me ha acusado muchas veces de escribir en estilo demasiado íntimo. Si esto es un pecado, para él no pido absolución. Soy tan hondamente individualista que, cuando cumplo mi oficio, pienso solo en mí; me esfuerzo en olvidarme de otras ideas que no sean las mías porque hasta tengo el orgullo de mis errores”.
            Una muestra de ese estilo íntimo lo encontramos en “Semblanza romántica”, retrato de una mujer “moderna, audaz, cosmopolita”, María Esperanza Cerdán, uno de sus primeros amores, una de sus perdurables admiraciones. De esa mujer, sin duda excepcional, nos quedamos con ganas de saber más: fue maestra en Miranda de Avilés, donde sustituyó a la madre de Casona, según nos cuenta José Manuel Feito; en 1936 era maestra en un pueblo cercano a Madrid; en 1941, cuando se encontraba en paradero desconocido, fue expulsada del magisterio… Un personaje en busca de su autor.
            El prólogo de Alfonso López Alfonso, preciso y noticioso, sin farragosa erudición, está escrito con la emoción justa, solo en alguna rara ocasión se le va la mano en la retórica. Tras contarnos que los amigos tuvieron que hacer una colecta para su entierro y que su mujer se pasó la noche cosiendo la cinta de colores republicanos colocada encima del ataúd, escribe: “Triste final, muy del pueblo, para quien había puesto toda su energía y su inteligencia en intentar servir de antorcha que iluminara al pueblo”.
            Literatura menor, ciertamente, pero llena de encanto la de estas páginas iniciales de una de las figuras más significativas de la literatura de los años treinta, cuya carrera fue tronchada primero por las turbulencias de la guerra civil y luego, definitivamente, por la temprana muerte en el exilio (en 1941, a los cuarenta y dos años).
            Otro regalo de las hemerotecas estas prosas de juventud. Gracias a investigadores como José Ramón González, Alfonso López Alfonso, José Bolado o Antonio Fernández Insuela podemos estar seguros de que no será el último.

jueves, 22 de diciembre de 2011

La verdad sobre Chaves Nogales

Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid
Edición de María Isabel Cintas
Espuela de Plata (Renacimiento). Sevilla, 2011.


Curioso destino el de Manuel Chaves Nogales. De ser uno de los periodistas más conocidos de su tiempo –los años veinte, los años republicanos en que dirigió el diario Ahora— quedó reducido a autor de la biografía Juan Belmonte, matador de toros, para posteriormente resucitar como el más lúcido analista de la guerra civil, como un intelectual insobornable y ejemplar, como uno de los grandes autores de la literatura española.
            En la mitificación de la figura de Chaves Nogales tuvo buena parte, diríamos que la principal, Andrés Trapiello, que sabe defender como nadie aquello en lo que cree, sin preocuparse demasiado de los datos que puedan desmentir sus siempre brillantes intuiciones. En su reciente libro Los vagamundos reúne, junto con muchos otros sobre sus apasionadas admiraciones de siempre, varios artículos sobre Chaves Nogales y en ellos se muestra justificadamente orgulloso del hecho de haber sido el primero en llamar la atención sobre A sangre y fuego, un libro de relatos publicado en 1937 y en cuyo prólogo se contendrían “las páginas más sagaces sobre la guerra civil”.
            A desmentir la elucubraciones de Andrés Trapiello sobre el periodista sevillano vienen sus Crónicas de la guerra civil (Renacimiento), muchas de ellas inéditas en libro, editadas por María Isabel Cintas, la gran estudiosa del autor.
            Los análisis de Chaves Nogales sobre la guerra civil dibujan una “línea quebrada”, como afirma Santos Juliá en el prólogo, resultan cambiantes y contradictorios y además, con cierta frecuencia, nos lo muestran no demasiado bien informado en su exilio parisino. Cito algunos ejemplo: en julio de 1938 el poder real de la España nacionalista estaba “en manos de Mussolini”; un mes después señala que “podemos considerar ya a España como una colonia alemana” y que son los agentes de la Gestapo quienes controlan a la policía española; en diciembre de ese año considera que el general Franco ha perdido “toda esperanza de triunfar mediante la guerra”, solo podría conseguir la victoria si los países de Europa le permiten “instaurar el bloqueo de las costas españolas”. Dice cosas aún más curiosas, como que en la zona republicana hay tres o cuatro millones de refugiados que han huido de la zona nacional “sencillamente porque el régimen que Franco pretende imponer en España es tan monstruoso que la gente prefiere morir de hambre a soportarlo”.
            Mayor interés que Las crónicas de la guerra civil, que no son crónicas sino comentarios de un periodista que parece haber perdido el contacto con la realidad española, tiene La defensa de Madrid, un espléndido reportaje novelado sobre aquellos pocos días de noviembre de 1936 en que Madrid estuvo a punto de caer en manos de los sublevados y se salvó heroica y casi milagrosamente. Quien habla en estas páginas –desconocidas y recuperadas por María Isabel Cintas tras una detectivesca peripecia—  ya no es el periodista, sino el escritor, el autor de esa espléndida novela de no ficción sobre la revolución rusa y la guerra civil subsiguiente titulada El maestro Juan Martínez que estaba allí.
            En su entusiasta prólogo –“este es un libro que quema entre las manos”—, Antonio Muñoz Molina parece creer que se trata de un reportaje, de un directo testimonio periodístico. “Chaves Nogales está en todo, lo ve todo”, nos dice. Pero no, según afirmación propia, el 6 de noviembre de 1936 Chaves Nogales deja Madrid, como señala en el prólogo de A sangre y fuego, “cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia”. “Ni una hora antes ni una después”, precisa.
            Muñoz Molina y María Isabel Cintas, como cualquier lector ingenuo, se dejan seducir por el espléndido estilo narrativo de Chaves Nogales y piensan que, contra toda evidencia documental, están ante la narración de un testigo directo. Pero bastan pocas páginas para darnos cuenta de que se trata de una recreación novelesca. Dialogan a solas el jefe del gobierno y el general Miaja en el despacho de este último: “En el rostro de Largo Caballero y sobre todo en sus ojos atónicos se refleja exactamente la angustia del momento”. Tal afirmación es propia del narrador omnisciente de la novela, no de un periodista.
            La defensa de Madrid puede ponerse a la par de los Episodios nacionales galdosianos; es el conmovedor relato de un doble heroísmo, el del general Miaja y el del pueblo madrileño, que se contrapone a la cobardía de los políticos que escapan a Valencia. Pero no es un documento histórico, ni mucho menos.
            Bastarían las páginas de este libro, publicado por entregas, en 1938, en las páginas de una revista mexicana para convertir a Chaves Nogales en uno de los grandes escritores de la literatura española. Habría que exceptuar el último capítulo, escrito en otro tono,  y que nos muestra a un Chaves Nogales que es casi una caricatura del lúcido analista de la guerra civil que nos quieren presentar Andrés Trapiello y Muñoz Molina. Afirma en él que, a comienzos de 1937, el ejército republicano está dotado ya “de una organización comparable a la de cualquier ejército regular” y que cuenta con “material de guerra abundante y modernísimo”. Y concluye: “El origen de la guerra no es español, no puede ser imputable a los españoles. No hay más culpa española que la de los dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble y antagónica invasión extranjera”.
            Chaves Nogales, en París, desbordado por los acontecimientos, no entendía lo que estaba pasando. Pero nos dejó el mejor testimonio de lo que fueron en Madrid los primeros meses de la guerra civil, cuando el poder quedó en la calle y lo recogieron las organizaciones obreras, en A sangre y fuego. Y a ese libro espléndido le añadió otro, desconocido hasta ahora, La defensa de Madrid, con el que termina su contribución a la literatura española. El resto es ideologizada opinión, salvo quizá –solo quizá— su testimonio de la derrota de Francia. 

jueves, 15 de diciembre de 2011

Hilario Barrero, Poesía en inglés: Mínimas maravillas

Hilario Barrero
Lengua de madera
(Antología de poesía breve en inglés)
La isla de Siltolá. Sevilla, 2011.


