La poeta y el asesino
Simon Worrall
Traducción de Beatriz
Anson
Impedimenta. Madrid,
2019.
Al contrario de lo que piensan Juan Bonilla y la mayoría de
los editores, la mejor manera de estropear una buena historia es convertirla en
una novela. No ha incurrido en ese error Simon Worrall al contarnos la
inverosímil peripecia biográfica de Mark Hofmann, que desde 1985 cumple condena
a cadena perpetua.
Mark Hofmann
es el mayor falsificador de documentos que ha existido nunca. Un maestro del
engaño, que no solo dominaba todas las técnicas materiales, sino también la más
importante de todas: la psicología de los compradores, el irracional apego a
las reliquias.
En 1997
–Mark Hofmann llevaba ya años descubierto y encarcelado– el catálogo de
Sotheby’s sacó a subasta el manuscrito de un poema inédito y desconocido de
Emily Dickinson. Era un hermoso poema y supuso un acontecimiento cultural. El
conservador de las colecciones especiales de la biblioteca Jones, en Amherst, Massachusetts,
logró mediante diversas donaciones reunir el dinero suficiente para adquirirlo
–unos veinte mil dólares–, pero al indagar la procedencia del poema comenzó a
tener dudas sobre su autenticidad. Los primeros capítulos del libro de Worrall
nos muestras las dificultades con que se encontró hasta conseguir finalmente
que se admitiera su carácter apócrifo y lograr que la casa de subastas le
devolviera el dinero. Los expertos no tenían ninguna duda: era auténtico.
Los
siguientes capítulos nos cuentan la historia de ese falsificador capaz de
engañar a todos y, junto a su historia, otras no menos apasionantes, la de la
poeta Emily Dickinson, la de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días, increíble pero cierta.
Mark
Hofmann era mormón, se educó en sus principios religiosos, pero pronto dejó de
tener fe en las verdades reveladas por el ángel Moroni y se dedicó a fabricar
documentos que ponían en cuestión esas verdades y a vendérselos a buen precio a
las autoridades eclesiásticas para que evitar su difusíón.
Es fácil
encontrar motivos de burla en la historia de Josep Smith, un aventurero americano
de principios del XIX, con sus planchas de oro llenas de jeroglíficos que él
con la ayuda de dos piedras mágicas, Urim y Tumim supo traducir; su
promiscuidad sexual (se le intentó linchar por presunto abuso de una menor); su
gusto por el alcohol y la violencia; su afición a la magia. Pero no son mayores
que los que hay en cualquier otra religión más aparentemente venerable solo
porque sus orígenes se encuentran varios siglos atrás y ese alejamiento
dificulta la contraposición de la leyenda fundacional con el análisis
histórico.
A Mark
Hofmann le perdió la ambición. Se creía capaz de cualquier cosa, de engañar a
todos. Para salir de un enredo de deudas, promesas que no podía cumplir (entre
ellas entregar las más de cien páginas perdidas del Libro de Mormón, que decía haber descubierto) y primeras sospechas que amenazaban con hacer venirse abajo todo
el tinglado colocó varias bombas, una de ellas en su propio coche. Quedan aún
muchos puntos oscuros en toda esta historia.
Simon Worrall
alterna los capítulos narrativos con otros ensayísticos, que tratan del arte de
la falsificación y de las dificultades para simular una escritura ajena.
La afición a
las reliquias no es exclusiva del cristianismo medieval. El mecanismo
psicológico es el mismo cuando se trata de la túnica de una santa que de un
vestido de Lady Di. Seguimos venerando cualquier cosa, por mínima que sea, que
haya pertenecido a un personaje ilustre. Y hay quien está dispuesto a pagar fortunas por ello, como en tiempos
del Lignum Crucis, de los fragmentos
de la cruz en que fue ajusticiado Jesucristo.
Ahora, como
entonces, la fabricación de reliquias es un negocio floreciente. Se calcula que
entre un quince y un veinte por ciento de los más valiosos documentos
manuscritos o impresos guardados por coleccionistas o en los principales
archivos son falsos. Y si quien los falsificó fue Mark Hofmann resulta casi
imposible demostrar su falsedad.
En una
carta a Daniel Lombardo, que se considera engañado menos por él que por la casa
de subastas Sotheby’s, escribe: “Mi crítica de los poemas de Dickinson es que
solo unos pocos son magníficos, algunos buenos y muchos regulares (tanto, que
creo que ella los habría considerado borradores). El mío está muy lejos de
considerarse entre los mejores, pero es, creo yo, mejor que algunos”. Y tiene
toda la razón: su poema es mejor que bastantes de los que escribió la autora y
que críticos y estudiosos veneran acríticamente, como ocurre con todos los
autores mitificados cuyos textos dejan de ser juzgados literariamente para
convertirse en reliquias.
Las
reliquias, como las religiones, no importa que sean verdaderas o falsas. Es la
fe la que hace milagros, no el objeto de la fe.
No todo
queda claro en la historia de Mark Hofmann: tenía coartada para los asesinatos,
pasó la prueba del polígrafo y, de pronto, cuando estaba claro que sería
difícil encontrar pruebas para condenarle, se declaró culpable. No se sabe la razón,
pero se supone que fue por salvar a su mujer y sus hijos, amenazados por algún
otro implicado en las falsificaciones que no quería que su nombre saliera a la
luz o por las autoridades de la iglesia mormona, que no había jugado un papel
muy brillante en el asunto.