jueves, 29 de diciembre de 2011

José Díaz Fernández: Elogio de las hemerotecas

José Díaz Fernández
El cine y otras prosas de juventud
Edición y prólogo de Alfonso López Alfonso
Ateneo Obrero de Gijón, 2011

Es un tópico afirmar que la mejor literatura se escribe en los periódicos. Un tópico que, como todos, tiene algo de verdad y bastante de exageración. Más exacto resultaría decir que buena parte de la mejor y de la peor literatura de los dos últimos siglos, antes de aparecer en forma de libro, ha pasado por las frágiles, fugaces y volanderas páginas de diarios y revistas.
            Ha pasado y, en muchos casos, se ha quedado allí para siempre. Las hemerotecas son verdaderas grutas del tesoro para el investigador y para el simple lector curioso. José Ramón González rescató hace unos años las Crónicas de la guerra de Marruecos del escritor asturiano (aunque nacido en una aldea salmantina) José Díaz Fernández. En esas crónicas incisivas y amargas se encuentra la urdimbre de su obra mayor, El blocao, pero no son un simple borrador, valen por sí mismas.
Alfonso López Alfonso rescata ahora, también en una de las tan meritorias como inencontrables ediciones del Ateneo Obrero de Gijón (Díaz Fernández fue secretario del centro y uno de sus más activos colaboradores), sus primeros trabajos periodísticos, escritos a partir de los diecinueve años. Aparecieron en Asturias, una de las muchas revistas dirigidas a los emigrantes asturianos, que comenzó a publicarse en Cuba el año 1913. Junto a la minuciosa información de todos los concejos (a los emigrantes les gustaba estar al tanto de cuanto pasaba en su tierra) incluía un suplemento de artes y letras con las mejores firmas vinculadas a la región: poetas como el desaforado modernista Alfonso Camín o el bablista Teodoro Cuesta, estudiosos como Adolfo Posada o Leopoldo Alas Argüelles (el hijo de Clarín asesinado al comienzo de la guerra civil), entre otros como Juan Antonio Cabezas, Constantino Cabal o José Francés, el más afamado crítico de arte del momento. No comenzaba su tarea periodística José Díaz Fernández en mala compañía.
¿Tarea periodística? Díaz Fernández, desde el principio, no quiere limitarse a contar lo que pasa en el occidente asturiano a sus paisanos de la emigración. Quiere hacer literatura. Eso ya es evidente desde la primera crónica seleccionada, “Castropolenses”, dedicada a describir una romería. El empaque ingenuamente valleinclanesco del estilo muestra su afán de trascender el mero apunte costumbrista.
Varias de estas colaboraciones son relatos (la narrativa dispersa de Díaz Fernández, recopilada también por Alfonso López Alfonso, aparecerá pronto en la editorial Renacimiento) y entre ellos destacan “Almas laberínticas”, “La tragedia de Juan Pérez”, que recuerda los “cuentos tristes” que Fernández Flórez reúne en Tragedias de la vida vulgar, y sobre todo “El lobo”, al que no quitan fuerza sus concomitancias con el mundo de Valle-Inclán.
            El costumbrismo es el punto de partida de estas páginas, que quieren alimentar la nostalgia de los que se encuentran lejos. Pero los tópicos de la literatura costumbrista se ven de otra manera. Del chigre, por ejemplo, se nos dice que nada tiene que ver con la taberna de Castilla o de Galicia: “El chigre tiene una psicología distinta, acaso más delicada y más profunda, dentro de lo que cabe en las psicologías de estos lugares en donde se bebe”. Frente a “la moza pringosa de caderas equinas” que sirve en otros lugares “aquí hay un sidrero recio y sabio, que a lo mejor os sorprende haciendo la apología de Marx, o citando a Juan Jaurés, el apostol, y os habla de una humanidad mejor mientras extrae de la colmada estantería la botella que contrae el dorado zumo de las pomaradas”.
            ¿Gran literatura? No, desde luego. Primeros pasos de un escritor, de un periodista excepcional, que descubre su mundo, que tantea su estilo, que se atreve a hablar en primera persona: “Se me ha acusado muchas veces de escribir en estilo demasiado íntimo. Si esto es un pecado, para él no pido absolución. Soy tan hondamente individualista que, cuando cumplo mi oficio, pienso solo en mí; me esfuerzo en olvidarme de otras ideas que no sean las mías porque hasta tengo el orgullo de mis errores”.
            Una muestra de ese estilo íntimo lo encontramos en “Semblanza romántica”, retrato de una mujer “moderna, audaz, cosmopolita”, María Esperanza Cerdán, uno de sus primeros amores, una de sus perdurables admiraciones. De esa mujer, sin duda excepcional, nos quedamos con ganas de saber más: fue maestra en Miranda de Avilés, donde sustituyó a la madre de Casona, según nos cuenta José Manuel Feito; en 1936 era maestra en un pueblo cercano a Madrid; en 1941, cuando se encontraba en paradero desconocido, fue expulsada del magisterio… Un personaje en busca de su autor.
            El prólogo de Alfonso López Alfonso, preciso y noticioso, sin farragosa erudición, está escrito con la emoción justa, solo en alguna rara ocasión se le va la mano en la retórica. Tras contarnos que los amigos tuvieron que hacer una colecta para su entierro y que su mujer se pasó la noche cosiendo la cinta de colores republicanos colocada encima del ataúd, escribe: “Triste final, muy del pueblo, para quien había puesto toda su energía y su inteligencia en intentar servir de antorcha que iluminara al pueblo”.
            Literatura menor, ciertamente, pero llena de encanto la de estas páginas iniciales de una de las figuras más significativas de la literatura de los años treinta, cuya carrera fue tronchada primero por las turbulencias de la guerra civil y luego, definitivamente, por la temprana muerte en el exilio (en 1941, a los cuarenta y dos años).
            Otro regalo de las hemerotecas estas prosas de juventud. Gracias a investigadores como José Ramón González, Alfonso López Alfonso, José Bolado o Antonio Fernández Insuela podemos estar seguros de que no será el último.

