martes, 28 de agosto de 2012

Algo de su magia: poemas de la Alhambra



Memoria poética de la Alhambra
Edición de José Carlos Rosales
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2011


La poesía no gusta de lo poético. En una antología de poemas sobre Venecia, ¿cuántos poemas encontraríamos? Tan pocos quizá como en la Memoria poética de la Alhambra que ha preparado José Carlos Rosales. Es un libro amplio y de precisa erudición. Se lee con gusto el prólogo (sagaz indagación de un tópico que alcanza su plenitud en el romanticismo) y con no menos gusto y provecho las semblanzas finales de los poetas, figuras mayores de la historia literaria unos, olvidados –no siempre injustamente- otros.
     A la Alhambra, como a Venecia, nunca se llega por primera vez y siempre se llega por primera vez. Su seducción no la desgasta ningún tópico, resiste inmune la cascada de elogios y malos versos.
¿No los hay buenos en este cumplido centón? Por supuesto, comenzando por los maravillosos romances fronterizos: “¿Qué castillos son aquellos? / ¡Altos son y relucían! / La Alhambra era, señor, / y la otra la Mezquita, / los otros los Alixares, / labrados a maravilla”.
     Pero en los mejores la Alhambra es solo una resonancia, una sugestión, o ni siquiera está presente. Es lo que ocurre en Boscán (“Quien dice que la ausencia causa olvido / merece ser de todos olvidado”), o Ángel González, que en su poema “Sol ya ausente” habla de “la piedra que recoge lo que el cielo desdeña”; solo un dato externo –se escribió en el Carmen de la Victoria– nos permite relacionar esa “piedra” con las piedras de la Alhambra:

       Todavía un instante,
       mientras todo se apaga,
       la piedra que recoge lo que el cielo desdeña,
       esa mancha de luz
       para cuando no quede
       un poco de calor,
       para cuando la noche…

    A cartón piedra nos suena casi toda la quincallería romántica y modernista, comenzando por Zorrilla y sus infinitos imitadores: “Dejadme que embebido y estático respire / las auras de este ameno y espléndido pensil. / Dejadme que perdido bajo su sombra gire, / dejadme entre los brazos del Darro y del Genil…”
Mejor que los versos han resistido la crónica periodística de Rubén Darío o los apuntes autobiográficos de García Gómez y Francisco Ayala.
    La poesía no gusta de lo convencionalmente poético. Ante la Alhambra, ante el Generalife, “huerta que par no tenía”, el poeta debe callar, o dar un rodeo, no mirar directamente al tema para que su luz no queme los versos sino solo los ilumine con algo de su magia.

lunes, 20 de agosto de 2012

Clarín y Botrel o cómo no debe editarse un clásico contemporáneo


Leopoldo Alas “Clarín”
Cuentos morales
Edición de Jean-François Botrel
Cátedra. Madrid, 2012