Sin prólogo, sin aparato erudito, dejando que los poemas se defiendan solos limpiamente impresos en lo alto de la página, Hilario Barrero nos ofrece una de las más fascinantes antologías poéticas que se hayan publicado nunca.
            La selección comienza con un poeta del siglo XVII, Richard Harris, pero se centra fundamentalmente en la poesía inglesa y norteamericana de los siglos XIX y XX. Lo único que tienen en común los textos seleccionados es la brevedad; en lo demás hay una inagotable variedad que abarca desde el chispazo ingenioso hasta la conmovedora intensidad de ciertos epitafios, pasando por la pincelada colorista y la protesta social. El gusto del antólogo –además de poeta, buen lector de poesía, cosas que no siempre van juntas— ha sido el principal guía.
            Algunos de los poetas antologados son bien conocidos y han sido muy traducidos al español. Es el caso de Emiliy Dickinson, Yeats o Pound. La lectura de sus textos nos permite darnos cuenta de la manera de traducir de Hilario Barrero: no se permite recreaciones personales, busca ante todo la fidelidad. El título del libro –que procede de un los poemas de Stephen Crane— sintetiza su teoría de la traducción: frente al poeta, el traductor parece hablar en una torpe “lengua de madera”. Pero esa lengua, en el caso de Hilario Barrero, es capaz de producir sonidos armoniosos, no solo de conservar el sentido original. Por eso son posibles dos lecturas de esta antología: una como antología de lengua inglesa, con las versiones sirviéndonos de ayuda, y otra que se centre solo en los textos en español, válidos por sí mismos.
            Si yo tuviera que hacer una antología de esta antología –cada lector hará la suya— comenzaría con un poema de Siegfried Sassoon, “Ellos”, una de las más eficaces diatribas contra la guerra que se hayan escrito nunca, y no dejaría de incluir los irónicos epitafios de Dorothy Parker, toda una sorpresa para quienes solo sabían de ella por sus precisos y desolados relatos.
            Pero casi en cada página hay una maravilla. El poema que da título al libro dice así: “Había una vez un hombre con la lengua de madera / que intentó cantar / y en verdad daba pena. / Pero había alguien que escuchó / el clip-clap de su lengua de madera / y supo lo que el hombre / deseaba cantar, / y con esto el cantante quedó satisfecho”.
            De Robert Frost, el poeta rural norteamericano que tanto tiene en común con nuestro Antonio Machado, se traducen varios poemas excelentes; el que quizá resulte más memorable tiene solo dos versos: “Perdóname, oh Señor, mis pequeñas bromas a tu costa / y yo te perdonaré la tuya inmensa a costa mía”.
            Langston Hughes, afroamericano, resulta curiosamente el poeta más ampliamente representado. Aunque su poesía, sencilla y eficaz, sigue conservando su fuerza, esta es una de las decisiones del antólogo que resulta más discutible. No le reprochamos, en cambio, que deje un amplio lugar para Charles Simic, con poemas muy diversos, sin desdeñar el ingenio ramoniano de “Sandías”: “Budas verdes / en el puesto del mercado. / Nos comemos la sonrisa / y escupimos los dientes”.
            No hay mejor recomendación para esta Lengua de madera que citar completas algunas de las mínimas maravillas que encierra. Un epitafio de Allen Ginsberg, por ejemplo, que es a la vez un nada sentimental poema de amor. Se titula “A las cenizas de Neal” y dice así: “Ojos delicados que descubrían montañas azules / al parpadear, todo ceniza, / pezones, costillas que toqué con el pulgar, ceniza son, / boca que mi lengua tocó una o dos veces, todo ceniza, / mejillas huesudas, suaves al contacto con mi vientre, son ceniza, ceniza, / lóbulos y párpados, juvenil bálano, rizado pubis, / cálido pecho, palma de hombre, muslo de colegial, / bíceps de jugador de béisbol, culo templado con piel de seda todo cenizas, todo cenizas de nuevo”.
            Hilario Barrero, que reside en Nueva York desde hace varias décadas, es uno de los mejores conocedores de la poesía norteamericana actual. Traductor de poetas como Jane Kenyon y Ted Kooser, en Lengua de madera nos ofrece, junto a los nombres que ya forman parte de la historia de la literatura, una muestra de numerosos autores contemporáneos de los que apenas tenía noticia, o no tenía ninguna, el lector español. Su libro sirve así además como excelente guía de lectura.
            La variedad de esta antología hace que pueda leerse como cualquier otro libro, de la primera a la última página, pero gana si la leemos abriéndola al azar por cualquier página: no hay ninguna que no nos sorprenda, nos emocione, o simplemente nos divierta. Es de esos libros que no necesitan leerse de principio a fin porque no tienen principio ni fin y por eso resultan inagotables.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Pedro Sainz Rodríguez: La historia entre bambalinas

Julio Escribano
Historia viva en las cartas de Pedro Sainz Rodríguez 1897-1986
La esfera de los libros. Madrid, 2011.


Recorrer el epistolario de Pedro Sainz Rodríguez, ordenado, prologado y anotado por Julio Escribano, es asomarse al siglo XX desde una perspectiva a menudo inédita o no demasiado bien conocida. Las cartas abarcan desde 1916, cuando el autor tenía diecinueve años, hasta casi la misma fecha de su muerte. Sainz Rodríguez fue, en primer lugar, un gran estudioso de la literatura española, catedrático de la universidad de Oviedo con poco más de veinte años, pero sus intereses políticos no resultaron menores y predominan en esta selección de cartas. Dos grandes núcleos encontramos en ella. El primero, más breve, lo ocupa su paso por el ministerio de Educación Nacional entre 1938 y 1939; el segundo abarca casi cuarenta años y refleja su etapa de exiliado en Lisboa y de conspirador monárquico al servicio de don Juan de Borbón.
            La correspondencia como ministro muestra su constante intervención en asuntos menores, a favor de unas personas, “de clara significación derechista”, y procurando la rápida depuración de otras. “Me parece vergonzoso –nos dice en una carta de 1937, cuando aún no era ministro— que a ese señor se le conceda la más mínima beligerancia y creo que debería ser objeto de sanción y depuración. No sé los trámites que son precisos para esto, pero yo estoy dispuesto a hacer lo que fuera menester para que no prevalezcan estos personajes turbios y arribistas”. Ya ministro, no se muestra muy propicio a flexibilizar la rigidez de las sanciones. A una joven que le ruega desde Cádiz se suspenda la separación de su padre del cargo de maestro nacional, le responde: “Siento manifestarle que no es posible acceder a su petición, dados los informes que obran en la Comisión Depuradora y a la propia confesión de usted en su carta de referencia, al decir que su padre se había apuntado en la Masonería un mes antes del Movimiento”.
La indefensión de los profesores, incluso de los partidarios, queda clara en la información que le da, “confidencialmente”, a Queipo de Llano por si “cree conveniente intervenir”: “Recibo de Sevilla una carta del catedrático del Instituto don Enrique Báncora Sánchez en la que me comunica que, por haberse negado a rectificar una nota, el teniente coronel de Estado Mayor Sr. González Pons, vestido de uniforme, le apaleó y abofeteó a la salida del Instituto. No entro en el fondo de la cuestión ni tampoco en el fundamento que tendría este teniente coronel para proceder así, pero como sé que usted es hombre que sabe imponer su autoridad a todos le comunico el caso para que se informe de lo ocurrido y vea si la conducta de ese señor teniente coronel puede tener justificación. Desde luego, y visto el caso desde fuera y sin antecedentes suficientes me parece un abuso de poder el proceder así yendo vestido de uniforme, por cuyas circunstancias el apaleado no podría repeler la agresión sin incurrir en gravísimas responsabilidades de índole delicadísima”.
            Sorprende el empeño de Adolfo Alas, uno de los hijos de Clarín, en lograr por mediación de Sainz Rodríguez una buena colocación a Asturias, pocos meses después de que su hermano, rector de la Universidad, hubiera sido ejecutado. En carta al marqués de Vega de Anzo leemos: “Me escribe don Adolfo Alas Argüelles, diciéndome que hay dos cargos vacantes en Asturias muy apropiados para él y para cuya designación sería muy conveniente la atención por parte de usted. Uno de estos cargos es el de Inspector de los servicios de venta y depósito de explosivos y superfosfatos de las provincias de Asturias y León; el otro, el de director de la Compañía de Gas y Electricidad de Gijón”.
            Solicitar y conceder favores fue, a juzgar por estas cartas, la actividad principal de Sainz Rodríguez como ministro. Poco antes de su cese, contento porque le han informado de que irá de embajador a Buenos Aires, escribe al marqués de la Eliseda: “Si tienes algo que pedir a este ministerio, hazlo pronto y serás complacido, pero a mi vez quiero pedirte una cosa, que es el único remordimiento que me queda de mi paso por el Poder: que coloques a Emilio López Bisbal”. Obviamente, el tráfico de influencias no estaba ni penalizado ni mal visto en aquellas fechas.
            Pero a Sainz Rodríguez no le nombran embajador en Buenos Aires ni le dan ningún otro cargo. Desengañado, marcha a Lisboa y las largas cartas que escribe desde allí, muchas de ellas con nombres en clave, están destinadas a coordinar una oposición monárquica capaz de desalojar a Franco del poder. En el exilio ha descubierto, como escribe a Pemán (cuyo nombre clave es “Q”) que “la fuerza de Franco no dimana de ninguna habilidad política, sino del hecho de poseer un ejército y una numerosa policía en los que se gasta el 60 por ciento del Presupuesto nacional. La fórmula mágica de Franco es la violencia policial”. Por una carta de 1976 sabemos que sus desencuentros con el dictador vienen de muy atrás: “Efectivamente, estábamos juntos cuando nos dieron la noticia de que había sido elegido Franco, y yo me puse furioso porque tenía la seguridad de que ‘ni con agua caliente’ (así lo dije casi a voces) soltaría el puesto, ni daría el puesto mientras viviera a la Monarquía”. Pero esa seguridad no le impidió aceptar, poco después, el nombramiento de ministro.  
            Para el interesado en la historia reciente de España esté libro ofrece pequeños detalles exactos que ayudan a entender los acontecimientos al margen de prejuicios ideológicos. Los de Julio Escribano están muy claros y asoman acá y allá de la más pintoresca manera. En la entrada de uno de los capítulos (las cartas se agrupan siguiendo, aproximadamente, las distintas etapas históricas) escribe: “Al ascenso de El País durante el primer año de publicación ha seguido un descenso, presentando con frecuencia un periódico superficial, agrio y mal informado. Se observa pérdida de crédito ante los lectores y menos ejemplares vendidos”.
            También el curioso de vidas y hombres puede encontrar en este nutrido volumen materia inagotable, como en unos nuevos episodios nacionales. Luis María Anson –muy elogiado en diversos pasajes y quizá su inspirador— lo prologa con sus mejores modos retóricos.
Ya sabíamos que no todo fue blanco y negro durante el régimen de Franco. Algunos de los más cualificados franquistas, como José María Pemán, parece que no lo fueron tanto, aunque a pesar de ello lo fueran demasiado.
Intrigante, vividor y sabio, Pedro Sainz Rodríguez resulta todo un personaje. Este epistolario –que no oculta sus sombras— lo confirma.  

