Otras canciones
José Mateos
Pre-Textos. Valencia,
2016.
Un título anodino y un prólogo poco afortunado, encubren uno
de los libros de poesía más memorables que se hayan publicado en los últimos
años. El prólogo parece darnos a entender no son más que un apéndice a Un año en la otra vida, especie de
dietario espiritual, incluso “el lector de estos poemas se encontrará con no
pocas anécdotas que aparecían en aquel libro”. Afortunadamente los lectores de
poesía suelen saltarse el prólogo, casi siempre prescindible “captatio
benevolentiae” (en este caso, ni eso) y entrar directamente en los poemas.
Las
canciones de José Mateo parten en su mayoría de una mínima anécdota, pero en
seguida dan el salto a otra realidad, o a otras dimensiones inéditas de esta
misma realidad.
“Las cosas”
se titula muy guillenianamente –aunque José Mateos resulte poco guilleniano– el
primer poema: “Como si tuvieran alma / habitar entre las cosas / –la silla, el
lápiz, el vaso…– / y que las cosas no estorben, / como cuando / cae la nieve /
y, entrando más en sí mismo, / el mundo desaparece”.
“De
prodigio y de nada” están hechos estos poemas de la primera sección del libro,
“Tanta verdad”. Uno de ellos, el titulado “Para Luisa”, puede considerarse un
microrrelato de fantasmas: “Estuviste conmigo / paseando la tarde / por el
camino blanco. / Después, / Volví a
enterrarte”.
“Lecturas”
–glosas, homenajes– se titula la segunda sección del libro. Nietzsche, Vladimir
Holan, Emily Dickinson, el romance del prisionero que no dice su canción “sino
a quien conmigo va”, la Odisea, los Evangelios y un poema que parece reducirse
al mínimo, como tantos otros del libro, y que quizá resulta el más inolvidable,
“Tarde de verano leyendo a Chéjov”: “Si yo estuviera muerto, / hoy no podría /
saborear mi infancia en estas uvas / y leerme en tu libro. / Todo es así de
simple. / Y lo olvidamos”.
“Apuntes
del natural” nos hablan del hinojo, del girasol, del crisantemo, también de los
estorninos, del jilguero, de la luciérnaga… Poemas hechos de un trazo, que
nunca incurren en la obviedad, que nos permiten ver el mundo de otra manera,
fijarnos en lo que nos pasa inadvertido.
A la
parnasiana y modernista écfrasis –recordemos a Manuel Machado– remiten los
poemas de “Paseo por el museo del Prado”, que nada tienen sin embargo de la
frialdad parnasiana o del sonsonete modernista. El gozo de vivir de Rubens:
“Sabes que la alegría / no puede estarse quieta: / frunce las ropas, /
contorsiona los cuerpos / y levanta / los brazos / como señal de asombro. /
Otros miran el cieno y los gusanos, / y tú la exuberancia / de la vida que
brota en cualquier parte”. El expresionismo de Goya: “Pintaré los murciélagos
del odio / y los perros que tiñen de oscuridad y sangre / las páginas de Historia.
/ Pintaré mamarrachos y discordias. / Porque el mal que hace uno / es de un
color que nos acusa a todos”.
En la
sección última, “Aquí y más allá”, junto a apuntes paisajísticos, se disimulan
dos o tres espléndidos poemas de amor. Termina el libro con una “Canción de lo
que está por decir”: “Palabra / aún por decir / que dice / y no dice, que sabe
/ lo que nunca se sabe”.
En el
prólogo, parafraseando a Bécquer, se refiere José Mateos a dos tipos de
escritores: los que creen “en la palabra, en los nombres, en el lenguaje”, los
que “hacen literatura y nunca salen de ella”, y los otros “para los que el
lenguaje nunca es suficiente, que sienten que lo que tienen dentro, lo que
tienen que decir, nunca podrá ser dicho con palabras, y van dando palos de ciego
en los muros del idioma y abriendo a veces agujeritos por donde entra un hilo
de claridad, un filillo de una luz que no parece de este mundo”.
Esa luz “que
no parece de este mundo” es la que ilumina la mayoría de sus canciones.