Jean-François Botrel es uno de los máximos especialistas en la obra de Leopoldo Alas, y responsable, junto a Yvan Lissorges, del rescate del total de su obra periodística. Se podría afirmar, sin mucha exageración, que sabe todo lo que hay que saber sobre Clarín. Sin embargo, su reciente edición de Cuentos morales está lejos de ser una edición ejemplar.
Francisco Rico, a propósito precisamente de la colección Letras Hispánicas, en la que se incluye la edición de Botrel (y que es la más difundida entre los estudiantes), escribió que “con su hojarasca erudita a pie de página” sirve, sobre todo, para alejar de la lectura de los clásicos a los lectores de buena voluntad.
Cuentos morales es quizá el mejor fruto de la madurez creativa de Clarín. Incluye algunos de sus relatos más conmovedores e inolvidables –“El Quin”, “Viaje redondo”, “El sustituto”–, pero a nadie que no conozca esa obra le aconsejaría yo esta nueva edición. En nada mejora, y en algo empeora, a cualquiera de las anteriores que se limitan a reproducir los cuentos de Clarín, con la ortografía actual, y el único añadido de un breve prólogo.
Y no es que Jean-François Botrel sea un editor especialmente desafortunado. Se limita a aplicar, con mejor o peor fortuna, las ideas corrientes entre los estudiosos universitarios sobre lo que es una edición crítica, rigurosa, “científica”. Y son esas ideas las que están equivocadas, especialmente cuando se aplican a la literatura contemporánea. Trataré de explicar por qué.
Editar un texto no es convertirlo en pretexto para exhibir nuestros saberes sobre el autor, la época o cualquier otra cosa que tenga con él alguna relación. Ni ir señalando, sin perdonar minucia, todas las erratas que se han corregido. Ni mucho menos tratar de ahorrar al lector la consulta al diccionario copiando a pie de página la definición de las palabras que nos parecen poco usuales.
Editar una obra literaria es ofrecerles a los lectores, con ortografía actual, un texto lo más cercano posible a la intención última del autor. Un texto limpio, sin más notas a pie de página que las imprescindibles. ¿Y cuáles son las imprescindibles? Las que aclaran términos que tenían un significado cuando se publicó la obra y hoy tienen otro distinto; las que se refieren a hechos históricos o culturales que el autor daba por supuestos en sus lectores y hoy han dejado de ser patrimonio del lector común. La función del editor de una obra de otro tiempo es conseguir que los lectores se enfrenten a ella, en lo posible, de la misma manera que lo hicieron los lectores coetáneos.