jueves, 1 de diciembre de 2011

Víctor Márquez Pailos, Jesús Fonseca Escarpín: Lo humano y lo divino

Víctor Márquez Pailos, 
Jesús Fonseca Escarpín
Conversaciones en Silos
Kailas Editorial. Madrid, 2011.


Víctor Márquez Pailos, gijonés de 1968, prior de Silos, no es un monje convencional, y por eso sus conversaciones con el periodista y poeta Jesús Fonseca no resultan en absoluto convencionales. Tampoco el monasterio de Silos es un monasterio convencional: su prodigioso claustro románico, la fama de su canto gregoriano, el ciprés más famoso de la historia de la literatura y el que se encuentre en el origen de la lengua española lo han convertido en uno de los principales centros de atracción turística, en el lugar menos adecuado para una persona que quiera vivir su religión lejos de la sociedad. No es el caso de Víctor Márquez, para quien no hay frontera “entre el adentro y el afuera, entre el claustro y el mundo, porque el claustro es una gran ventana que se me ha abierto, no ya a la contemplación distante y cómoda del mundo, sino a la participación real a la vida de la gente”.
            Benedictino de Silos era el fraile más famoso del franquismo, uno de los sostenes ideológicos del régimen, Fray Justo Pérez de Úrbel, que fue procurador en Cortes y primer Abad de la basílica del Valle de los Caídos. Víctor Márquez no aspira a seguir su camino, pero sí quizá a ser como él una figura mediática; de ahí que en la cubierta del libro aparezca una fotografía suya y cada capítulo se inicie con otra en la que aparece sentado en su celda, paseando por el claustro, reflejado en un espejo… Todo un ejercicio de narcisismo que no sabemos si habría aprobado San Benito, aunque sus normas monacales están llenas de sentido común y comprensión hacia las flaquezas humanas; por eso prescribe para cada monje un vaso de vino al día, salvo que “las circunstancia del lugar, el trabajo o el calor del verano exijan algo más”.
            Víctor Márquez y Jesús Fonseca son buenos lectores de poesía. En estas conversaciones nos entramos a menudo, no solo con referencias a San Juan de la Cruz, según sería de esperar, sino también con citas de Rimbaud y de Valente, de Omar Jayyam y de Antonio Colinas. Un poema de Miguel Hernández resume los grandes núcleos que vertebran el libro: “Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor”. A veces una cita aparece alterada, como en el caso de los conocidos versos de Cernuda “libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”, pero eso, que sería un demérito en una obra erudita, aquí solo indica que se cita de memoria, como hacen siempre los buenos lectores de poesía.
            “Un monje y un periodista hablan del amor y de la vida”, leemos en el subtítulo del libro. Y no lo hacen únicamente desde el punto de vista que esperaríamos, atenido a la convencional ortodoxia católica. Jesús Fonseca se atreve con preguntas personales y Víctor Márquez no teme adentrarse en terrenos delicados y en opiniones arriesgadas. “Víctor, te van a echar”, le dice al comienzo de uno de los capítulos. Y continúa: “¿Cómo se te ocurre decir que la Iglesia católica debe tener el valor de exponerse a la crítica y al juicio ajeno y malévolo porque también de él podemos aprender?”
            Víctor Márquez, que además de teología, ha estudiado filología clásica y filosofía, muestra una gran admiración por María Zambrano (una foto suya preside su celda). La cita a cada paso y su magisterio resulta notorio, no siempre para bien. La nebulosidad de ciertas reflexiones de ella procede. Las que se refieren al amor erótico, por ejemplo. El entrevistador le hace una pregunta de esas que, en cualquier programa de cotilleo televisivo, han de ser pactadas previamente: “¿Cómo es la sexualidad de un monje?”. Y la respuesta no puede ser más directa: “Como cualquier otra”. A continuación nos explica una teoría sobre el amor –un juego entre caballeros, aunque los partícipes sean de distinto sexo—, que no aclara demasiado y que podría entenderse de no adecuada manera. Y más si leemos frase como que “el sexo ha sido siempre, y no solo ahora –baste recordar las mancebías de nuestro siglo de oro español—, una estupenda fuente de aventuras”. ¿También para los monjes? Muchas veces, también: “Si te fijas en el claustro de Silos y observas el artesonado mudéjar que cubre el claustro, podrás ver escenas de amor mundano y de la vida cotidiana en las que los monjes aparecen de una manera no precisamente edificante, enredados en mil picardías”.
            No se le puede negar valentía a este prior de Silos capaz de colocar a la caricia en el lugar central de su reflexión filosófica y teológica y de afirmar que “las personas que comparten vivencias homosexuales con otras –en la forma de una relación corporal—  se enriquecen como personas y no como homosexuales”.
            La mezcla de audacia y candor que caracteriza a Víctor Márquez le hace luego afirmar que está en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo porque “habría convenido más a la naturaleza del fenómeno que se trata de reconocer” el presentarlo como un “pacto de amistad” y no como un “matrimonio”. Curiosa idea de la amistad la que tiene este buen fraile (o a saber lo que entiende por “relaciones corporales”).
            Pero no daríamos una imagen adecuada de tan sugerente y fértil libro si nos centráramos demasiado en uno de los capítulos, “El amor erótico”, que divertirá a unos y escandalizará –aunque todo es reflexión teórica— a otros.
Hay en estas Conversaciones en Silos muchas inteligentes observaciones sobre los enigmas del hombre y del mundo, más preguntas (y no me refiero a las del periodista) quizá que respuestas, abundantes materias sobre las que reflexionar y hay, sobre todo, el autorretrato de un curioso y fascinante personaje que, sin duda, dará mucho que hablar, aunque esperemos que no sea en determinados programas televisivos.
“¿Qué le pedirías a la vida?”, le pregunta el periodista. Y la respuesta es: “Más vida”. La vida conventual, a menudo tan castradora, puede ser una de las formas de la plenitud humana.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Los cuadernos de campo de Jorge Riechmann


Jorge Riechmann
El común de los mortales
Tusquets. Barcelona, 2011.


