lunes, 31 de diciembre de 2012

Lope de Vega y el Códice Durán-Masaveu: Erudición, novelería y poesía


Lope de Vega
Códice Durán-Masaveu
Edición de Víctor de la Concha y Abraham Madroñal Durán
Fundación María Cristina Masaveu
Oviedo, 2012



“¿Acaso vive desconocido el poeta futuro?”, se preguntaba irónicamente Cernuda en el poema “Un contemporáneo”, en el que pretendía, hablando de sí mismo, demostrar precisamente lo contrario. Y añadía: “Lope fue siempre el listo Lope, vivo o muerto”.
            Efectivamente, en contra de lo que quiere el mito romántico, el desconocimiento de un gran escritor por parte de sus contemporáneos tiene más de excepción que de regla. Y Lope de Vega fue, desde su juventud, admirado, venerado, casi idolatrado como ningún otro autor. Buena prueba de ello es que su protector, el duque de Sessa, guardaba cuidadosamente todo papel salido de sus manos, incluso aquellos –ciertas cartas, la huella de determinadas trapacerías eróticas– que no decían demasiado a su favor.
            Gracias al duque de Sessa conservamos más autógrafos de Lope que de ningún otro escritor de su tiempo. El Códice Durán, que ahora se reedita hermosa e inteligentemente, es una de las colecciones más famosas. Los aficionados sabían de él, los estudiosos ya habían reproducido el material inédito, pero solo unos pocos afortunados habían tenido la ocasión de hojearlo, explorarlo, disfrutarlo.
            El códice está formado por diversos cuadernos de trabajo de los últimos años de Lope. Contiene poemas, fragmentos de comedias, textos en prosa. Lope apuntaba, corregía, tachaba, iba tanteando hasta llegar a la solución final, casi siempre la más hermosa y de apariencia más natural. Él se refirió, en unos versos famosos, a que “la pluma y el castigo”, esto es, la corrección, debían dejar “oscuro el borrador y el verso claro”. Su verso claro –aunque no siempre, también quiso presumir de autor rebuscadamente culto, como su gran enemigo Góngora– está en la memoria de todos; esta edición nos permite curiosear en los oscuros borradores que mucho pueden enseñarnos sobre la psicología de la creación.
            Pero al lector no le atrae menos la historia del propio códice, que daría para una entretenida novela. Durante más de un siglo estuvo guardado, junto al resto de los miles y miles de papeles de Lope, en la biblioteca de los duques de Sessa. En 1750 se extingue el mayorazgo y esa biblioteca y todos los otros bienes van a parar a la casa de Altamira. En esos años no parece que fueran muchos los que se acercaran a ellos. La dispersión de los manuscritos comienza en los primeros años del siglo XIX (y no en su segunda parte, como indica, citando a Amezúa, el prologuista de esta edición).
            Intervino en la dispersión un racionero de la catedral de Sevilla, don Miguel de Espinosa. En 1814 hizo de intermediario para que el joven Agustín Durán, tío de Antonio Machado, editor del romancero, adquiriera uno de los tomos de las cartas de Lope, y más adelante le regaló el códice que ahora se reedita, después de rechazar “una respetable suma que le ofrecía un extranjero para vendérselo, según recuerdo, a Lord Holland”.