jueves, 22 de diciembre de 2011

La verdad sobre Chaves Nogales

Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid
Edición de María Isabel Cintas
Espuela de Plata (Renacimiento). Sevilla, 2011.


Curioso destino el de Manuel Chaves Nogales. De ser uno de los periodistas más conocidos de su tiempo –los años veinte, los años republicanos en que dirigió el diario Ahora— quedó reducido a autor de la biografía Juan Belmonte, matador de toros, para posteriormente resucitar como el más lúcido analista de la guerra civil, como un intelectual insobornable y ejemplar, como uno de los grandes autores de la literatura española.
            En la mitificación de la figura de Chaves Nogales tuvo buena parte, diríamos que la principal, Andrés Trapiello, que sabe defender como nadie aquello en lo que cree, sin preocuparse demasiado de los datos que puedan desmentir sus siempre brillantes intuiciones. En su reciente libro Los vagamundos reúne, junto con muchos otros sobre sus apasionadas admiraciones de siempre, varios artículos sobre Chaves Nogales y en ellos se muestra justificadamente orgulloso del hecho de haber sido el primero en llamar la atención sobre A sangre y fuego, un libro de relatos publicado en 1937 y en cuyo prólogo se contendrían “las páginas más sagaces sobre la guerra civil”.
            A desmentir la elucubraciones de Andrés Trapiello sobre el periodista sevillano vienen sus Crónicas de la guerra civil (Renacimiento), muchas de ellas inéditas en libro, editadas por María Isabel Cintas, la gran estudiosa del autor.
            Los análisis de Chaves Nogales sobre la guerra civil dibujan una “línea quebrada”, como afirma Santos Juliá en el prólogo, resultan cambiantes y contradictorios y además, con cierta frecuencia, nos lo muestran no demasiado bien informado en su exilio parisino. Cito algunos ejemplo: en julio de 1938 el poder real de la España nacionalista estaba “en manos de Mussolini”; un mes después señala que “podemos considerar ya a España como una colonia alemana” y que son los agentes de la Gestapo quienes controlan a la policía española; en diciembre de ese año considera que el general Franco ha perdido “toda esperanza de triunfar mediante la guerra”, solo podría conseguir la victoria si los países de Europa le permiten “instaurar el bloqueo de las costas españolas”. Dice cosas aún más curiosas, como que en la zona republicana hay tres o cuatro millones de refugiados que han huido de la zona nacional “sencillamente porque el régimen que Franco pretende imponer en España es tan monstruoso que la gente prefiere morir de hambre a soportarlo”.
            Mayor interés que Las crónicas de la guerra civil, que no son crónicas sino comentarios de un periodista que parece haber perdido el contacto con la realidad española, tiene La defensa de Madrid, un espléndido reportaje novelado sobre aquellos pocos días de noviembre de 1936 en que Madrid estuvo a punto de caer en manos de los sublevados y se salvó heroica y casi milagrosamente. Quien habla en estas páginas –desconocidas y recuperadas por María Isabel Cintas tras una detectivesca peripecia—  ya no es el periodista, sino el escritor, el autor de esa espléndida novela de no ficción sobre la revolución rusa y la guerra civil subsiguiente titulada El maestro Juan Martínez que estaba allí.