Si los libros de poesía que publica Jorge Riechmann fueran libros de poesía resultaría, sin duda alguna, el poeta más prolífico de la historia. Tras los recientes Conversaciones entre alquimistas (2007), Rengo Wrongo (2008) y Pablo Neruda y una familia de lobos (2010), además de su poesía reunida hasta el 2000, Futuralgia (2011), que incluye numerosos inéditos, publica ahora un tomo nuevo de 260 páginas, más o menos la extensión de la poesía completa de Antonio Machado. Pero, en realidad, no se trata de libros de poemas (aunque se disfracen de tales con ayuda de la generosa tipografía), sino de acríticas misceláneas, de cuadernos de notas en los que cabe todo; también, por supuesto, algún excelente poema.
            Jorge Riechmann es un agudo observador de la sociedad contemporánea; en sus apuntes se dedica a poner de relieve las contradicciones del “capitalismo tardío”. Los títulos de sus poemas (él los llama así) no dejan lugar a dudas: “La lógica cultural del capitalismo tardío” se titula precisamente una serie de ellos, y otra, que se distribuye a lo largo del libro, “La condición humana”; además nos encontramos con “Contra la indiferencia”, “Catastrofismo”, “Sostenibilidad”, “Acerca de la idea del progreso”, “Introducción a la investigación social”.
            Por supuesto, nada le es ajeno a la poesía. Los poemas de Riechmann que no son poemas no lo son porque traten de temas sociológicos, ecológicos; la poesía no está en el tema –el amor y la muerte, la rosa y el crepúsculo—, sino en la manera de tratarlo. Y Jorge Riechmann, muy a menudo, da la impresión de enfrentarse a la sociedad contemporánea de la manera más simplista posible, aplicando un catecismo en el que están muy claritos los dogmas de su fe. Vamos a ver un ejemplo de ello. Una de sus notas o aforismos o poemas (si él lo prefiere) se titula “Dos cosas incompatibles con la civilización” y dice así: “El daño al débil / y la banca privada”. Las afirmaciones poéticas no son nunca discutibles (el poema, si lo es de veras, crea sus propias condiciones de verdad), pero no creo que esa enumeración pueda acogerse a tal privilegio. ¿Es incompatible con la civilización el daño al débil? Debería serlo, pero todavía no se ha alcanzado ningún grado de civilización en que no se produzca por mucho que se trate de impedir. Pero esta primera parte enuncia un loable y benemérito deseo. La segunda, en cambio, entra en otro terreno más discutible. ¿Es incompatible la civilización con la banca privada? ¿Era civilizada la Florencia de los Médicis? ¿Lo es Suiza, Francia, Noruega? ¿Son más civilizadas Cuba o Corea del Norte que Holanda o Finlandia? Es posible que el doctrinarismo de Riechmann le lleve a decir que sí (“el capital financiero / domina el mundo y lo destruye” afirma en otro “poema”), pero esa es una de las razones de que resulte tan endeble buena parte de su crítica a la sociedad contemporánea: si lo que hay es malo, lo que su simplismo propone no siempre parece mejor. No solo endeble conceptualmente, también con frecuencia de una candorosa ingenuidad. Copio –y prometo no seguir con esta clase de ejemplos— la segunda parte de “Sostenibilidad”, que ofrece una serie de recetas para cambiar el mundo cambiando primero la propia vida: “Bicicleta / en lugar de automóvil / guisantes / en lugar de filete / y en vez de televisión / (no te ruborices) amor”. ¡Qué fatiga tener que ponerse a hacer el amor cada vez que uno llega a casa cansado del trabajo y enciende el televisor para distraerse un rato! En el más banal libro de autoayuda, no ya en un libro de poemas, desentonarían por simplistas estos consejos. Que inciden (vamos a dejar de lado los guisantes y la bicicleta) en la tópica y simplista descalificación de la televisión (que suele ir acompañada de la sacralización del libro, aunque lo firmen Dan Brown, Adolf Hitler o Corin Tellado).
            Pero Jorge Reichmann, además de un bien intencionado propagandista carente de cualquier capacidad autocrítica, es un poeta, un verdadero poeta. El escueto “Amantes” –solo las palabras esenciales— constituye un inolvidable ejemplo. Pero hay muchos más. “Lo incuestionable”, que habla de cerezos en flor y de una amiga embarazada, podía incurrir en el tópico y en el ternurismo, pero no lo hace.
            El mejor Riechmann: el que nos habla del hecho de estar vivos, “algo que nos sucede / entre la costumbre y el milagro”; el que dialoga con su perro (“Admiro a mi perro”); el que sabe que “venimos a este mundo para aprender dos cosas”: amar y morir; el que se encuentra con un lobo marino, un puerco espín (sobra la anécdota del saludo al rey), cientos de pájaros que, en la confusión urbana de Ciudad de México, saludan al día “levantando el templo aterido / de su canto”.
            El mejor Riechmann escribe para todos nosotros; el otro, el simplificador propagandista, para los militantes de Izquierda Unida (sector ecologista) o, peor aún, para el ilusionismo antisistema del 15-M, la “spanish revolution” que no ha conseguido revolucionar nada (más bien todo lo contrario), pero sí hacerse famosa en el mundo entero.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Elvira Lindo: Lugares para compartir

Elvira Lindo
Lugares que no quiero compartir con nadie
Seix Barral. Barcelona, 2011.

De pocas ciudades se ha escrito tanto como de Nueva York; quizá solo Venecia, tan distinta y tan semejante, puede compartir con ella. Pero por mucho que se hable de ambas ninguna de esas dos ciudades parece perder su capacidad de fascinación.
            Elvira Lindo tenía especialmente difícil escribir sobre Nueva York. Sabía que un libro suyo se iba a comparar, no ya con lo mucho que se había escrito antes, sino con un título en particular: Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina. Ambos escritores han compartido la experiencia de la ciudad –en la que residen habitualmente durante buena parte del año—, pero cada uno la ha vivido de acuerdo con su temperamento y se enfrentan a ella de manera muy diferente.
            El carácter minuciosamente didáctico de Antonio Muñoz Molina le lleva a convertir su libro en un vademécum enciclopédico donde nada queda por anotar y explicar. Muñoz Molina parece saberlo todo de Nueva York, admirarlo todo y querer compartirlo todo con el lector, que le sigue fascinado y a punto de perder el resuello en más de una página. Por eso sonríe cuando en Lugares que no quiero compartir con nadie (título que pretende ser paradójico y quizá solo es inexacto), el libro escrito por su mujer, nos lo encontramos mostrando a sus hijos –en un día y sin perdonar sala-- los principales museos de la ciudad, el Whitney, el Moma, el Metropolitan: “Los estoy viendo en ese momento, a punto de llorar Arturo, cansado Miguel, serio Antonio hijo, los tres muertos de hambre y de saturación cultural”. De manera semejante, en Ventanas de Manhattan, cuando habla del Metropolitan, Muñoz Molina comienza una enumeración –“las tallas egipcias de madera policromada, las cabezas de basalto de los dioses y los faraones, los gatos momificados, las estelas funerarias griegas…”— que dura páginas y paginas sin el descanso de un punto hasta casi agotar el infinito catálogo del museo. Se escribe como se es.
            Elvira Lindo tiene otra vivacidad y otra gracia. Su actividad cultural favorita es observar “con interés de entomóloga las costumbres y las rarezas humanas de mis semejantes”, y la segunda –añade— “frecuentar restaurantes”.
            De restaurantes, de locales donde tomar una copa, no de museos, se habla con frecuencia en su peculiar paseo neoyorquino, y también de la gente y los barrios de la ciudad, pero de lo que más se habla es de la propia autora, convertida en personaje, que no duda en exagerar sus debilidades y sus manías, en caricaturizarse un poco. También el resto de su familia –Miguel, el hijo, cuyos dibujos ilustran el volumen, y sobre todo el marido, Antonio, al que está dedicado— aparecen en unas páginas que nada tienen de guía convencional y sí mucho de narración autobiográfica.
            Por eso, aunque se habla de todos los barrios de Nueva York, al que se dedican más páginas, y el que resulta más inolvidable, es el Upper West Side, la zona cercana a la Universidad de Columbia, donde la autora reside y que fue también donde vivió la familia de Lorca cuando tuvo que exiliarse de España tras el asesinato del escritor. Otros lugares, aunque su actividad favorita sea deambular incansablemente de un sitio a otro, parece conocerlos menos. Tras un acto literario especialmente fatigoso y aburrido, busca el habitual consuelo de un restaurante: “Keen’s se llama el refugio salvador. Está en una de las zonas más feas de Nueva York, en la calle 36 con la Quinta, escondido bajo un andamio que se debieron de dejar olvidado los obreros tras una remodelación porque lleva aquí, o a mí me lo parece, un número insensato de años. No es una zona turística, tampoco tiene carácter, pero posee cierto atractivo o yo se lo quiero ver”. ¿No es una zona turística? Si llegamos hasta la Quinta y torcemos a la derecha nos encontramos con el Empire; si a la izquierda, unas pocas calles más allá, está la majestuosa Biblioteca Pública. Y a dos pasos, en dirección contraria, la animada y acogedora plaza que forma la Sexta al cruzarse con Broadway (Herald Square) y en ella Macy’s, el más inmenso de los grandes almacenes. Los turistas pueden no subir hasta el Upper West, pero ninguno de ellos dejará de pasar por las cercanías de Keen’s, ese restaurante del siglo XIX que antes fue un club masculino y en cuyos salones parece que todavía nos podemos encontrar a Henry James. (Por cierto, el andamio oculta la fachada del edificio de al lado.)
            No hay solo frivolidad, comicidad y exótico costumbrismo en este libro del que pueden disfrutar incluso quienes no tienen especial interés por uno de los más habituales destinos turísticos. Hay también sentido común e inteligencia, y bien asimiladas lecturas y unas referencias culturales que no buscan apabullar al lector, sino todo lo contrario. Hay literatura, excelente literatura, a pesar de su deliberada falta de solemnidad, y un arte de vida. Hay una invitación a disfrutar de cada momento a pesar, o por eso mismo, de los frágiles cimientos sobre los que se construye cualquier vida, tan frágiles, tan dependientes del azar, como los que sostienen el cotidiano milagro de Nueva York, una ciudad para los que pasan por ella y otra muy distinta para los que viven en ella, pero ambas hechas de la misma materia de los sueños.            

jueves, 10 de noviembre de 2011

Juan Malpartida: Un libro en el que cabe todo

Juan Malpartida
Al vuelo de la página. 
Diario 1990-2000
Fórcola Ediciones. Madrid, 2011.


