Donna Leon
La palabra se hizo carne
Seix Barral. Barcelona, 2012
No todo ha de ser gran literatura. Siempre Shakespeare cansa. “Roger Sheringham bebió un sorbo del brandy añejo que tenía delante y se arrellanó en su asiento en la cabecera de la mesa”. Así comienza El caso de los bombones envenenados, de Anthony Berkeley, un novelista de la época de Agatha Christie, que ahora Lumen rescata del papel barato de las viejas novelas de quiosco y nos lo vuelve a ofrecer con el envoltorio de la literatura de verdad. Añoramos novelas así –un club inglés, un asesinato rebuscadamente artificioso, un grupo de detectives aficionados que van ofreciendo sucesivas soluciones a cual más sutil e ingeniosa—, pero pronto nos aburren como una adivinanza que dura demasiadas páginas.
Donna Leon quiere hacer algo más que entretener con sus novelas protagonizadas por el comisario Brunetti. En cada una de ellas nos da una lección de su catecismo progresista. La palabra se hizo carne –poco afortunada traducción de Beastly Things— arremete contra el maltrato animal, especialmente contra el producido por nuestra condición carnívora, y contra el dudoso control sanitario de muchos alimentos. Tras leer el capítulo 19 –la visita a un matadero descrita casi como el recorrido por uno de los círculos del infierno— es difícil no sentir el deseo de volverse inmediatamente vegetariano.
Pero el atractivo de las historias de Brunetti apenas tiene que ver con su bien intencionada denuncia de la sociedad contemporánea. Buena parte del éxito se debe al escenario en que transcurren: la ciudad de Venecia, quizá la más seductora de todas las ciudades.
Donna Leon nos invita a pasearnos por la otra Venecia, la ajena al turismo, la de los verdaderos venecianos, que es la que todos los turistas desean conocer. Su visión es pesimista: “La ciudad se degradaba cada vez más, los hoteles proliferaban y los alquileres se incrementaban, cada pulgada disponible de acera se le arrendaba al que quería vender trastos inservibles en un puesto ambulante…”
Sin entrar en descripciones minuciosas, cuida el detalle exacto en los paseos de Brunetti: no deja de señalarnos que en tal lugar, junto a la entrada porticada de la plaza de San Marcos, estuvo la librería Mondadori, ya desaparecida como casi todas las de la ciudad; que la Dogana se encuentra recién rehabilitada (Brunetti se horroriza “por lo que se exponía en su interior”); que el alargado campo de S. Margherita, que de día sigue conservando sus puestos de pescado y de verdura, de noche se convierte en un bullicioso lugar de encuentro juvenil, lo que ha hecho que algunos de sus amigos hayan tenido que buscar alojamiento en otra parte.
El comisario vive en Campo San Polo, en un apartamento con las mejores vistas sobre los tejados, los campanarios y las puestas de sol; su familia modélica es otra de las recurrencias de esta serie de novelas. La mujer, Paola, es profesora de literatura inglesa, lectora incansable de Henry James, feminista, excelente cocinera. Y junto a la familia, la otra familia, la de la comisaría, con sus personajes detestables, como el caricaturizado jefe Patta, los entrañables compañeros, y esa figura casi de cuento de hadas, que es la signorina Electra, a la que no hay secreto que se le resista si es accesible a través de Internet.
La intriga policial no suele ser en Donna Leon lo más importante; casi siempre se trata de un mero pretexto, del que el lector muchas veces acaba desentendiéndose. Atrae más el escenario, la bonhomía del protagonista, la confortable sensación que nos transmite de que en un mundo corrupto, él –y nosotros con él— se mantiene íntegro, escéptico y aparte, encontrando a pesar de todo ocasión para gozar de los buenos momentos de la vida, muchos de ellos gastronómicos.
Pero, tras de tantas novelas, la reiterada fórmula se va haciendo cada vez más evidente, e incluso el lector menos atento acaba viendo acá y allá los descosidos. En el macello de Preganziol unos directivos avariciosos obligan al veterinario a certificar como aptos para el consumo animales que no lo son: “Un ganadero de Treviso traía unas vacas; ya no recuerdo cuántas, puede que seis. Dos de ellas estaban más muertas que vivas. Una parecía que se estaba muriendo de cáncer: tenía una llaga abierta en el lomo. Ni siquiera me molesté en realizarle una revisión médica; hasta un tonto podía darse cuenta de que estaba enferma, toda piel y huesos y con la saliva chorreándole por el morro. La otra tenía diarrea viral”. El lector sonríe: ¿quién va a comprar la carne de esas dos vacas, una de ellas “toda piel y huesos”, por mucho que, mediante chantaje, se obligue al veterinario a darlas de paso? Mal negocio hacían esos corruptos.
La lección de ética que nos ofrece Paola –la pluscuamperfecto Paola— nos deja igualmente perplejos. Con su voto –y con el de otros dos compañeros— consigue evitar que se cometa un acto delictivo: renovarle el contrato a un profesor. No porque sea un mal profesor (uno de los que votan con ella, según ella, sí que lo es), sino porque se trata de un delincuente: “Aunque no ha delinquido en este país, que se sepa. Lo han sorprendido en Francia y Alemania robando libros, y mapas, de bibliotecas universitarias. Como tiene tan buenos contactos políticos, decidieron no presentar ningún cargo, pero su plaza de profesor en Berlín quedó cancelada”. Inmediatamente consigue otra en Italia y nada menos que de “Semiótica de la ética”.
No ha delinquido en este país, dice Paola, pero poco después afirma que continuó con sus robos y que ella le paró los pies. “¿Cómo?”, pregunta su marido. Pues no denunciándolo, como parecería lógico, sino obligando a la biblioteca “a cambiar su política”: “Para acceder a las estanterías, cualquiera que ocupe un cargo inferior al de profesor titular debe disponer de una tarjeta. Como su contrato no es fijo, ni tiene tarjeta ni se la expedirán. De modo que, si quiere consultar un libro, debe pedirlo en el mostrador principal, y después de realizada la consulta, los bibliotecarios lo retienen allí mientras comprueban el estado del libro”.
Parece que Donna Leon, que tan bien conoce las calles de Venecia, conoce un poco peor otros aspectos de la sociedad que tan encomiablemente intenta mejorar.
Mezclar lo útil con lo agradable, según la fórmula horaciana, parece ser la fórmula de la novela negra contemporánea: entretener no basta, hay además que indignarse y denunciar. Otra forma de entretener, en la mayoría de los casos. Y de confortar la buena conciencia de lectores no demasiado exigentes.