Tumba revuelta
Cara y cruz de la Fundación Cela
Editorial
Renacimiento. Sevilla, 2016.
La literatura en torno a Camilo José Cela es, si no tan
importante como la que él escribió, no menos abundante y con frecuencia
igualmente disparatada.
Sobre la
tragicomedia de sus últimos años, abundantes en embrollos judiciales,
conocíamos una versión, en la que los damnificados eran su primera mujer y su
hijo, Camilo José Cela Conde, correspondiéndole a Marina Castaño el papel de
malvada principal. Ahora Tomás Cavanna, que fue durante diecisieta años
director gerente de la Fundación Camilo José Cela, nos cuenta otra versión de
la historia. Lo hace con abundancia de datos, con una minuciosidad a ratos algo
repetitiva, cargado de razones.
La
Fundación se creó en 1986. Se trataba de una fundación privada a la que donó
sus manuscritos, su biblioteca, su archivo personal, sus medallas
conmemorativas y también su colección de orinales. Una fundación privada que se
nutría de dinero público y de donaciones de bancos y grandes empresas. En los
primeros años, mientras el escritor vivió y gobernaba Galicia su amigo Manuel
Fraga, todo fue bien. Luego llegó la crisis económica, desaparecieron Fraga y
Jaume Matas de la política, algunos de sus mejores mecenas privados, como Mario
Conde, fueron a la cárcel, y todo comenzó a ir mal. En 2010 la Fundación se
convirtió en pública pasando a depender de la Xunta de Galicia, sin que eso
supusiera el fin de su deterioro.
Tomás
Cavanna defiende su gestión, bien remunerada (unos siete mil euros al mes),
pero no puede dejar de señalar que la Fundación estuvo mal planteada desde el
principio, que toda ella dependía de los caprichos y de las relaciones del
escritor, cuya obsesiva megalomanía se iba acentuando con los años. “Tú no eres
un hombre, eres un Nobel” parece ser que le susurraba cada noche al oído Marina
Castaño. Y mientras hacía y deshacía a su antojo, una corte de aduladores le
reía las gracias.
Los
problemas judiciales pronto comenzaron a ocupar la primera página de los
periódicos. El primero tuvo que ver con la devolución del manuscrito de La familia de Pascual Duarte, que Cela
había donado a José María de Cossío y que este había decidido devolverle a su
muerte. La Diputación de Santander, heredera de Cossío, se negó a hacerlo y
Cela acabó llamando al Consejero de Cultura de la comunidad, en un acto
público, “subnormal profundo”. Luego vinieron los problemas con el hijo, en el
origen de los cuales había razones económicas, según se ocupa de subrayar
Cavanna: “con el sueldo de docente de una universidad pública difícilmente se
podía costear su gran afición por la náutica al más alto nivel”. Cuando la
relación entre ambos se convirtió en un áspero enfrentamiento, Cela al parecer
comentó: “Más que a un padre ha perdido a un armador”.
En sus
último años, Cela parecía cada vez menos un escritor y más un pintoresco
personaje con modos caciquiles y comportamientos de otro tiempo. Tomás Cavanna
dedica un capítulo a la malquerencia que el principal diario de entonces, El País, mostraba hacia el escritor, se
detiene en la polémica con Julio Llamazares y Antonio Muñoz Molina (a este le
dedicó Cela un artículo titulado “Pavana para un doncel tontuelo”), comenta la
peripecia del Cervantes (ese premio que Cela tardó en recibir más de lo que
soportaba su vanidad) y no da muchos detalles nuevos del enredo más sonado de
todos: la acusación de plagio por su novela La
cruz de San Andrés, que obtuvo el premio Planeta, todavía no resuelta
judicialmente. Muerto el escritor, la acusación recae ahora sobre la editorial
por un “delito contra la propiedad intelectual, supuesta estafa y apropiación
indebida”.
¿Plagió
Cela a una desconocida escritora gallega? Basta comparar una página cualquiera
de La cruz de San Andrés con otra de Carmen, Carmela, Carmiña para darse
cuenta de que tal afirmación es un disparate. Ciertas coincidencias
argumentales hacen, sin embargo, sospechar que la trama de la novela, entonces
inédita, de Carmen Formoso pudo servir de falsilla para las virguerías
estilísticas del Nobel. ¿Le pasó alguien de la editorial, cuando le encargaron
el premio (los premios Planeta se encargan a menudo), uno de los originales
presentados al concurso por alguno de los cientos de ingenuos escritores que
cada año sirven de coartada al amaño? La hipótesis no puede parecer más
absurda, pero puede que resulte verdadera.
Según Tomás
Cavanna, todas las acusaciones contra la Fundación –por delito fiscal,
desviación del dinero de las subvenciones a cuentas particulares, contratación
de empleados domésticos con dinero público– tienen su origen en la enemistad de
una vecina de Padrón, Lola Ramos, contra Marina Castaño. Ella estaría detrás de
las denuncias, las manifestaciones, los continuos ataques periodísticos. Y la
razón de tal comportamiento es que Marina Castaño se negó a retirar de La rosa, las memorias infantiles de
Cela, unas afirmaciones sobre unos parientes de Lola Ramos que ella considerada
ofensivas.
Pero no es
el pintoresquismo carpetovetónico, tan inseparable de Cela, lo que más abunda
en estas páginas, que descubren incluso quién fue el autor de la puñalada en un
reyerta de borrachos que le dejaría secuelas para el resto de su vida, sino los
entresijos de la Fundación: los enfrentamientos en el Patronato; el papel que
jugaron dos rectores de la Universidad de Santiago, Darío Villanueva
(responsable, en gran medida, del buen hacer de los primeros tiempos) y Senén
Barros, que inició el proceso de demolición; el supuestamente desleal
comportamiento de los empleados; la poca fiabilidad de los políticos cuando no
ven rendimiento electoral.
Tumba revuelta deja a las claras cuánto
de vanidosa megalomanía hay en ciertos alardes de generosidad y lo onerosas que
acaban resultado determinadas donaciones gratuitas, hechas siempre para mayor
gloria de quien las hace y de sus herederos.
Es la historia mil veces repetida, como bien dice, del precio de ciertas actitudes. Al final, nada quita o pone al talento del desaparecido Nobel, pero emponzoña su partida al allá, con asuntos de un más acá mezquino, muchas, muchas veces.
ResponderEliminarUn saludo