Comenzamos a leer el nutrido tomo en que Juan Malpartida ha reunido sus anotaciones de una década con un cierto escepticismo. Nos tememos un conjunto de pequeños ensayos más o menos pretenciosos, de convencionales lecturas, y algunas olvidadas escaramuzas de la guerra de guerrillas que enfrentó a los poetas españoles en lo últimos años del siglo XX. Y algo de eso hay, por cierto. A poco de empezar nos encontramos con la historia del premio Loewe de 1993, en el que el autor ha sido seleccionado como finalista: “Naturalmente, al enterarme de quienes son los otros, amago una sonrisa al tiempo que me otorgo el listón más alto: mi libro es, si mucho no me equivoco, el mejor”. Pero esa superior calidad que se otorga a sí mismo, sin conocer los otros libros, no le asegura el galardón: “Desde antes de que se reuniera el jurado, he oído y leído que se lo van a dar a García Montero, aunque algunos del jurado aseguran que aún no habían leído a los seleccionados. Sospecho que a pesar de esa ignorancia se lo darán a Luis: él representa un tendencia, mejor o peor, y yo no soy más que mi libro”.
El premio lo obtiene finalmente García Montero con Habitaciones separadas, en dura competencia con Malpartida: “El presidente del jurado, Octavio Paz, lo defendió hasta el final; Bousoño escribió incluso un pequeño texto para defenderlo, dos más lo votaron, pero finalmente uno de ellos (por teléfono, puesto que estaba en Barcelona esperando la llegada de la noche cerca de su casa: una doble reivindicación de Drácula y de Proust) cambió el voto, creo que un poco confusamente. Paz me dice que le sorprendió gratamente la pasión que puso Bousoño en la defensa de mi libro, y le sorprendió que Brines también me votara, aunque su defensa no fue tan exaltada como la del académico, que llegó a decir que era un libro perfecto. Paz cree que ha sido una pequeña maniobra, tendenciosa, para ir en contra de la tradición que él representa. Estaba un poco molesto”. El lector sonríe ante estas indiscreciones del presidente del jurado y deduce que si García Montero representaba una tendencia, “mejor o peor”, el libro de Malpartida representaba otra, encabezada y defendida a capa y espada nada menos que por el presidente del jurado. El traidor que cambió el voto a última hora fue Gimferrer, gran amigo de Paz, pero que al final se unió a la oposición, representada por Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena y Felipe Benítez Reyes.
            Estas escaramuzas, divertidas solo para unos pocos, no le quitan valor al volumen: le añaden las pequeñas miserias de la vanidad.
Al asunto del cese de Félix Grande en el cargo de director de Cuadernos Hispanoamericanos nada más llegar al poder el Partido Popular se le dedican bastantes páginas. Malpartida, que entró a trabajar en esa revista por recomendación precisamente de Grande, insiste mucho en que fue un mero asunto laboral, sin ninguna connotación política, aunque el poeta lo vendiera de otra manera e incluso apareciera un manifiesto en su favor firmado, entre otros, por Rafael Alberti y Felipe González, Julio Anguita y Ernesto Sábato. Aprovecha el asunto para vengarse de quien no le votó en el Loewe: “Algunos de los firmantes también han felicitado en persona o por escrito al nuevo director. Así es. Por un lado afirman –lo dice el manifiesto— que es el comienzo de las dos Españas o un grave error político, por el otro, para estar bien con Dios y con el demonio, saludan con afecto al nuevo director de la revista de la que ha sido ‘depurado’ FG. Pondré solo un caso, pero tengo más cartitas archivadas: Antonio Colinas, que envió una carta en este sentido y, por otro lado, firma el manifiesto. Y no fue el único”. No queda en muy buen lugar Juan Malpartida fotocopiando y guardando cartas que no están a él dirigidas para hacer buen uso de ellas cuando lo crea conveniente. Tiempo después, a propósito de las memorias de Rafael Conte (a las que da un buen repaso) vuelve sobre el asunto de la “defenestración” del poeta y entonces nos enteramos de por qué le preocupa tanto el asunto, de la razón de su mala conciencia: “Ciertamente, no me sentí obligado a dejar mi puesto cuando cesaron a Félix (nadie lo hizo en la revista, y tampoco su hermano, que trabaja en la casa, dejó su trabajo)”.
            Afortunadamente la mayor parte de las páginas de este libro inagotable son ajenas a la vanidad literaria del autor, que suele nublar la inteligencia. No lo hace la pasión política, y aunque no siempre compartamos sus ideas (en lo que se refiere a su caricatura del nacionalismo vasco, por ejemplo), resulta siempre admirable su pasión por razonar y defender sus posiciones.
            Insiste varias veces  Malpartida en que el suyo no quiere ser un diario íntimo, pero la intimidad va adquiriendo cada vez mayor importancia en estas páginas. A veces juega a escribir a la manera de Thomas Mann y nos cuenta pormenorizadamente un día de su vida. Otras veces el presente del diario es sustituido por la evocación autobiográfica. Ejemplar resulta la entrada dedicada a sus padres, escrita con dolorosa, desapasionada verdad.
            Uno de los protagonistas de este diario es Octavio Paz, el gran maestro y la gran admiración del autor (se reproduce incluso una larga entrevista con él). Aparece retratado en toda su prodigiosa inteligencia, pero tampoco se ocultan sus limitaciones, que lo hacen más humano.
            Con fervor generoso se traza la semblanza de otros muchos escritores –Juan Gil-Albert, Enrique Molina, Andrés Sánchez-Robayna—, con el mismo fervor con que minuciosamente se destroza a otros muy afamados como Ernesto Sábato. La honestidad de Malpartida se manifiesta en que no tiene inconveniente en ponerle reparos a escritores que, en principio, podría considerársele afines, como José Ángel Valente (de quien subraya su resentimiento final) o Lezama Lima, en su opinión un pésimo prosista. Muy malparado sale Vicente Aleixandre, y no solo en lo literario: “Era un hombre chismoso y de una curiosidad típica del mirón”.
            Un diario es un libro en el que cabe todo. No tiene por qué limitarse a contar el día a día de su autor. Juan Malpartida comienza dándonos cuenta de sus lecturas y sus reflexiones (es un buen lector de ensayos y memorias y muestra cierta inquietud filosófica), pero poco a poco va cogiendo confianza con el género y atreviéndose a más. El lector agradece que nos haga sonreír ante algunos pequeños apuntes costumbristas de la vida literaria, que no se esfuerce por disimular las heridas de la vanidad y que, sobre todo, se atreva a decir lo que piensa y a dejar pudorosa constancia de lo que ha sido su vida. Como los ensayos de su admirado Montaigne, este libro, tras la apariencia de una irregular miscelánea, es el autorretrato de un hombre como todos y, por eso mismo, distinto a todos. 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Antonio Martínez Sarrión: Gran poeta, malhumorado cascarrabias

Antonio Martínez Sarrión
Farol de Saturno
Tusquets. Barcelona, 2011.


