El café sobre el volcán
Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933)
Francisco Uzcanga
Meinecke
Libros del K. O.
Madrid, 2018.
Mucho se ha escrito sobre el periodo de la república de
Weimar, sobre esos años caóticos en que Berlín era el centro de todas las
libertades y todas las audacias estéticas mientras se incubaba el huevo del
nazismo. Francisco Uzcanga Meinecke ha sabido contarnos esos años cruciales
desde un punto de vista de distinto en una crónica ejemplar por su agilidad
periodística y por su rigurosa información, que abarca aspectos inéditos o poco
conocidos.
El café sobre el volcán del título es el
Romanisches Café, un local berlinés que ya no existe, pero que pervive en
infinidad de memorias de la época, novelas, obras de teatro e incluso en alguna
película. Estaba situado en el barrio de Charlottenburg, ocupaba el bajo y el
primer piso de “una pomposa mole de piedra”, un edificio de finales del XIX
construido en estilo neorrománico, “un estilo impulsado por el emperador
Guillermo II con objeto de celebrar la unión indisoluble del trono y del
altar”.
Lo que
llegó a significar ese café fue algo muy distinto. Joseph Goebbels se refirió a
él en los siguientes términos: “Los judíos bolcheviques están sentados en el
Romanisches Café y urden ahí sus siniestros planes revolucionarios; y por la
noche invaden los locales de esparcimiento de la Kurfürstedamm, se dejan
incitar al baila por orquestas de negros y se ríen de las miserias de la época”.
Todo el mundo
que era alguien, o que quería ser alguien, en el mundo cultural de la época
paraba en aquel el café: Joseph Roth, Bertolt Brecht, Otto Dix, el director de
cine Billy Wilder. Incluso los españoles Josep Pla o Manuel Chaves Nogales
dejaron constancia de su paso por aquel humoso, ruidoso, efervescente ambiente.
Comienza la
crónica en 1922 con el asesinato de Walther Rathenau, ministro de Exteriores de
la reciente República. No fue difícil encontrar a los culpables. Pocos días
antes del atentado, los ultranacionalistas de la Organización Cónsul –todavía
Hítler era solo un chillón mequetrefe– habían desfilado por las calles de
Berlín al grito de “Pegadle un tiro a Rathenau, el maldito cerdo judío”.
A cada año
se le dedica un capítulo. 1923 está protagonizado por la gran inflación. De día
a día se añadían ceros al precio de las cosas. Se llegaron a imprimir billetes
de cien billones de marcos. Un infierno para unos, los más, un paraíso para
otros. Ernest Hemingway, que por entonces malvivía en París, hizo una excursión
a Berlín y “con solo noventa centavos de dólar pasó un día entero de compras
con su mujer y al final le sobraron ciento veinte marcos”.
El mundo
del periodismo protagoniza buena parte de estas páginas. Francisco Uzcanga
Meinecke es autor de La eternidad en un
día, una selección del
periodismo clásico alemán, y de Nada es
más asombroso que la verdad, antología de artículos y reportajes de Egon
Erwin Kisch, uno de los protagonistas de estas crónicas. El capítulo de 1932,
titulado “El cuaderno rojo”, se dedica a glosar Die Weltbühne, la revista más leída y comentada en el Romanisches
Café, que funcionaba también como una gran sala de redacción paralela.
Antimilitarista, de izquierdas, no extraña que el semanario estuviera desde el
comienzo en el punto de mira de los grupos ultraconservadores que acabaron
fundiéndose en el nazismo. La prensa, que alentó la carnicería de la Gran
Guerra, fue uno de objetivo frecuente de sus criticas: “¿Existe hoy en día algún
periódico capaz de admitir: Nos hemos equivocado, nos hemos dejado engañar?
Sería lo mínimo. ¿Hay ni tan siquiera uno que se haya atrevido a aleccionar
machaconamente a sus lectores sobre la verdadera faz de la guerra, del mismo
modo que antes los martilleaba en sus páginas, año tras año, con ese repugnante
entusiasmo por el crimen?”
En otro
artículo, de 1931, leemos expresiones que pocos se atreverían a escribir
incluso hoy en día: “Durante cuatro años había enormes extensiones en las que
el asesinato era obligatorio, mientras que a media hora de allí estaba
terminantemente prohibido. ¿He dicho asesinato? Por supuesto. Los soldados son
asesinos”. Al autor, Kurt Tucholsky, le costarían un proceso esas afirmaciones.
Contra lo que pudiera esperarse, salió absuelto. Vendrían luego otros, con peor
fortuna. La revista –“una soberbia enciclopedia del periodismo”, “una de las
cumbres de la literatura alemana del siglo XX”– dejó de publicarse en 1933,
como no podía ser de otra manera.
El autor de
esta ágil crónica, de familia alemana y española, es un profesor universitario,
autor de numerosas publicaciones académicas, que se declara “cansado de las
notas a pie de página”. Por eso prescinde de ellas en este libro, que cuenta
sin embargo con una bibliografía final, a la que convendría hacer algunas precisiones.
Tal como está, parece más un prescindible pegote que una herramienta útil. Casi
todas sus entradas están en alemán, algo comprensible si se tiene en cuenta que
buena parte de la bibliografía utilizada no ha sido traducida al español. Pero
¿qué sentido tiene no referirse a las ediciones en español de autores como Elías
Canetti, Joseph Roth o Stefan Zweig? Por otra parte, basta una hojeada para
darse cuenta de que el rigor no es excesivo. Continuamente se cita, como no
podía ser de otra manera, el diario de Joseph Goebbels, pero la única entrada
suya que aparece en la bibliografía está fechada en 1934 (el diario apareció
póstumamente). Hay más descuidos. En la página 200, se nos indica que Manuel
Chaves Nogales, en un artículo de Ahora titulado
“La fauna berlinesa” dio cuenta de su visita al Romanisches Café, pero no se
indica la fecha de ese artículo ni el nombre de Chaves Nogales aparece en la
bibliografía. Y conviene manejar con cautela un libro que firma Fernando
Savater, Las ciudades y los escritores, pero
que, como otros suyos, no es más que la
transcripción de los guiones de un programa televisivo, en su mayor parte no
escritos por él ni parece que revisados por nadie.
El rigor en
el uso de las citas y la referencia a las fuentes no es solo propio de las
publicaciones académicas, sino característica del buen periodismo. El café sobre el volcán, a pesar de
estos reparos, lo es: buen periodismo y excelente literatura.