            Lord Holland fue el noble inglés, gran aficionado a las cosas de España, que protegió a José María Blanco White y a tantos otros liberales españoles. A pesar de la negativa del racionero, el códice acabaría en Inglaterra. Agustín Durán se lo regaló a su hijo Francisco Durán y Cuervo y este a su hijo Francisco Durán y Servent. En 1924 Manuel Machado pudo estudiarlo en casa de las hermanas de este último. Pocos años después, en 1928, se subastaba en Londres. Lo compró Pedro Masaveu por cincuenta mil pesetas. Hoy es propiedad de la corporación Masaveu.
            En el prólogo –sin firma– a esta edición preparada por la Real Academia Española se nos indica que la dispersión de los papeles guardados por el duque de Sessa pudo tener lugar “en el periodo revolucionario de 1868 a 1875”, pero todos los datos que la propia introducción (quizá redactada por varias manos) ofrece lo desmienten. En 1850, Agustín Durán le regalaría a su amigo Pedro José Pidal parte de los manuscritos que le proporcionó el racionero (se trata del Códice Pidal).
            Fueron las ideas románticas quienes añadieron nuevo valor a los papeles de Lope, primero a ojos de los extranjeros y luego de los propios españoles liberados de las anteojeras neoclásicas. Y fueron las turbulencias de la llamada guerra de la Independencia (ese nombre ya es una interpretación ideológica) las que abrieron apolilladas bibliotecas nobiliarias a la curiosidad de los eruditos. ¿Qué relación tenía el racionero sevillano Miguel de Espinosa con los condes de Altamira? La novela de la literatura puede descubrir ahí uno de sus capítulos más apasionantes.
            Con una elegía, que los eruditos creen dedicada a Amarilis, Marta de Nevares, comienza el Códice Durán: “Tan vivo está en mi alma / de tu partida el día, / que vive ya mi muerte, / no vive ya mi vida”. Pero Amarilis murió en 1632 y el poema está escrito antes de 1631; se trataría en todo caso de una elegía anticipada. Antes de escribir “de tu partida el día”, tantea Lope: “aquel tiempo presente”, “aquel último presente”.
            La reproducción facsímil, con los rasgos, los tachones y los borrones de Lope, es para mirar y admirar, para el placer fetichista. La trascripción, con buen criterio, se nos ofrece a dos columnas: en la primera se reproduce el manuscrito con sus enmiendas; en la segunda, el texto “en limpio”. Lope escribe utilizando abreviaturas, sin preocuparse de la puntuación ni, por supuesto, de la ortografía.
El estudio de los manuscritos de los grandes escritores españoles debería recomendarse a quienes se desmelenan apocalípticamente ante la decadencia de la ortografía, símbolo para ellos del hundimiento de la gran cultura. Durante siglos, esos detalles menores fueron cosa de los regentes de imprenta y de los correctores.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Felipe Benítez Reyes: Mundo, tiempo y olvido