            En su entusiasta prólogo –“este es un libro que quema entre las manos”—, Antonio Muñoz Molina parece creer que se trata de un reportaje, de un directo testimonio periodístico. “Chaves Nogales está en todo, lo ve todo”, nos dice. Pero no, según afirmación propia, el 6 de noviembre de 1936 Chaves Nogales deja Madrid, como señala en el prólogo de A sangre y fuego, “cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia”. “Ni una hora antes ni una después”, precisa.
            Muñoz Molina y María Isabel Cintas, como cualquier lector ingenuo, se dejan seducir por el espléndido estilo narrativo de Chaves Nogales y piensan que, contra toda evidencia documental, están ante la narración de un testigo directo. Pero bastan pocas páginas para darnos cuenta de que se trata de una recreación novelesca. Dialogan a solas el jefe del gobierno y el general Miaja en el despacho de este último: “En el rostro de Largo Caballero y sobre todo en sus ojos atónicos se refleja exactamente la angustia del momento”. Tal afirmación es propia del narrador omnisciente de la novela, no de un periodista.
            La defensa de Madrid puede ponerse a la par de los Episodios nacionales galdosianos; es el conmovedor relato de un doble heroísmo, el del general Miaja y el del pueblo madrileño, que se contrapone a la cobardía de los políticos que escapan a Valencia. Pero no es un documento histórico, ni mucho menos.
            Bastarían las páginas de este libro, publicado por entregas, en 1938, en las páginas de una revista mexicana para convertir a Chaves Nogales en uno de los grandes escritores de la literatura española. Habría que exceptuar el último capítulo, escrito en otro tono,  y que nos muestra a un Chaves Nogales que es casi una caricatura del lúcido analista de la guerra civil que nos quieren presentar Andrés Trapiello y Muñoz Molina. Afirma en él que, a comienzos de 1937, el ejército republicano está dotado ya “de una organización comparable a la de cualquier ejército regular” y que cuenta con “material de guerra abundante y modernísimo”. Y concluye: “El origen de la guerra no es español, no puede ser imputable a los españoles. No hay más culpa española que la de los dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble y antagónica invasión extranjera”.
            Chaves Nogales, en París, desbordado por los acontecimientos, no entendía lo que estaba pasando. Pero nos dejó el mejor testimonio de lo que fueron en Madrid los primeros meses de la guerra civil, cuando el poder quedó en la calle y lo recogieron las organizaciones obreras, en A sangre y fuego. Y a ese libro espléndido le añadió otro, desconocido hasta ahora, La defensa de Madrid, con el que termina su contribución a la literatura española. El resto es ideologizada opinión, salvo quizá –solo quizá— su testimonio de la derrota de Francia. 

jueves, 15 de diciembre de 2011

Hilario Barrero, Poesía en inglés: Mínimas maravillas

Hilario Barrero
Lengua de madera
(Antología de poesía breve en inglés)
La isla de Siltolá. Sevilla, 2011.