La poesía, como cualquier otra realidad, se puede clasificar de muchas maneras. Una de ellas distingue entre los poemas en los que es posible decir tonterías y los que no. Los poemas de Antonio Martínez Sarrión pertenecen al primer grupo, el que yo prefiero; los de, por citar un ejemplo reciente, La falta de lectura, de José Ramón Otero Roko, al segundo. En el epílogo (hay también un prólogo de Virgilio Tortosa y aparece en una colección codirigida por Eduardo Moga), Constantino Bértolo afirma que “su actitud compositiva explora con perseverancia y sentido tanto la dislocación, la destrucción, la disociación y la discordancia como sus contrarios y no para construirse como cómodo espacio de contradicción sino para segarle la hierba semántica a esa contradicción en la que el humanismo estético tan cómodamente se refugia”. Los poemas que a mí me interesan son aquellos en los que no todo vale, en los que cabe la posibilidad de equivocarse, sin la cual no es posible acertar.
            No es necesario, sin embargo, que el autor aproveche tan rotundamente esa posibilidad como lo hace Martínez Sarrión, admirable poeta por otra parte, y suficientes ejemplos da de ello Farol de Saturno. Pero antes de subrayar las muestras de su buen hacer, voy a permitirme poner un ejemplo de lo contrario, de cómo al gran poeta que es le sustituye a veces el malhumorado cascarrabias que también es.
            En dos partes se divide su último libro. La precisa nota de la solapa –que parece redactada por el propio autor— distingue entre “un conjunto de preceptos búdicos, tal vez apócrifos, para manejarse en este mundo y en este tiempo”, y una serie de concretos y humildes “motivos para la contemplación”. En la primera parte predomina el tono satírico; en la segunda, el lírico. En ambas el lenguaje busca una cierta aspereza, una algo bronca precisión, que resulta muy reconfortante por contraste con los más habituales, algodonosos y melifluos modos líricos.
            “Hábitos de los discípulos de Buda” se titula la primera parte, y los títulos van enumerando esos hábitos. “Se sienten deprimidos por el chismorreo, la algazara y los de su edad”, por ejemplo. Esa depresión –así continúa el poema— amenaza con convertirse en psicosis cuando “desordenes tales” circulan “por esa vía letal / y nauseabunda, / por ese miserable Gran Hermano, / que es la televisión, omnipresente y borde”. Pero peores son los sicarios “de tamaño menor e idéntica maldad” que la escoltan: “el PC fijo o portátil, más perverso y bodoque / que el antiguo PC, que ya es decir”, y otro que es “el colmo y la cifra de lo espantoso y feo, / de lo inútil y tonto”. ¿Adivina el lector que espantosa criatura es esa? Pues “el teléfono móvil de los huevos, / que hoy se utiliza tanto para un roto: / intercambiar cuatro sandeces”, como para un descosido, “navegar por la red o dedicarse al zapping”. En cualquier caso, el resultado sería el mismo: “quedarse sin neuronas”. Si fuera así, mucho habría tenido que utilizar el móvil el autor de tan furibundo desahogo.
            Quizá la cortesía obligaría a mirar hacia otro lado cuando el poeta de cierta edad, metido a moralista, versifica un desahogo que desentonaría incluso, por ayuno de rigor intelectual, entre las cartas al director de cualquier periódico o en la más depauperada tertulia televisiva. Pero a veces conviene repetir obviedades, para evitar que prolifere la siempre contagiosa tontería: la televisión no es omnipresente, amigo Sarrión, hay que comprar un aparato para tenerla en casa y apretar un botoncito para ponerla en marcha (y por otra parte, por un módico precio, puedes escoger entre cientos de canales); de esa maravilla que es el PC “fijo o portátil” no diré nada, y para intercambiar cuatro sandeces por supuesto que no es necesario el teléfono móvil (puede hacerse de viva voz o incluso en verso).
            Si uno tiene la mala suerte de abrir Farol de Saturno por el poema que acabo de comentar, no es probable que se anime a seguir leyendo. Se perdería así un puñado de estampas memorables, como la ejemplar glosa de un haiku de Basho titulada “Carretera que serpentea sobre la colina”, o la “Pequeña alquería”, levitante, incorpórea, que remite a un cuadro de Joan Miró, o el “Cementerio muy pobre”, “atrio perfecto del Olvido”.
            De la infancia remota vienen muchos de los objetos humildes que dan título a varios de los poemas: “Regadera”, “Rastrillo abandonado en el campo”. También la crueldad de “Inválido” –que parece uno de los “apuntes carpetovetónicos” de Cela—  remite a la áspera España de posguerra.
            Huye Martínez Sarrión de lo convencionalmente poético, y por ello antes que al ruiseñor o a la rosa, prefiere cantar a la rata o al escarabajo, sin desaprovechar por eso cualquier ocasión de dejarnos ver sus opiniones sobre el mundo contemporáneo, a veces muy eficazmente expresadas: “En manchegos tablares de hortalizas, / como hoy a palestinos los sionistas, / y con la misma, miserable saña, / uno tiene matados / muchos de estos benditos coleópteros”.
            En este decir áspero, a ratos incluso pedregoso, destacan más los momentos de lirismo: el emocionado homenaje (sin nombrarlo) a Claudio Rodríguez (“con tasadas lecturas y un exceso de copas, / en dos traspiés risibles, como el ‘tonto’ del circo, / era uno con la gracia, la invención y el frescor”); la concisión epigramática de “Piedra cubierta de musgo”, con su final anticlimático, o de los versos finales del epitafio a unos vencidos: “Murieron los valientes peleando / y sus monturas, extraviadas, piafan / entre el humo y el hedor de las hogueras, / en tanto, indiferente y soberana, / va cayendo la noche”.
            Para acertar, para ser “uno con la gracia, la invención y el frescor” quizá resulte inevitable algún “traspiés risible”, algún risible desahogo, pero si uno se decide a publicarlo lo más higiénico, aunque parezca descortés, es recibirlo con el abucheo correspondiente.

jueves, 27 de octubre de 2011

Sergio Fernández Salvador: De silencios y asombros


Sergio Fernández Salvador
Quietud
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2011.


La escueta nota biográfica que figura en la contraportada de Quietud nos indica que su autor nació en León en 1975 y que se trata de su primer libro. Nada más sabemos de Sergio Fernández Salvador.
       Pronto sabremos muchas más cosas, y entre ellas la principal: que se trata de un poeta verdadero, más verdadero que novedoso. Sorprende la reciedumbre de los poemas, su apego a la tierra, el afán de trascendencia junto a ciertas notas de cotidianidad y humor.
            El poema inicial utiliza la técnica del “engaño-desengaño” (tan característica de algunos poemas de Manuel Machado) para hablarnos del arma más peligrosa de todas, las palabras, “pues las carga el diablo”. Pero no es el ingenio el rasgo más característico del libro (también lo encontramos en “Vida de las bolsas” y en algún verso que es casi greguería: “Le cose el tren remiendos a la vieja Castilla”), sino el gusto por la descripción y las estampas familiares junto a la unamuniama inquietud metafísica.
            Unamuno es un poeta muy presente en Quietud ya desde la cita inicial: “¡Oh reposo viviente; / florece solo el agua que está queda!”. En algún caso puede hablarse de directo homenaje, como en las “Dos elegías leonesas”, que comienzan, como el tan citado poema del Cancionero, enumerando topónimos (uno de ellos, montañas: “Catoute, Miravelles, Correcillas…”, y el otro pueblos: “Piornedo, Cofiñal, Fondebadón…”). Lo más frecuente, sin embargo, es que, aprendida bien la lección, el poeta acierte a evitar el pastiche. Coincide así con poetas más recientes que han sabido seguir el ejemplo del rector salmantino esquivando sus manierismos y su frecuente aspereza verbal, como Andrés Trapiello o Antonio Moreno.
            Pero indagar en la genealogía de Quietud –está también ocasionalmente presente Miguel d’Ors— tiene menos interés que ir subrayando aquellos poemas en los que, sin saber cómo, se produce el prodigio: las palabras van más allá de las palabras, nos permiten ver el mundo de otra manera.
            Comienzo este recuento de poemas memorables con “Nocturno”: el paisaje de la noche visto a través de una ventana y la constatación final de que no existen “dos silencios iguales”. El poema siguiente, sin título, se refiere a uno de esos silencios, “misterio primigenio anterior a la música”.
            “Larus Michahellis” nos habla de un tema muy manido, las gaviotas, pero sabe hacerlo alternando los tonos y evitando casi siempre el tópico: “Si a la tarde se atreven a posarse en la playa / caminan tal prudentes jubilados, / las manos a la espalda, ponderando. / Al ocaso se van, riéndose de todo, / a recogerse al castro o a cantil”. El verso final no acierta a resistir la tentación del caligrama.
            Una fotografía (“Cada vez que conecto mi ordenador te veo”) es el punto de partida de “A una roca anfibia”, que en algunos momentos alcanza el empaque de una oda clásica y que termina con un verso que no habría desdeñado firmar Unamuno: “ansia enterrada, muela del orbe, mundo en ti”.
            Quizá no está a la altura de otros poemas “Bolígrafo rojo”, pero es un curioso y original poema de amor. Un editor de la época barroca le pondría un título descriptivo: “El poeta se imagina a su amada corrigiendo exámenes”. Los versos más convencionalmente líricos (“La ventana está abierta y da a los grillos / y a la flor de la acacia”) alternan con otros de humorístico prosaísmo.
            El “Rojo fruto” –así se titula la sección— de los haikus y las tankas no siempre resulta aprovechable. Sergio Fernández Salvador parece necesitar algo más de espacio para sus intuitivos chispazos. Tampoco el laborioso soneto alejandrino “La otra orilla”, con su aire de fábula moral, resulta enteramente conseguido.
            “Acantilados de Buelna” nos vuelve a mostrar al poeta de la naturaleza, mientras que “Savia, sangre” incide en un tema –el de la paternidad— que se presta a todos los consabidos ternurismos, a las fáciles falacias patéticas, y consigue esquivarlos con acierto.
            “Per se” formula la poética que está detrás de los mejores poemas de “Quietud”: “dar noticia cabal del mundo”, levantar “acta fiel de los instantes”, sin la necesidad “de encontrar enseñanzas”, “de buscar moralejas”
Termino este recuento con “Mirlo en el jardín” y con “Moneda última”, dos poemas que bastan, no ya para justificar un libro, sino a un autor.
Hay titubeos, ocasionales torpezas, en Quietud, como no podía ser de otra manera en un poeta nuevo que aparece de pronto, no sabemos de dónde (no tenemos noticia de que hubiera efectuado siquiera el habitual aprendizaje en revistas), pero sirven para subrayar aún más el inesperado y conmovedor prodigio de tantas palabras verdaderas.

jueves, 20 de octubre de 2011

Jean-Claude Carrière: Una extraña pareja o la edición sin editores

Jean-Claude Carrière
Para matar el recuerdo. Memorias españolas
Barcelona. Lumen, 2011.