Exactamente 1029 notas añade Botrel a los cuentos clarinianos. De ese largo millar por lo menos la mitad sobran sin ninguna duda, y de la mayoría de las otras hay pocas dudas de que también deberían desaparecer.
Puede parecer una afirmación en exceso rotunda, pero cualquiera que lea el libro (estas ediciones más o menos eruditas solo suelen hojearse por encima, por eso gozan de tanto crédito) se dará cuenta de que resulta evidente. Veamos algunos ejemplos: Botrel nos aclara en nota que la Marsellesa es el “himno nacional francés”, que Judas es el apóstol que traicionó a Cristo, que las Bucólicas, la Geórgicas y la Eneida son “las obras más famosas de Virgilio”, que el “Infierno”, de Dante, es una de las partes de La divina comedia o que Poncio Pilato es “el procurador romano de Judea que al ser pedida la muerte de Jesús por la muchedumbre se lavó las manos para manifestar que no se hacía responsable, y entregó Jesús a la muchedumbre”. Ejemplos como estos hay casi uno en cada página. No me resisto a citar otras muestras de “erudición”. Alude Clarín, en el relato “Don Urbano”, a “las siete colinas de Roma” y Botrel, nota al canto, aclara: “siete colinas de Roma: el Capitolio, el Palatino, el Aventino, etc.”. No le importa que Clarín, que escribía en los periódicos, explique ya un término que puede resultar extraño. “Si Rosario hubiera sido bas-bleu, una literata…”, escribe en “Snob”, y Botrel aclara: “mujer con pretensiones literarias”. Otas notas nos indican que el volterianismo es la filosofía de Voltaire, que el Nalón es un río de Asturias y muchas más obviedades. Pero no siempre sus innecesarias informaciones resultan lo suficientemente precisas. El protagonista de “Boroña” soñaba con el pan de maíz de su niñez incluso “paeándose en Nueva York por el Broadway”, y el editor nos aclara: “desde mediados del siglo XIX, la calle de Nueva York había venido a ser el barrio de los teatros”. Pero Broadway no es una calle, sino una avenida de muchos kilómetros y solo un trozo de ella, en torno al cruce con la calle 42 se convierte en el barrio teatral (espero que los lectores me perdonen que haga de Botrel, explicando lo que nadie ignora, para criticar a Botrel).
Al contrario que otros editores, cuando Botrel no sabe algo lo indica en nota. Pero eso aumenta nuestra perplejidad. En un pasaje de “El cura de Vericueto” se oye tocar las campanas (“Es la misa de fray Fernando”, dice Clarín) y los personajes dejan de jugar a las cartas para asistir a la función religiosa. “Misa por ahora no documentada”, anota Botrel. ¿Qué documentación querrá de esa misa ficticia en un relato ficticio?
¿Y qué decir de las definiciones copiadas del diccionario de la Academia? Pues que son arbitrarias. No sabemos por qué considera necesario copiar la definición de “parroquiano” y no la de “cenobita”, la de “Nochebuena” (“noche de la vigilia de Navidad”) y no la de “cofradía” o “laico”.
La explicación que nos da es que anota las palabras que pueden plantear alguna duda a “un aprendiz de hispanista francés”. No entraré yo en si deja o no en un buen lugar a estos “aprendices de hispanista”, pero estoy seguro de que todos saben consultar por sí mismos el diccionario (en papel o en Internet) cuando lo necesitan.
Notas todavía más superfluas son las que nos aclaran que ha corregido una errata (son las notas preferidas en los pseudoeditores que quieren ofrecer una edición “rigurosa” y “científica”). Erratas evidentes, como cuando en la edición original aparece un “mas” sin tilde y el sentido nos dice que se trata del adverbio. ¿Se imaginan una edición actual de cualquier libro en la que el editor anotara a pie de página todas las erratas y lapsus que le ha corregido al autor?
Parece replicar Botrel a estas observaciones Botrel cuando escribe: “En cualquier caso, el lector siempre tiene la libertad de prescindir de lo que, para él, puede resultar engorrosa ayuda”. Lo que viene a ser como si, en un concierto, cuando protestamos porque ante las explicaciones de alguien en medio de la música, nos respondieran: “Pues si para ti no son necesarias mis explicaciones. no las escuches”.
La lectura literaria, que no el análisis ni el comentario de un texto, tiene su ritmo y su magia y su atmósfera; no puede ser interrumpida a cada poco por las pedanterías, más o menos pertinentes, de ningún erudito y, mucho menos aún, por explicaciones del tipo “eso es una trompeta” cada vez que suena una trompeta (Botrel resulta especialmente aficionado a esas redundancias).
El sentido común es el menos común de los sentidos, habría que repetir una vez más. Y sentido común es lo primero que le pediríamos a cualquiera que ha de realizar una actividad intelectual. Algunos de los relatos de Cuentos morales se publicaron, seriados, en la prensa, y en ese caso cada entrega terminaba con la indicación “continuará”. Naturalmente esas indicaciones desaparecieron al incluirlos en libro. ¿Qué sentido tiene recuperarlas ahora en nota? Ninguno, salvo que quede claro que Botrel ha consultado la primera aparición en prensa. Y que no piensa en los lectores al preparar su edición, sino, quizá, “en los aprendices de hispanista”.



Todos estos reparos se dirigen menos a un estudioso concreto, Jean-François Botrel, al que todos los interesados en Clarín (y en la literatura española del XIX) debemos estar agradecidos, que a una equivocada idea de la edición “crítica”, muy extendida entre los investigadores universitarios.
Pero el último reparo que voy a poner sí va dirigido directamente a Botrel. Escribe en su nota a la edición: “En la misma puesta en página se sigue la de la edición prínceps (con sus asteriscos, blancos, etc), incluso cuando la estructura dialogada, como en La tara, podría apuntar hacia una presentación ‘tipográfica’ teatral, conocida del asiduo lector de ediciones dramáticas y del autor de Teresa y, por ende, se supone que rechazada por Clarín”. Párrafo confuso donde los haya. Y absurdo en lo que puede entenderse: señala Botrel que no ha cambiado la disposición tipográfica de “La tara” (¿y por qué había de hacerlo?) ya que Clarín, si lo hubiera querido, la habría dispuesto como una obra de teatro. Pero resulta que, por un lado, en “La tara” los diálogo se disponen como en las obras de teatro (con la indicación al comienzo de cada frase del personaje que habla), y que, por otro, precisamente en ese cuento no se ha respetado la “puesta en página” de la edición prínceps (se añaden blanco tipográficos donde no los había, se cambian a versalitas los nombres de los personajes). Tanto afán “científico” y luego resulta que, según indica, reproduce el texto de la edición prínceps “a partir de la versión informática utilizada por Cátedra para el tomo primero de Narrativa completa de Leopoldo Alas Clarín”. Y sin tomarse el trabajo de cotejarlo con la primera edición (esto no lo indica, lo deduzco yo: hay otros cambios menores en la “versión informática” reproducida que le han pasado inadvertidos).