Felipe Benítez Reyes
Las identidades
Visor. Madrid, 2012


Como resulta bien sabido, ningún libro es el mismo libro para todos los lectores. Hay lectores inéditos y lectores habituales; los que se enfrentan por primera vez a un autor y los que acostumbran a frecuentarlo. En el caso de Felipe Benítez Reyes, me encuentro entre los segundos. Más de treinta años hace que publica poemas, más de treinta años hace que le leo. Abro por eso Las identidades no exento de prejuicios y con un cierto temor, sin esperar sorpresas, demasiado seguro de lo que voy a encontrarme.
            En un principio, los prejuicios parecen confirmarse: poemas como deshilachados, que juegan a la vaguedad, a las grandes cuestiones sobre el tiempo y el olvido, sobre el ser y la nada.
            En la segunda parte del volumen –“Actualidades y símbolos al paso”– nos sorprende el brío y el brillo de costumbre. Se trata de poemas más anecdóticos y circunstanciales, en algunos casos casi, o sin casi, postales viajeras (“Postal del Báltico” se titula uno de ellos). “Palacio de Invierno, San Petersburgo” contrapone la suntuosa escenografía barroca, minuciosamente descrita, a “la imagen del campesino / que vuelve a su cabaña entre la nieve, / la nieve como un mármol, / la noche como un trono en el vacío”. El mismo recurso encontramos en “Alcazarquivir”: la resonancia heroica del nombre, por un lado, con su evocación del poeta Francisco de Aldana, y el olor a pescado viejo en los alrededores del mercado, “la realidad de hoy y el ensueño de ayer”. El más extenso de los poemas de esta sección constituye un auténtico reto. ¿Es posible escribir hoy un poema sobre Pessoa y Lisboa que no suene a lo consabido, que no esté lleno de manidos tópicos? Benítez Reyes demuestra que es posible y su “Lectura de Lisboa” se convierte en una obra maestra de la poesía impura, de la poesía que no prescinde de la anécdota, que nos habla del mundo que está fuera del poema y que puede utilizarse incluso como guía de viaje y como manual de retórica.
            Con no menos asombro leemos otro poemas de los que algunos considerarán menor, ese “Nápoles, plaza Garibaldi”, que algo tiene de guión cinematográfico, de trepidante inicio de una costumbrista comedia italiana.
            A la poesía viajera –hay también un “Cuento de Tokio”, que parece reescribir un relato de Clarín, y un poema titulado “Turistas”– se añaden las muestras de lo que podría denominarse poesía social, no demasiado frecuentada por Benítez Reyes (al contrario de lo que ocurre con García Montero, su compañero de generación). Los poemas “El precio de un soldado” y “Playa de Rota, octubre de 2003” nos hablan del negocio de la guerra y de la emigración clandestina y lo hacen sin incurrir en el tópico inane ni en la falacia patética. Tampoco incluye en esa falacia “Hospital” ni los otros poemas del libro en que se alude –con pudor– a una muerte cercana. El olor, la luz artificial, el pasillo con perspectiva de túnel, los enfermos entrevistos… Como Antonio Machado, el mejor Felipe Benítez Reyes es un maestro en el uso del símbolo disémico; sabe dar doble luz a su verso; trascender la anécdota realista.
            Volvemos a leer con más atención el resto del libro y descubrimos en él, tras la niebla retórica inicial, al gran poeta de siempre que se atreve a dar una vuelta de tuerca a su poesía. A Francisco Brines se le homenajea en el título de un poema, “La palabra en la oscuridad”, y de Francisco Brines, especialmente de su libro Insistencias en Luzbel, proceden algunos recursos que Benítez Reyes lleva un paso más allá.
            Las paradojas del tiempo, del olvido, de la identidad –de las identidades sucesivas que nos constituyen– son formuladas en poemas que avanzan entre tanteos, que recurren una y otra vez a la paradoja, que no buscan el golpe de efecto ni la imagen brillante. “Entre signos de interrogación” se titula uno de los poemas; entre signos de interrogación parecen escribirse muchos de ellos, los más arriesgados, los más característicos de este nuevo libro.
            En el que no falta –ya lo he dicho–  el Benítez Reyes de siempre. El que gusta de la culturalista enumeración caótica (“Antigüedades”), del mundo del circo, convertido en símbolo de la vida humana (“El espectáculo”), de los viajes soñados en la infancia, el dedo sobre el mapa (“Atlas Geográfico Universal, 1972”), del humor (“Tabaco: el propósito y la enmienda”).
            Poesía metafísica, sapiencial, es la más característica de este nuevo libro de uno de los grandes poetas de hoy, pero su sabiduría está hecha de conjeturas, paréntesis, hipótesis, divagaciones. A unas pocas ocasiones, como en “Canción del dejarse llevar”, parece aproximarse a la poesía despojada, cotidiana en hímnica del último Vicente Gallego.
            Los lectores habituales de Benítez Reyes entramos Las identidades con un cierto temor a encontrarnos la reiteración algo cansina de una esmerada caligrafía. Y hay reiteración, pero no nos importa, y hay un intento de ir más allá, de ir más hondo, que a veces resulta frustrado, pero tampoco nos importa. Las ocasionales caídas constituyen la mejor demostración de que el poeta está vivo, sigue creciendo, arriesgando. Y sorprendiéndonos, admirándonos, enriqueciéndonos. 

lunes, 17 de diciembre de 2012

Hellen Keller y Anne Sullivan: Dos mujeres, un milagro


Hellen Keller
La historia de mi vida
Traducción de Carmen de Burgos
Sevilla. Renacimiento, 2012.