La más reciente película de Clint Eastwood, todavía no estrenada, se centra en las peculiares relaciones que Edgar Hoover, director del FBI, azote de mafiosos, criptocomunistas y homosexuales, mantuvo durante toda su vida adulta con Clyde Tolson, su lugarteniente.
No menos peculiares parecieron ser las que mantuvo Luis Buñuel con su guionista favorito, Jean-Claude Carrière. Este fue su método de trabajo durante más de veinte años: “Nos levantábamos a las siete y media, cada cual tomaba el desayuno donde quería, luego tres cuartos de hora para pasear, escribir cartas o descansar; después tres horas de trabajo, siempre en mi habitación, comida juntos a la una de la tarde, siesta durante media hora, tres horas más de trabajo por la tarde, otra media hora de reposo, una copa en un bar y finalmente cena, a veces a solas y otras rodeados de amigos”. Por la mañana, lo primero que hacían –como Borges y su madre— era contarse los sueños que habían tenido. Viajan juntos con frecuencia. En el parador de Úbeda vivieron “casi solos durante dos meses” (solo algunos cazadores se quedaban allí de tarde en tarde). Alguna vez al director las ideas se le ocurren en medio de la noche y entonces le pide al guionista que vaya a su habitación porque no puede esperar. Cuando ensayan el guión en el que están trabajando, interpretando cada uno un personaje, Buñuel “suele escoger el papel femenino”. Durante la preparación de Belle de jour, Francisco Rabal se convirtió en el guía de ambos por las casas de citas madrileñas: “A veces, pero en raras ocasiones, Paco y yo –nunca Luis— nos llevábamos alguna chica a la torre. En ocasiones se peleaban por él, y a veces las compartíamos”. A la mañana siguiente, el director de cine quería conocer todos los detalles de la velada. Escuchaba en silencio, explica Carrière, quien añade con cierta ingenuidad: “¿Lamentaba acaso no haberse unido a nosotros? No lo sé. Tenía entonces sesenta y tres años, era robusto, Jeanne Moreau lo encontraba ‘muy atractivo’ y, sin embargo, durante nuestros veinte años de amistad jamás le conocí la menor aventura, ni siquiera venial, ni una sola noche”.
            ¿Y quién era este Jean-Claude Carrière con quien Luis Buñuel quiso compartir los últimos veinte años de su vida? Si lo tuviéramos que juzgar por estas memorias, un completo fraude intelectual. El conocimiento de la cultura española que demuestra no va más allá del de un turista poco informado, salvo quizá en bares y restaurantes. Doy algunos ejemplos. Habla de Toledo y escribe: “Unos amigos españoles me aseguraron que algunas casas habían sido construidas sobre una muralla romana, otras sobre una árabe y que otras habían sido levantadas por los masones católicos (conversos) y que resultaba casi imposible distinguirlas”. ¿Qué masones católicos son esos que se identifican con los conversos? Sobre la sintaxis de la frase no diré nada: todo el libro está redactado así, como por alguien no muy ducho en el uso del lenguaje escrito (y no creo que sea culpa de la traductora, Paula Sanz Cifuentes).
            Comparando el francés con el español, se sorprende de que muchas palabras que en francés empiezan por “f” en español comiencen por “h” y comenta: “Como en todos los secretos, seguramente hay una explicación para esto, pero la desconozco”. Tantos amigos intelectuales y a ninguno se le ha ocurrido hablarle del origen latino de ambas lenguas.
            Tras la vuelta de Fernando VII, España entraría en un periodo de oscurantismo que no desaparecería “hasta la famosa generación de Unamuno, Valle-Inclán, Ortega y Gasset”, es decir –precisa—“hasta el siglo XX”. De la revolución del 68, de Clarín, no parece haber tenido noticias.
            Ya en una obra anterior, Nadie acabará con los libros, conversaciones con Umberto Eco, había afirmado Carrière que en España, por culpa de la Inquisición, no hubo literatura erótica hasta el siglo XX. En estas memorias nos enteramos de la fuente de tan peregrina afirmación. Cuenta que, paseando por las aceras de Madrid, se encontró una tarde con Fernando Trueba. Se fueron a cenar juntos y el director español le habló de su infancia en la España franquista, entre otras cosas: “También me dijo que no conocía ningún texto erótico de la literatura española anterior al siglo XX, tan concienzudo había sido el trabajo de la Inquisición. Como es natural, este fenómeno resulta inconcebible para un francés, del mismo modo que se lo hubiera parecido a un romano del siglo I o a un italiano del Renacimiento”. Dan ganas de ir a la librería más próxima, comprar dos ejemplares de El jardín de Venus, de Samaniego, o El arte de las putas, de Moratín padre, y enviárselos a Trueba y Carrière (pero me da la impresión que Trueba no iba a necesitarlos).
            ¿Y qué decir de la historia del padre de Fernando Rey que supuestamente le contó el propio Fernando Rey? Cierto que fue un general republicano, ayudante de campo de Azaña, condenado a muerte tras la guerra civil, pero todo lo demás es delirante fantasía: “Franco fue informado de ello (Fernando no sabía por quién) y encontró una argucia administrativa para salvarlo del paredón. El general estuvo unos años en prisión con apellido falso y más tarde fue liberado, pero con una condición: tenía que ser declarado oficialmente muerto. No podía dejarse ver ni salir de su casa, donde vivió treinta años en la misma habitación”. Su mujer fue declarada “viuda simbólica de la guerra” —extraña condición administrativa— y gracias a ello “cobraba una pensión”. Lo cierto es que Fernando Casado Veiga fue condenado a muerte, conmutada la pena por treinta años y luego (como Buero Vallejo, como tantos) salió en libertad más o menos vigilada y se ganó la vida como profesor de matemáticas en diversas academias particulares.
            Pero no se vayan porque aún hay más. Nos habla de José Bergamín, que fue su gran amigo, y escribe: “En el exilio fundó una revista de referencia, Cruz y Raya, muy valorada hoy en día”. Pero todo el mundo sabe –salvo Carrière y sus editores— que Cruz y Raya, junto a la Revista de Occidente, es una de las publicaciones fundamentales de la España republicana.
            Resultaría cruel seguir con la antología de lapsus, pero no me resisto a dejar de citar una última perla, que no debería faltar en ninguna antología del surrealismo: “Un día llegamos a pararnos en una capilla en la que escuchamos cantar a un coro de monjas de clausura. Era una impresión totalmente diferente a la que podíamos haber tenido en los cabarets de Barcelona”. ¡Menuda sorpresa debieron llevarse el ilustre director y su inseparable guionista al comprobar que las monjas de clausura no cantan como las cabareteras!
            Parece que los grandes grupos editoriales –Lumen forma parte de Random House Mondadori— han prescindido de la figura del editor responsable que lee los libros antes de publicarlos y hace al autor las observaciones pertinentes. Quizá saben que no es necesario. Seguro que este volumen –curioso a pesar de todo, especialmente por lo que dice sin querer decirlo— recibe los vagos elogios habituales en los suplementos habituales por reseñistas que continúan la publicidad editorial por otros medios y que han tomado la precaución de limitarse solo a hojearlo.

jueves, 13 de octubre de 2011

Andrés Neuman: El arte nuevo de contar un cuento

Andrés Neuman
Hacerse el muerto
Páginas de Espuma. Madrid, 2011.