Una cancioncilla de Antonio Machado (que le gustaba repetir a Luis Rosales) dice así: “Por dar al viento trabajo / cosía con hilo doble / las hojas secas del árbol”. Habría quizá que repensar los estudios universitarios de literatura: trabajo inútil, cuando no contraproducente, basura curricular en buena parte de los casos. No en todos, por supuesto.



martes, 14 de agosto de 2012

Vicente Luis Mora: Falso Apocalipsis

Abundan las teorías apocalípticas acerca de Internet. Y no solo, ni especialmente, entre la gente común. En El lectoespectador (Seix Barral), de Vicente Luis Mora, “premiado como bloguero, como investigador y como ensayista”, encontramos una “microdistopía” situada en un futuro cercano, el 2014. Un atentado terrorista destruye el superordenador de Google localizado junto al río Columbia; cientos de millones de personas en todo el mundo se quedan sin acceso al conocimiento: “Nadie quería aprender nada porque había desaparecido el índice, el diccionario, la referencia, el jerarquizador. Los escritores y periodistas no podían documentarse, y se negaban a escribir. Se perdió la confianza en las posibilidades del ser humano de conocer la realidad de las cosas, y los relativistas tomaron el poder”.
            Esa aterradora fabulilla, al contrario de lo que piensa su autor, “no es más verosímil de lo que parece”, sino completamente inverosímil. Google, como nadie ignora, es un buscador, y ni siquiera el único, no un archivo del conocimiento universal. Si se destruyen sus servidores, se destruye lo almacenado en ellos, no las páginas web dispersas por el mundo a las que permite acceder. Aunque desaparezca Google podemos seguir comprando libros por Internet, consultando el diccionario de la Academia, los ficheros de la Biblioteca Nacional. Y no es Google un “jerarquizador” del conocimiento, sino más bien todo lo contrario. Hace falta algo más que la destrucción de un buscador para que se pierda la confianza en las posibilidades de conocer la realidad y para que el deseo de aprender desaparezca del mundo. No conviene confundir, como hace a menudo Vicente Luis Mora (apenas hay capítulo de su libro que no constituya un ejemplo de ellos), la teoría con la generalización abusiva y sin demasiado fundamento. Ni con la acumulación de no bien asimilada bibliografía.
Internet facilita las cosas. Ayuda en el trabajo, la diversión, la vida práctica. Es solo una herramienta, aunque a menudo parezca un inexplicable prodigio. No nos da nada que no hayamos puesto previamente en ella: las tonterías de unos, la inteligencia y el arte de otros.
Con Internet o sin Internet el sentido común sigue siendo el menos común de los sentidos. Y el más imprescindible. 