Pocas historias tan fascinantes y tan justamente populares como la de Hellen Keller, la niña que a los dos años se quedó sorda y ciega y que, a pesar de ello, llegó a la universidad, escribió libros, renovó los métodos de enseñanza de las personas deficientes.
            Sorprende que, a pesar de esa popularidad –pocas personas no habrán oído hablar de ella–, su temprana autobiografía, el libro que dio origen al mito, no hubiera sido reeditado desde su primera aparición española en 1905. Solo dos años antes se había publicado en inglés La historia de mi vida, lo que da idea de la inmediata divulgación mundial del caso, ciertamente asombroso, de Hellen Keller y de su maestra.
            En 1887, cuando la niña tenía siete años, se hizo cargo de su educación, tenida hasta entonces por imposible, Anne Sullivan. El relato de cómo consiguió enseñarle la primera palabra, establecer una relación entre una realidad exterior y los signos que trazaba sobre su mano todavía nos conmueve: “Bajamos por el sendero hacia el pozo, atraídas por el aroma de la madreselva que lo cubría. Alguien sacaba agua, y la maestra me colocó la mano bajo el chorro. Mientras experimentaba la sensación del agua fresca, escribió miss Sullivan sobre mi mano libre la palabra agua, primero lentamente, después con más presteza. Permanecí inmóvil, con toda la atención concentrada en el movimiento de sus dedos. Súbitamente me vino un confuso recuerdo de cosa olvidada hacía mucho tiempo; de golpe el misterio del lenguaje me fue revelado”.
            Hellen Keller es la protagonista de La historia de mi vida, pero ¿es también su autora? Hoy sabemos que, para escribirlo, contó con la ayuda de Anne Sullivan y del marido de esta, John Albert Macy, prologuista y editor de las cartas que integran la segunda parte del volumen. ¿Hasta dónde llegó esa ayuda? Es muy posible que –como ocurre con las memorias de los expresidentes y otras figuras populares– el libro lo redactara íntegramente Macy basándose en el testimonio de las dos mujeres.
            “Mi maestra está tan íntegramente ligada a mí, que apenas tengo idea de mí misma sin ella”, escribió Hellen Keller. Su relación fue un punto más allá que la habitual entre maestro y discípulo. Hasta la muerte de Anne Sullivan, en 1936, establecieron una estrecha simbiosis; resulta bastante probable pensar que toda la obra de Hellen Keller deba en realidad ir firmada por las dos mujeres.
            En La historia de mi vida hay un capítulo sorprendente, el XIV, en el que se nos cuenta “el negro nubarrón” que oscureció el cielo azul de la infancia de Hellen en el invierno de 1892. A los doce años, poco después de aprender a hablar, escribió su primer cuento, que admiró a todos, y que fue publicado. En seguida alguien descubrió que se parecía mucho, en el fondo y en la forma, a otro aparecido bastantes años antes. Se la acusó de haber cometido un plagio ayudada por Anne Sullivan. Pero resulta que al parecer Anne Sullivan nunca había oído hablar del relato original y que Hellen Keller tampoco recordaba haberlo leído, aunque dadas las semejanzas, llega a suponer que se lo leyó una amiga con la cual pasó algunos días. Olvidó por completo el hecho y, sin embargo, fue capaz de reproducirlo tiempo después, casi con las mismas palabras. Esta es la explicación que da: “En aquel tiempo los relatos significaban muy poco para mí; pero el mero hecho de deletrear palabras nuevas bastaba para distraer a una niña incapaz de distraerse sola; y aunque no recuerdo ni una sola circunstancia relacionada con la lectura de los cuentos, estoy segura de que hice un gran esfuerzo para recordar las palabras, con la intención de preguntarle su significado a miss Sullivan cuando regresase. Es indiscutible que se fijaron indeleblemente en mi cerebro, aunque nadie lo supo, ni yo misma, hasta pasado mucho tiempo”.
            La explicación de ese plagio inicial resulta confusa. Lo que queda claro es que, desde los comienzos de la actividad intelectual de Hellen Keller, hubo indicios de superchería. Nada menos que una comisión de ocho miembros, cuatro de ellos ciegos, juzgó el caso del plagio de su primer relato. El director de la publicación en que había aparecido, que formaba parte de esa comisión, creyó en su inocencia y en la de Anne Sullivan. Pero dos años después cambió de opinión. ¿Qué le hizo cambiar? “No lo sé –escribe la propia Heller Keller–. No conozco los detalles de la indagación. Ni siquiera he sabido los nombres de los miembros de la comisión, que no hablaron conmigo”.
            Hellen Keller sobrevivió largos años a Anne Sullivan; murió en 1968. Sería curioso comparar lo que escribió antes y lo que escribió después de la desaparición de su maestra. En cualquier caso, fue algo más que un ejemplo de superación, que uno de los seres humanos más admirables que hayan existido nunca: fue también –sola o en colaboración–  una gran escritora, una ensayista capaz de llevar la prosa al borde mismo de la poesía. Ejemplo de ello es, mejor que La historia de mi vida, otro de sus libros, El mundo en que vivo, de 1908, traducido al español en 1945 por la editorial Sudamericana y publicado recientemente en nueva traducción por Atalanta. Termina ese volumen –que contiene uno de los más hermosos elogios de las manos que se hayan escrito nunca–  con un conmovedor “Canto a la oscuridad”: “Madre bendita que en tu pecho tibio / me acunas dulcemente”.
            Quizá la historia de Hellen Keller no fue enteramente como nos la han contado. No parece probable que quien a los siete años no sabía hablar ni leer ni escribir, antes de los veinte –según se afirma en La historia de mi vida–  ya leyera en latín a Horacio y en francés a Corneille. Pero de lo que no hay duda es que las dos mujeres que hay detrás del mito fueron dos seres excepcionales. Ni de que ese mito cambió para siempre la consideración de los ciegos y de los sordomudos. Ni tampoco de que Hellen Keller, o Kellen-Sullivan, forma parte, no solo de cualquier colección de vidas ejemplares, sino de la historia de la gran literatura.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Luis Antón del Olmet: La otra víctima del Eslava


