Rosa polipétala
Eduardo Chirinos
Centro Cultural de la
Generación del 27. Málaga, 2915
El poeta peruano Eduardo Chirinos, bien conocido entre
nosotros, ha preparado una antología de la poesía española de vanguardia que
vale, sobre todo, por los raros poemas que rescata. La teoría que la acompaña
resulta, en cambio, confusa y poco clarificadora.
“Artefactos
modernos en la poesía española de vanguardia (1918-1936)” leemos en el subtítulo
del libro. Y en el prólogo se nos aclara que está hecho “desde la perspectiva
de un hispanoamericano cuya formación en poesía española había omitido siempre
(o casi siempre) la breve aventura vanguardista: tanto los currículos escolares
como los universitarios suelen dar un salto inexplicable de Juan Ramón Jiménez
y Antonio Machado a la Generación del 27 sin tomarse la molestia de seguir
adelante”. Ello se debería “a la forma tan sesgada con que se diseñó el canon
poético español”.
Eduardo
Chirinos, en esas pocas líneas, confunde demasiadas cosas. Pero de su no
excesivo conocimiento de la materia que trata ya estaba advertido el lector:
unas pocas líneas antes había situado a Antonio Machado entre los escritores
que se sienten atraídos “por la vieja tradición católica castellana”.
La aventura
vanguardista española, “breve”, como la califica Chirinos, no abarca hasta
1936: ya a mediados de los años veinte el ultraísmo es historia y como tal es
estudiado por uno de sus principales promotores, Guillermo de Torre. La guerra
civil no acabó con la vanguardia ni con la poesía pura juanramoniana; el
compromiso en el arte ya venía de comienzos de los años treinta. Y tampoco,
para hablar de la poesía de vanguardia, deberían los manuales “tomarse la
molestia de seguir adelante” tras la Generación del 27. En esa poesía (que en
todo caso estaría antes o al comienzo de la generación y no después del 27), la
mayoría de sus poetas participaron muy activamente (y por eso Chirinos antologa
a Gerardo Diego, a Larrea, a Salinas, a Lorca, incluso a Guillén).
No selecciona,
en realidad, Chirinos solo a la poesía de vanguardia, sino a todos los poetas,
independientemente de su calidad, que escriben entre unos determinados años y
se refieren a los que el llama “artefactos de la modernidad”.
Esos
“artefactos” serían, para decirlo con los títulos de las seis partes del libro:
“Automóviles”, “Ferrocarriles, tranvías, camiones”, “Aeroplanos”, “Alumbrado
público y artefactos” (en el prólogo nos aclara que se trata de “artefactos de
comunicación”), “Cinematógrafo”, “Los deportes, la música”.
El escaso
rigor clasificatorio va acompañado de un no mayor rigor conceptual. En el
estudio preliminar a “Alumbrado público y artefactos”, ejemplifica el desdén de
Antonio Machado por la electricidad con unos versos del “Poema de un día
(Meditaciones rurales)”: “Anochece; / el hilo de la bombilla / se enrojece, /
luego brilla, / resplandece / poco más que una cerilla”. De esos versos,
meramente descriptivos de la deficiente iluminación “en un pueblo húmedo y
frío, / destartalado y sombrío, /entre andaluz y manchego”, deduce Chirinos que
Machado tal vez vio “los nuevos riesgos que acarreaba la electrificación
generalizada”. Y no se limita a eso: considera que no es casual que a ese poema
antecedan otros “que hablan de la primavera como una etapa benéfica del horario
natural de un envejecido y humilde profesor de lenguas” (suponemos que se
refiere al poema “A José María Palacio”; si es así: el bueno de Chirinos no ha
entendido nada).
En la
selección poética abundan los poemas ultraístas que juegan con la tipografía y
la metáfora ingeniosa, siempre muy cercana a la greguería. A veces tan cercana
que la coincidencia es total. “Con el fusil al hombro los tranvías / patrullan
las avenidas”, comienza un poema de Jorge Luis Borges publicado en la revista Ultra en 1921; “Pasan los tranvías con
su fusil al hombro”, dice una de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna
incluidas en el libro. Ese es uno de los aciertos del volumen: reproducir
abundantes greguerías en cada una de sus
secciones. Su humor nos compensa de la envejecida modernidad de tantos de estos
poemas: “Prefiero las máquinas de escribir usadas porque ya tienen experiencia
y ortografía”.
Los nombres
bien conocidos (no podía faltar el Salinas ingenioso de Fábula y signo, que
tanto irritaba a Cernuda) alternan con otros que el lector oirá sin duda por
primera y quizá por última vez: Pedro Raída, Luis Mosquera, Ovidio Gondi. No
faltan poetas que poco tienen de vanguardistas (como Agustín de Foxá) o incluso
escritores que poco tienen de poetas (como Concha Espina), pero que alguna vez
hablaron de “artefactos modernos”.
Si el rigor
no es excesivo, si el complemento ensayístico resulta confuso y prescindible,
¿qué interés tiene este libro hermosamente ilustrado y algo descuidadamente
editado (al poema “Aviograma” de Guillermo de Torre se le añade la mitad de
otro poema, “Paisaje plástico”)? El placer de viajar en el tiempo y descubrir
el aire de otro tiempo, el de una envejecida y entrañable modernidad, más
patente en los nombres menores que en los poetas mayores, siempre más
intemporales. Y descubrir, entre tanta quincallería bien adjudicada al olvido,
el humor inteligente de Antonio Espina, la versatilidad de Rafael Lasso de la
Vega, los ocasionales aciertos en el verso de algún prosista de la época, como
Eugenio Montes o Antonio de Obregón.