“Cualquier forma breve podría ser un cuento”, escribe Andrés Neuman al comienzo de una de las series de aforismos con las que, según costumbre, cierra su último libro de relatos. Añade una precisión que no precisa demasiado: “siempre que logre crear sensación de ficción”.
            ¿Logra crear una sensación de ficción el más breve de los que incluye en Hacerse el muerto? Se titula “Ambigüedad de las paradojas” y dice así: “Enterramos a mi madre un sábado al mediodía. Hacía un sol espléndido”.  La dedicatoria final (“El libro entero, siempre, para mi madre. Ella me cuenta”) nos indica que ese relato, y toda la sección en que se incluye, “Una silla para alguien”, tiene menos que ver con la ficción que con la elegía. “Acabo de soñar con mi madre” comienza otra de estas breves y conmovedoras prosas (el sueño sucede en un auditorio de Granada, el último lugar donde ella tocó el violín). Otro comienzo: “Es un día de sol y mi madre ha vuelto. De no se sabe dónde, no se sabe cómo”.
            La literatura es una mentira que, cuando acierta, siempre dice la verdad y donde la verdad, para serlo de verdad, tiene que disfrazarse de mentira. En el brillante cuaderno de ejercicios que es Hacerse el muerto el mayor logro consiste en no distinguir entre la verdad de la vida y la verdad de la literatura.
            En un taller literario, las prosas varias de Andrés Neuman (treinta, agrupadas en seis secciones de cinco cada una) podrían servir para ejemplificar las distintas técnicas con que construir “un cuento posmoderno”. Los aforismos, que no siempre dan en el blanco (como todos los aforismos), y a veces ni lo pretenden, sirven de complemento. Una cita de Novalis aclara que “no hay ninguna diferencia real entre teoría y praxis”, entre decir y hacer.
            La variación, más o menos paródica, sobre un texto anterior es una técnica frecuente.  La encontramos en el primer relato del libro, “El fusilado”, y también en “Vidas instantáneas” o en “Teoría de las cuerdas”. “El fusilado” constituye una variación sobre el comienzo de una novela célebre, Cien años de soledad; “Vidas instantáneas” se escribe sobre la falsilla de los anuncios eróticos de los diarios; “Teoría de las cuerdas” toma como punto de partida una película de Hichtcock, La ventana indiscreta, que antes fue un relato de William Irish: “Vivo sentado en mi escritorio, frente a la ventana. Las vistas no son lo que se dice un paisaje alpino: patio estrecho, ladrillos sucios, persianas cerradas. Podría leer. Podría levantarme. Podría dar un paseo. Pero nada es comparable a esta generosa mediocridad que contiene el mundo entero”.
            En todos sus relatos, Andrés Neuman se muestra como un virtuoso, pero no todos funcionan igualmente. Algunos se vienen al suelo en el último momento, el más difícil de cualquier cuento, aunque busque un final abierto y rechace la pirueta sorpresiva del cierre. Es el caso, me parece a mí, de “El fusilado”, donde la macabra broma da la impresión de un quiebro gratuito, sin justificación interna alguna. Cierto que el narrador “posmoderno” (pongo la palabra entre comillas: es una de esas palabras comodín que lo mismo sirven para un roto que para un descosido) puede crear sus propias reglas en cada relato, pero como el narrador de siempre, una vez creadas, ha de respetarlas rigurosamente si quiere lograr el respeto del lector.
            Tampoco funciona, también defrauda, otro relato paródico (en ese caso no de un texto concreto, sino de las clásicas ficciones anticlericales sobre la lujuria de los conventos), “El infierno de Sor Juana”. Sor Juana se acuesta con cualquiera con la única condición de que no se enamoren de ella; el narrador se enamora y ella le expulsa inmediatamente de su lado tras explicarle la razón de su peculiar comportamiento: se quiere condenar y “no se puede ir al infierno por amor”. Parece que la monja lasciva no conoce la historia de Francesco y Paola o que Andrés Neuman no la recuerda.
            Pero son muchos más los relatos ejemplares, aquellos en que a la técnica –casi siempre impecable— se añade el gratuito don de la gracia. Un acierto “Conversación en los urinarios”, a pesar de que el título promete poco, que es menos un relato que un pequeño ensayo sobre la homofobia y una conseguida pieza teatral; la ruptura de sistema del chiste final no resulta, contra lo que podría esperarse, un pegote para salir del paso.
            Como un poema divido en estrofas separadas por un estribillo está construido “Monólogo de la mirona” (el título disuena: el personaje carece del componente despectivo asociado a “mirona”), aunque nada más distante de la prosa poética que las precisas viñetas costumbristas que lo integran. No desentonaría en cambio en un libro de poemas “Las cosas que no hacemos”; ingeniosos ejercicios resultan igualmente “Bésame, Platón” –el vocabulario filosófico utilizado en el lenguaje erótico— o “Policial cubista”, que algo tiene de estilizada viñeta de cómic.
            Son muchos los aciertos, muchos los diversos tonos de este libro que busca la sorpresa, la admiración, la emoción del lector. La sorpresa la encontramos en cada comienzo de relato (¿qué intentará ahora el autor?, nos preguntamos), la admiración la consigue casi siempre (pocos escritores dominan su oficio –en cualquiera de sus variedades: prosa o verso, ficción o ensayo— como Andrés Neuman), y la emoción las suficientes veces como para que podamos estar seguros de que nos encontramos ante algo más que un buen profesional.

jueves, 6 de octubre de 2011

David Roas: No puede ser, pero es

David Roas
Tras los límites de lo real
Páginas de Espuma. Madrid, 2011.


Fue Todorov, en fecha ya tan remota como 1970, quien por primera vez definió con rigor la literatura fantástica distinguiéndola de otros géneros afines. Y lo más paradójico de su definición era considerarla esencialmente realista. La literatura fantástica no inventa otros mundos regidos por distintas leyes –como los cuentos de hadas, la ciencia ficción, incluso las fábulas de Fedro y Samaniego—, nos habla del mismo mundo en el que vive confiado el lector y en el que de pronto se abre una grieta, ocurren hechos sin explicación. Todorov pensaba que, para que pudiéramos seguir en el ámbito de lo fantástico y no incurrir en el de lo maravilloso, esos hechos extraños deberían tener un carácter ambiguo. ¿Los fantasmas de Otra vuelta de tuerca son verdaderamente fantasmas o solo alucinaciones de la institutriz? El relato no debe inclinarse claramente por ninguna de ambas opciones, y no se inclina en el caso de los mejores relatos de fantasmas de Henry James.
            David Roas –que además de estudioso de la literatura fantástica es un destacado cultivador del género— va un paso más allá. Él no cree necesaria esa ambigüedad. Insiste en el carácter realista de la literatura fantástica. Es fundamental que los personajes del relato vivan en un mundo regido por las mismas reglas que el mundo del lector, no en otro mundo poblado por gnomos y por hadas y en el que son posibles los viajes en el tiempo. El narrador cuida mucho los pequeños detalles exactos que provocan la identificación. El protagonista sube al tren, entra en el metro, llega a casa después de un largo día de trabajo, le abre la puerta a un vendedor a domicilio, abraza a su novia en el cine, y es entonces cuando ocurre algo inesperado, algo que escapa a las leyes de la lógica, algo que “no puede ser, pero es”, como dice el vendedor de Biblias que ofrece el raro volumen en “El libro de arena”, de Jorge Luis Borges.
            La dificultad de la literatura fantástica está no en tratar de explicar lo inexplicable (si hay explicación, deja de haber literatura fantástica), sino en hacer presente en la realidad del texto lo que no puede estar presente de ninguna manera.
            Pero ¿qué es la “realidad” que encontramos en el texto? Un simulacro. ¿Y qué es la realidad que encontramos fuera del texto? Al concepto de realidad, que es naturaleza y es cultura, dedica David Roas el primero de los capítulos de su libro. La “realidad”  en que surge la literatura fantástica es la de un mundo que ha dejado atrás los mitos y se rige por las leyes rigurosas de la física newtoniana.
¿Qué pasa entonces con la literatura fantástica cuando, tras las revoluciones científicas del siglo XX, esas leyes ya no nos sirven para explicar el universo? ¿Tienen sentido los fingidos imposibles de la literatura fantástica después de la mecánica cuántica en la que los mayores imposibles parecen posibles, como estar y no estar en el mismo lugar, como la existencia simultánea de varias realidades?
            David Roas nos refiere sumariamente las paradojas de la mecánica cuántica, que nos presenta un mundo absurdo desde el punto de vista del sentido común, pero no incurre en el sofisma habitual de los malos divulgadores científicos. No nos habla de la posibilidad de los viajes en el tiempo, ni de la existencia de universos paralelos, no transpone las leyes que rigen las partículas subatómicas o las grandes magnitudes cosmológicas a una cotidianidad que sigue tercamente regido por un antes y un después, por la imposibilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo, por las tres dimensiones de la geometría euclidiana y en el que los sueños sueños son. Aunque también es cierto que la realidad cambia según cambia nuestro concepto de ella, pero lo hace lenta e insensiblemente, como se modifica el perfil de las cordilleras.
            La segunda parte de su libro la dedica Roas al otro elemento esencial para que exista literatura fantástica: lo imposible. Con sutileza distingue diversos tipos de imposibles. Los milagros lo son desde el punto de vista de la ciencia, pero no del de la religión. Por eso la literatura hagiográfica medieval no sería literatura fantástica. Margarita la Tornera puede andar corriendo aventuras por tierra distantes sin que en el convento noten su ausencia: la Virgen ocupa su lugar. En un mundo cristiano lo imposible desde el punto de vista de la razón es posible porque Dios, en el que creen autor y lectores, todo lo puede. Pero la rosa que cortamos en el jardín del sueño y que, al despertar, todavía tenemos en las manos no puede ser y, sin embargo, es sin explicación ninguna.
            La irrupción de lo imposible en la realidad, característica de la literatura fantástica, el sentir que el suelo de la lógica cede bajo nuestros pies, produce el miedo, con sus variantes de angustia y de terror, que Roas analiza en la tercera parte de su libro. Una última sección se ocupa del lenguaje preciso para decir lo indecible, para sugerirnos realidades que, en una doble paradoja, están fuera de la realidad, escapan al lenguaje.
            El último capítulo –quizá el más discutible— se ocupa de “lo fantástico en la posmodernidad”. ¿Lo fantástico tiene razón de ser en la actualidad?, se pregunta. La interrogación parece meramente retórica cuando a continuación enumera una serie de excelentes autores –de Juan José Millás a Cristina Fernández Cubas, de Fernando Iwasaki a Jon Bilbao— que destacan hoy en el cultivo del género. La razón de la pregunta está en la “desconfianza ante lo real” que caracterizaría a la “literatura posmoderna”, esa vaga entelequia que, en el mejor de los pasos, no pasa de ser un subgénero de la literatura contemporánea. Como quizá no es más que un subgénero de la literatura fantástica el que David Roas analiza con tanto rigor y sin enredarse demasiado con la terminología en Tras los límites de lo real. Un subgénero que no gusta de vistosas fantasías, de demonios, de extraterrestres, de aparatosos monstruos, sino que en un mundo cotidiano, el tuyo, lector que llegas al final de esta reseña en el papel del periódico o en la pantalla del ordenador, lector que alzas de pronto de vista y te encuentras, frente a frente, con algo que no puede ser, pero es, con…