Luis Antón del Olmet
Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas
Edición de Rubén López Conde
Ginger Ape Books & Films
Almería, 2012


El día dos de marzo de 1923, a las tres de la tarde, sonó un disparo en el saloncillo del madrileño teatro Eslava. Se estaba ensayando la obra El capitán sin alma, estrenada poco antes en San Sebastián. Sus autores eran Luis Antón del Olmet, uno de los nombres más significados en la literatura del momento, y Alfonso Vidal y Planas, un escritor recién salido del famélico mundo de la bohemia gracias al éxito de Santa Isabel de Ceres, melodrama sobre una prostituta que se redime gracias al amor de un poeta (al parecer tenía un trasfondo autobiográfico). La relación entre ambos colaboradores resultaba desigual: uno, de fuerte carácter, acostumbrado a los lances de honor, marcaba siempre el rumbo, imponía las decisiones; el otro, un apocado ex seminarista maltratado por la vida, aceptaba gustoso el segundo plano, la reiterada humillación. Pero algo ocurrió aquel día, o algo había ocurrido aquellos días, y a las tres de la tarde sonó un disparo y la víctima se convirtió en verdugo.
            Como no podía ser de otra manera, aquel asesinato ocupó la primera plana de los periódicos durante bastante tiempo. Alfonso Vidal y Planas fue a la cárcel, siguió colaborando desde ella en numerosas publicaciones, sobre todo en las dedicadas a la novela corta, tan populares entonces. Luego se perdió su pista en el turbión de la guerra civil hasta reaparecer –Francisco Ayala lo cuenta en sus memorias– en Estados Unidos convertido en profesor universitario de filosofía.
            Fue un crimen extraño el del teatro Eslava. Desde el primer momento las simpatías se dirigieron todas hacia el asesino. Alfonso Vidal y Planas era un buen hombre, aunque un mal escritor. Todo lo contrario que Luis Antón del Olmet, un personaje sin escrúpulos al que muchos odiaban, pero un más que notable escritor.
            Lo confirman estas Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas que ahora reedita una poco conocida editorial y que quizá sirvan para llamar la atención de otras y rescatarle del purgatorio de las librerías de viejo. Reúne el tomo, cuya edición original es de 1913, cinco relatos publicados inicialmente en El cuento semanal y en Los contemporáneos, las famosas revistas dirigidas por Eduardo Zamacois. El tono de cada una de ellas es muy distinto; demuestran a las claras que Antón del Olmet distaba de ser un escritor monocorde, al contrario que el quejumbroso Vidal y Planas.
            “Vaho de madre”, ambientada en Galicia, tiene el garbo estilístico de los esperpentos, aunque en 1911 –cuando se publicó por primera vez–  Valle-Inclán apenas había tanteado esos caminos.
