jueves, 7 de noviembre de 2024

Contra el tiempo

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Geografía de la ventura
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
Bartleby Editores. Madrid, 2024.

El deliberado silencio o la ruidosa polémica que acompañaron a muchas de las obras de Miguel Sánchez-Ostiz, sobre todo a partir de su novela Las pirañas (1992), no deben hacernos olvidar que comenzó como poeta y que lo ha seguido siendo como un hilo cordial que une su incesante dedicación a los más diversos géneros literarios.

            Alfredo Rodríguez, un poeta que ha puesto lo mejor de su empeño en promocionar a otros poetas, sobre todo a su maestro, José María Álvarez, rescata en Geografía de la ventura una muestra significativa de una poesía a la que pocos prestaron atención en su momento, pero que ha envejecido bastante menos que tantas de las que en los años setenta y ochenta acapararon los lectores.

Uno de los escritores a los que más constantemente ha prestado atención Sánchez-Ostiz ha sido Pío Baroja. La culminación de sus afanes barojianos –que, muy en su estilo, le llevaron a enfrentarse con la familia del escritor-- se encuentra en Pío Baroja a escena, “una biografía a contrapelo” --así se subtitula-- que se lee con la misma pasión con que fue escrita y que constituye una de las obras maestras del género.

En Baroja, en cierto Baroja, pensamos al comenzar a leer los versos de Sánchez-Ostiz. No en el Baroja de las Canciones del suburbio, con sus ripiosos octosílabos, llenos sin embargo de encanto, sino en el de tantas páginas en prosa como el “Elogio sentimental del acordeón” o las viñetas que acompañan a los capítulos de la trilogía Agonías de nuestro tiempo; en el Baroja de ensoñaciones aventureras de La estrella del capitán Chimista o Las inquietudes de Shanti Andía. Un buen ejemplo lo encontramos en el poema “Llévame al fin del mundo”, incluido en un libro de 1982: “Hazme escuchar la música de las constelaciones, / llévame donde los ríos aparecen inmóviles, / donde las mariposas nocturnas fosforecen / como una verde lluvia seca y cálida, / enséñame las selvas solemnes y silenciosas como templos / y las ciudades muertas de Tartaria / con rosas de arena en sus jardines. / ¡Goletas hacia las islas de la canela! / Haz que conozca todos los perfumes de más allá del canal de Suez…”. Y sigue la enumeración: “Llévame contigo en la primera caravana de la seda, en la Nave de los Locos, / hazme invisible contigo en el María Celeste, / escóndeme al paso del Barco de la Muerte”.

 A esos viajes soñados a un lugar en el fin del mundo, fuera del mundo, les seguirán otros reales, a los que ha dedicado excelentes libros, pero que no tendrán el mismo eco en su poesía, aunque buena parte de ella sea un “Elogio de la errancia”: “Y al final no hay casa que valga, / no hay casa que te defienda, / no hay casa que de verdad te acoja, / ni patria que merezca la pena”.

            Pero aunque “no hay casa que valga la pena”, Sánchez-Ostiz se ha pasado la vida buscando su “casa de la vida”, como diría Mario Praz, y al final creyó encontrarla en el valle del Baztán, cuyas trochas y veredas recorrerá incansable y cruzarán sus versos.

            Hay muchos Sánchez-Ostiz en Sánchez-Ostiz. El de más inagotable seducción es el de los primeros libros, de versos y de prosas que tenían muy a menudo el aliento de lo poético, el de La negra provincia de Flaubert o Mundinovi, miscelánea en cuyo prólogo se indica que dejó fuera todas aquellos escritos en los que advirtió “una excesiva presencia de lo cotidiano, de la acritud de las circunstancias, de las bufonadas”. Y añade una advertencia muy certera y que él pronto dejaría de tener en cuenta: “Lo desabrido, lo bronco y lo desapacible es algo que envejece mal”.

            Muchos de aquellos primeros artículos podían formar parte de una selección de su poesía, son poesía en prosa; a ratos, como ocurre en Baroja, más poética que la escrita en verso. En algún caso, así fue, como ocurre con las paginas en prosa tituladas “Siempre amanece”, incluidas en Invención de la ciudad, donde hace recuento de su vida sin olvidar los objetos que llenan su casa, desde libros antiguos (un “Alciato comido de ratones”, un “Dioscórides marcado con las huellas de varias generaciones de boticarios”) hasta “un arcángel del barroco cuya policromía se enciende con el sol de la tarde” o “barcos encerrados en botellas que navegan en una niebla de polvo”.

            La exasperación contra la época que le ha tocado vivir también está presente en la poesía de Sánchez-Ostiz, pero hay en ella menos lugar para el improperio, para la “perorata del apestado” (título de Bufalino que cita en algún poema) que en las novelas y en los últimos diarios, más confesionales. Pero toda su obra, tan personal y tan plural, casi inabarcable, no es, en el fondo, sino una diatriba contra el ultraje de los años, contra el tiempo que ni vuelve ni tropieza, que arrambla con todo y que nos envenena con una nostalgia de cosas que no sabemos si sucedieron alguna vez o solo fueron un sueño.