Diario (1893-1937)
Conde Harry Kessler
Edición de José
Enrique Ruiz-Domènec
Traducción de Raúl
Gabás
La Vanguardia
Ediciones. Barcelona, 2015.
El día 10 de julio de 1895, un joven nacido en París,
educado en Londres, hijo de un rico comerciante alemán, visita a Verlaine.
Quiere su colaboración para la revista literaria que dirige. Llegamos con él
hasta una mísera casa de la Rue Saint-Victor, subimos por unas escaleras que
huelen “a gato, carbón y pañales tendidos”, llamamos a la puerta y entramos en
la única habitación que constituye el piso “de uno de los más grandes poetas de
Francia”. Verlaine, tumbado en la cama, vestido y con zapatillas, tarda en
incorporarse.
Los
diarios, cuando lo son de verdad, nos permiten viajar en el tiempo. Harry
Kessler (1868-1937) comenzó a escribir el suyo cuando tenía doce años; un mes
antes de su muerte fecha la última anotación. Las docenas de cuadernos
manuscritos que lo constituyen han vivido su propia novela. Parte de ellos,
cuando vivía en exiliado España, los guardó en la caja de seguridad de un banco.
Pasado medio siglo, en los años ochenta, allí se descubrieron. Ya se han
publicado ocho tomos de unas mil páginas cada uno; queda todavía por publicar
otro tomo más. Una selección de esas páginas, editadas y anotadas con muy buen
criterio por José Enrique Ruiz-Domènec, se publican por primera vez en español.
Todo un acontecimiento diríamos, si la palabra no estuviera gastada. Una
aportación fundamental para entender desde dentro el esteticismo finisecular y
el primer tercio del siglo XX.
El esteta
que en su juventud escucha a Verlaine hablarle de Rimbaud (“Ha ejercido una
gran influencia sobre mí. Me ha hecho mucho bien y mucho mal. No era un demonio
ni un ángel, era solo un hombre o, más bien, un niño genial”) termina su vida
bajo la sombra de Hitler. Tardó, como toda la gente de su tiempo, en darse
cuenta de lo que suponía el nazismo. En 1925, todavía era capaz de verlo como
una pintoresca anécdota: “Una mañana lluviosa y fría. Cae una lluvia fina que
vacía las calles. En la Postdamer Platz había algunos jovenzuelos llevando la
svástica, con enormes estacas, rubios y tontos como tiernos terneros”.
En julio de
1933, sentados en una terraza de París cercana a la Gare d l’Est, mientras se
beben dos botellas del mejor champán, le escucha al filósofo Keyserling estas
proféticas palabras, que anticipan unas memorables páginas de Borges: “Hitler
forma parte de la categoría de los suicidas en potencia, es alguien que busca
la muerte, y encarna así un rasgo fundamental del pueblo alemán, el que liga el
amor con la muerte, el cual revive siempre en la desventura de los Nibelungos
como una experiencia que se repite. Los alemanes solo se sienten enteramente
alemanes en esa situación, admiran y quieren la muerte sin otro motivo que no
sea su propio sacrificio. Y presienten que Hitler los lleva de nuevo a la
desventura de los Nibelungos, a una grandiosa destrucción; eso es lo que
encuentran fascinante en él, y por ese motivo Hitler llena su aspiración más
profunda: Los franceses y los ingleses desean la victoria; los alemanes no
desean más que morir”.
Harry
Kessler participó en la Gran Guerra como combatiente en el ejército alemán y
las páginas que a ella le dedica, lúcidas y desapasionadas, ayudan a entender
un poco mejor aquel sanguinario embrollo sin explicación racional alguna.
Crítico de
arte, libretista, junto a Hofmannsthal, de varias obras de Richard Strauss, editor
de algunos de los libros más hermosos que se hayan impreso nunca, Kessler, tras
la guerra, y hasta la llegada de los nazis, participó activamente en política:
fue embajador en Varsovia y dirigente de un partido de la izquierda moderada.
En su diario nos ofrece una minuciosa crónica de los movimientos
revolucionarios que siguieron a la derrota y del interesado caos en que estuvo
sumida la república de Weimar. El lector actual se pierde un poco en esa
democrática jaula de grillos, en esos debates y conflictos que barrieron los
nazis de un plumazo. Más le interesan algunos encuentros. Como los reiterados
con Einstein, que le explica sus famosas teorías, y que se muestra sorprendido
por el interés que despiertan. Tras un
triunfal viaje por América, en 1921, se sigue considerando “un loco soñador, un
impostor, que no le da a la gente lo que se espera de él”.
No trata de
hacer literatura Harry Kessler en este diario, muy veladamente trasluce su
relación sentimental Max Goertz, veinte años más joven que él; se limita a ser
un cronista ilustrado y ejemplar del tiempo que le ha tocado vivir. Pero a
veces, como cuando, en agosto del 18, cuenta el regreso a su casa de Weimar,
tras los años del conflicto, alcanza la intensidad del poema en prosa. Ninguna
mejor elegía de una época desaparecida para siempre que la simple enumeración
de los objetos que encuentra en ella: una dedicatoria de D’Annunzio,
cigarrillos persas de Isfahán, un programa del ballet ruso de 1911 con fotos de
Nijinsky, el libro secreto de lord Lovelace, nieto de Byron, acerca de su
incesto, obras de Oscar Wilde y Alfred Douglas con una carta de Ross, una
edición de lujo, todavía sin abrir, de Robert de Montesquiou, a quien Proust
convertiría en el baron de Charlus…
Un diario,
cuando es la obra de una vida, cuando se escribe a lo largo de casi sesenta
años, se convierte en un maremágnum inagotable e inabarcable que necesita de un
paciente editor. Ruiz-Doménec ha cumplido ese papel de la manera más
inteligente posible.