            El relato siguiente, “La verdad en la ilusión”, está dedicado “a un hombre bárbaro y feliz que vive sin penas y sin literatura”, todo lo contrario del autor. Se trata de una utopía que, como todas, habla del mundo contemporáneo. El narrador se despierta en la vitrina de un museo “expuesto como un vestigio de civilizaciones pretéritas”; vuelve a la vida cuatrocientos años después. El mundo del futuro es un mundo de hombres desdentados porque se alimentan con píldoras, que no tienen nombre sino número, que no conocen la familia ni el amor: “Un ciudadano del siglo actual sabe que cuando los hombres eran bárbaros cortejaban a las mujeres, las perseguían, pillaban catarros bajo sus balcones, se casaban con ellas. Eso pertenece a un pasado pintoresco y lírico, realmente despreciable y ruin. Ahora un hombre consciente sabe qué es una mujer, en qué consiste una mujer, la analiza, la ve en todas su entrañas, en todas sus células. No puede amarla. Se limita a comprenderla”. Antón del Olmet quiere dejar claro que el mundo futuro del que habla no es más que una caricatura del actual. “Hemos llegado al extremo –le explica el ciudadano del mañana al narrador–- de ser preciso halagar con premios importantes a los que pierden su tiempo, el áureo tiempo que reclama el estudio, procreando estúpidamente”. Y este responde: “Algo así fue necesario hacer en Francia cuando yo vivía”. De todos lo inventos que Antón del Olmet imagina en su mundo futuro solo uno se ha hecho realidad: el teléfono sin hilos que suena de pronto en un bolsillo.
            En “La viudita soltera” lo que menos importa es el relato de un contrariado amor adolescente. Por las mismas fechas en que Pérez de Ayala evoca la vida en los colegios de jesuitas en su novela A.M.D.G, Antón del Olmet sitúa a su personaje, de quince años, en un internado de Orihuela. Y cuenta, sin demasiado escándalo, sin ponerles su verdadero nombre, anécdotas de la vida colegial que tienen que ver con el abuso sexual y con los malos tratos.
            El tono vuelve a cambiar en “¡Quiero que me ahorquen!”, que aúna costumbrismo y feísmo con ecos de Poe y de Dostoievski. Como todos estos relatos, tiene un gran valor sociológico: ayuda a comprender la sociedad de hace un siglo mejor que muchas sesudas monografías.
            Costumbrismo hay también en “La risa del fauno”, pero ahora no ambientado en los barrios bajos madrileños, sino en la buena sociedad que veranea en La Granja en torno a la Infanta. La historia que se nos cuenta es claramente una historia de amor entre mujeres. No se emplea nunca la palabra lesbianismo, pero no se nos ahorran los detalles. Se trata de dos amigas que viven juntas. Una se ha demorado en la cama; la otra, que no quiere llegar tarde a misa, le dice al despedirse: “Ahora un besito. No; ha de ser en los dientes, en los dientecillos”. Y así continúa el narrador: “Laura se defendía débilmente, hurtando el cuerpo, lanzando risas entrecortadas en un pugilato lleno de coquetería. Al fin quedó presa entre los brazos robustos de Rosa. Y sus labios gruesos y rojos se hundieron en los labios finos y exangües de Laura, y estuvieron un momento, avariciosos y glotones, acariciando la nieve de aquellos dientes diminutos”.
            La obra literaria de Luis Antón del Olmet es abundante, a pesar de su breve vida (que daría sin embargo para una novela al estilo de Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada). Y esa obra –al contrario de la que tantos bohemios– no es una anécdota más en una vida llena de ellas. Luis Antón del Olmet merece figurar por derecho propio –como narrador y como cronista excepcional– entre los escritores más destacados de su tiempo. 