jueves, 9 de agosto de 2012

Fértiles minucias


Está de moda el aforismo, texto sin contexto, decantado de la reflexión o incitación a darle la vuelta a las convenciones. Tres títulos muy diversos coinciden en las librerías: Más árboles que ramas (Tusquets), de Jorge Wagensberg, Pura lógica (Hiperión), de Benjamín Prado, y Pensamientos de intemperie (Renacimiento), de Manuel Neila. Wagensberg llega al aforismo desde la ciencia, Prado y Neila desde la poesía. Todos ofrecen “una guía para navegar por la realidad”.
            El juego de ingenio tienta al aforista. De los tres, Benjamín Prado es el que más incurre en él y Jorge Wagensberg el más inmune. A la tentación de la paradoja ninguno puede resistirse.
            “Las personas que no saben nadar no suelen morir ahogadas”, escribe Wagensberg. Pero no todos sus aforismos valen por sí mismos.  A menudo tienen plomo en las alas: “La complejidad de un ser vivo es la riqueza de sus estados accesibles”. Un chiste que necesita ser explicado pierde toda su gracia, un aforismo toda su efectividad. Pocos libros tan enriquecedores, sin embargo. Y difícil resulta superar la sugestiva brillantez con que se ejemplifica el método científico en “El misterio del pez impaciente”, una de las partes del prólogo a Más árboles que ramas.
            Benjamín Prado incide en la crítica social: “Los poderosos son los que dan las órdenes a los que mandan”. No desdeña incurrir en la facilidad o en la gratuidad: “Un poema es una respuesta no una apuesta”, “La rutina es una ruina con un árbol en medio”. No hay lector de aforismos que no se convierta en aforista: “Un poema es una pregunta no una respuesta”, “La rutina se convierte en ruina en cuanto pierde una letra” podríamos replicarle.
            Manuel Neila es el más solemne. Cuando escribe sus Pensamientos de intemperie, parece mirar de reojo a los grandes moralistas franceses. Pero también sabe dar muestras de inteligente ironía: “Escribir de cuestiones morales está al alcance de cualquiera medianamente instruido: incluso de los más indeseables”.
            Tres libros inagotables para el diálogo, la discusión y el asombro.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Anna Maria Ortese: Fábula y verdad

Anna Maria Ortese
Silencio en Milán
Traducción de César Palma
Minúscula. Barcelona, 2012


Dos libros recientes  remiten a la Italia de los años cincuenta. Stephen Gundle en La muerte y la dolce vita (Seix Barral) toma como punto de partida el asesinato de la joven Wilma Montesi y en torno a él recrea una Roma provinciana y cosmopolita, donde contrasta el lujoso exhibicionismo de los nuevos ricos con las públicas virtudes y los vicios secretos de la oligarquía de siempre. Anna Maria Ortese en Silencio en Milán nos lleva a la capital de la industria y el desarrollismo. Al contrario que Gundle, que reconstruye con bien documentada amenidad una época pasada, Ortese describe como periodista el tiempo presente: su libro se publicó en 1958. ¿Como periodista? Solo en apariencia. Las primeras páginas pueden confundir. En “Una noche en la estación” visita la estación central de Milán para realizar “un artículo bastante técnico”. Anota las preguntas que quiere hacer: movimiento de viajeros, eficiencia del servicio, balance de gastos e ingresos… Pero ninguna de las respuestas aparece en una crónica que en seguida se vuelve lírica y alegórica sin dejar de ser minuciosamente realista. Sigue una visita al Reformatorio de Arese la mañana de un 24 de diciembre, a medio camino entre Dickens y Dostoievski. Continúa con el irreal Milán de los locales nocturnos, los grandes edificios de apartamentos, los emigrantes del sur que no encuentran trabajo y se sienten perdidos en la inhóspita ciudad. No hay sociología ni costumbrismo en Ortese, aunque esa sea su intención: escribe con extrañeza y piedad y como quien cuenta un sueño que no entiende del todo. El libro, de apariencia menor, termina con una obra maestra, el relato “La mudanza”, en el que la alusión a la invasión de Hungría en 1956 nos aclara que no solo se habla de las pobres gentes que lo protagonizan, sino del fracaso de una ilusión colectiva, la de la izquierda italiana. Nadie como Ortese ha sabido unir fábula y verdad, certeza histórica y desasosegante ensoñación.