martes, 4 de diciembre de 2012

Vicente Huidobro: Matonismo, publicidad y poesía


Vicente Huidobro
Poesía y creación
Selección y prólogo de Gabriele Morelli
Fundación Banco de Santander
Madrid, 2012


Gabriele Morelli comienza su prólogo a Poesía y creación afirmando que la personalidad “egolátrica y polémica” de Vicente Huidobro, su “carácter hiriente” y su “narcisismo exacerbado” han dificultado la difusión de su obra. No estoy yo tan seguro. Ninguna historia de la poesía española del siglo XX puede prescindir de su nombre, pero las antologías –y la memoria de los lectores–  pueden prescindir quizá de sus versos.
            Quiso ser el nuevo Rubén Darío, el gran renovador, el iniciador y el maestro insuperable de una nueva época. Al servicio de esa empresa puso toda su fortuna y todo su talento de publicista. Llegó incluso a fingir un secuestro. Tras la publicación de Finis Britanniae, un panfleto contra el colonialismo inglés, “contó que había sido introducido en un automóvil, inmovilizado con cloroformo y obligado mediante amenazas a retractarse de su acusación, pero que él se había negado con fuerza y al cabo de algunos días y de nuevo drogado había sido liberado y abandonado cerca de su casa”. La prensa internacional comentó el supuesto secuestro, que le costó la amistad con Juan Gris, algo más que uno de sus mejores amigos, también el colaborador de muchos de sus versos, sobre todo en la versión francesa. El pintor no aceptaba esos modos de promoción.
            La egolatría de Vicente Huidobro solo tiene comparación con la de Juan Ramón Jiménez (la egolatría, no el talento). “La poesía contemporánea comienza en mí” dice el titular de una entrevista de 1939 reproducida por Gabriele Morelli. “¿Qué piensa de García Lorca?”, le preguntan. Y responde: “Que es un poeta muy mediocre. Para mí no tiene ningún interés”. Unos años antes, cuando Lorca estaba en Buenos Aires, le había escrito una carta también reproducida en la antología: “Me dicen que es posible que te vuelvas a España sin haber venido a Chile. Eso sería intolerable y absurdo. Venir a América y ya una vez aquí volverse sin llegar hasta mí, que estoy aquí de paso, se diría solo para esperarte, es una ofensa”. Era una ofensa que un poeta visitara América y, aunque tuviera que recorrer cientos de quilómetros para ello, no se acercara a rendirle pleitesía. “¿Qué piensa de Pablo Neruda?, le pregunta el entrevistador. “¿Con qué intención me hace usted esta pregunta?”, responde irritado. “¿Es forzoso bajar de plano y hablar de cosas mediocres? Usted sabe que no me agrada lo calugoso, lo gelatinoso. Yo no tengo alma de sobrina de jefe de estación”. Lorca es mediocre, la poesía de Neruda es una poesía “fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es, como dice un amigo mío, la poesía especial para todas las tontas de América”.
            Los materiales complementarios –manifiestos, entrevistas, cartas–  que Gabriele Morelli añade a su antología no dejan en muy buen lugar a la persona del poeta. Le han llegado rumores de que Buñuel anda diciendo que si él habla mal del surrealismo es porque no le dejaron entrar en él y le escribe una carta que termina con un párrafo que convierte en versallescas las actuales polémicas entre escritores: “En cuando a lo que me manda decir de que se caga en mí, esto es gratuito y fácil… de boquilla… que de otro modo sépase que el día que me tocara usted un pelo sería un día bien triste para sus dientes y si fuera usted más fuerte que yo se encontraría usted cinco tiritos en el vientre aunque tuviera que buscarlo debajo de la tierra y aunque me pudriera en una cárcel”. La despedida no puede ser más elegante: “Solo me queda agregarle, para terminar, que yo también le mando decir que me cago en usted hasta su quinta generación”.
            Así se las gastaba el bueno de Huidobro, el poeta que deslumbró a los epígonos de un ya cansino modernismo. Gerardo Diego, uno de sus primeros y más fieles discípulos, escribió: “En España, después de su primera aparición legendaria  –Huidobro adolescente y ya con mujer, hijos, un negrito y millones, se decía por la pobretería de las tertulias cafeteriles de madrugada–, allá por el año 1916, cuando apenas alboreaba la consigna creacionista entre el verdor de sus primeros libros, el poeta era esperado como un meteoro fabuloso”.
            A Huidobro, como a los poetas renovadores de entonces, les preocupaba menos la calidad que la novedad de su poesía. La gran obsesión de Huidobro era demostrar que el creacionismo era un invento enteramente suyo, que lo había traído de América, que no lo había aprendido en París. Por ello no tuvo inconveniente en imprimir en Madrid uno de sus libros –El espejo de agua– falsificando el año y el lugar de edición para que pareciera que se había publicado en Buenos Aires antes de su viaje a Francia.
            Pero al lector le importa poco saber quién fue el primero en utilizar ciertas metáforas o determinados juegos tipográficos. ¿Desmerece algo los sonetos de Garcilaso el que el Marqués de Santillana se anticipara en escribir “al itálico modo”?
            La poesía creacionista o ultraísta de Huidobro (los dos nombres son intercambiables en la realidad de las obras, aunque quizá no en la anécdota de los manifiestos) tiene una gracia de época, pero resulta tan fácilmente imitable no es ni mejor ni peor que la de tantos nombres hoy olvidados y recogidos por Juan Manuel Bonet en su reciente antología de la vanguardia.
            El mejor Huidobro, a mi entender, es que el se olvida de las novedades, el de los años cuarenta, el que ya no tiene que sorprender a nadie ni demostrar que es el primero, el de El ciudadano del olvido y, sobre todo, Últimos poemas.
            Pero si solo hubiera escrito estos libros no ocuparía el lugar que ocupa en las historias de la literatura, que a veces tiene poco que ver con la historia de la literatura, y que gustan sobre todo de polémicas y rupturas, y de movimientos que generen abundante bibliografía y etiquetas de fácil uso didáctico.