Sin prólogo, sin aparato erudito, dejando que los poemas se defiendan solos limpiamente impresos en lo alto de la página, Hilario Barrero nos ofrece una de las más fascinantes antologías poéticas que se hayan publicado nunca.
            La selección comienza con un poeta del siglo XVII, Richard Harris, pero se centra fundamentalmente en la poesía inglesa y norteamericana de los siglos XIX y XX. Lo único que tienen en común los textos seleccionados es la brevedad; en lo demás hay una inagotable variedad que abarca desde el chispazo ingenioso hasta la conmovedora intensidad de ciertos epitafios, pasando por la pincelada colorista y la protesta social. El gusto del antólogo –además de poeta, buen lector de poesía, cosas que no siempre van juntas— ha sido el principal guía.
            Algunos de los poetas antologados son bien conocidos y han sido muy traducidos al español. Es el caso de Emiliy Dickinson, Yeats o Pound. La lectura de sus textos nos permite darnos cuenta de la manera de traducir de Hilario Barrero: no se permite recreaciones personales, busca ante todo la fidelidad. El título del libro –que procede de un los poemas de Stephen Crane— sintetiza su teoría de la traducción: frente al poeta, el traductor parece hablar en una torpe “lengua de madera”. Pero esa lengua, en el caso de Hilario Barrero, es capaz de producir sonidos armoniosos, no solo de conservar el sentido original. Por eso son posibles dos lecturas de esta antología: una como antología de lengua inglesa, con las versiones sirviéndonos de ayuda, y otra que se centre solo en los textos en español, válidos por sí mismos.
            Si yo tuviera que hacer una antología de esta antología –cada lector hará la suya— comenzaría con un poema de Siegfried Sassoon, “Ellos”, una de las más eficaces diatribas contra la guerra que se hayan escrito nunca, y no dejaría de incluir los irónicos epitafios de Dorothy Parker, toda una sorpresa para quienes solo sabían de ella por sus precisos y desolados relatos.
            Pero casi en cada página hay una maravilla. El poema que da título al libro dice así: “Había una vez un hombre con la lengua de madera / que intentó cantar / y en verdad daba pena. / Pero había alguien que escuchó / el clip-clap de su lengua de madera / y supo lo que el hombre / deseaba cantar, / y con esto el cantante quedó satisfecho”.
            De Robert Frost, el poeta rural norteamericano que tanto tiene en común con nuestro Antonio Machado, se traducen varios poemas excelentes; el que quizá resulte más memorable tiene solo dos versos: “Perdóname, oh Señor, mis pequeñas bromas a tu costa / y yo te perdonaré la tuya inmensa a costa mía”.
            Langston Hughes, afroamericano, resulta curiosamente el poeta más ampliamente representado. Aunque su poesía, sencilla y eficaz, sigue conservando su fuerza, esta es una de las decisiones del antólogo que resulta más discutible. No le reprochamos, en cambio, que deje un amplio lugar para Charles Simic, con poemas muy diversos, sin desdeñar el ingenio ramoniano de “Sandías”: “Budas verdes / en el puesto del mercado. / Nos comemos la sonrisa / y escupimos los dientes”.
            No hay mejor recomendación para esta Lengua de madera que citar completas algunas de las mínimas maravillas que encierra. Un epitafio de Allen Ginsberg, por ejemplo, que es a la vez un nada sentimental poema de amor. Se titula “A las cenizas de Neal” y dice así: “Ojos delicados que descubrían montañas azules / al parpadear, todo ceniza, / pezones, costillas que toqué con el pulgar, ceniza son, / boca que mi lengua tocó una o dos veces, todo ceniza, / mejillas huesudas, suaves al contacto con mi vientre, son ceniza, ceniza, / lóbulos y párpados, juvenil bálano, rizado pubis, / cálido pecho, palma de hombre, muslo de colegial, / bíceps de jugador de béisbol, culo templado con piel de seda todo cenizas, todo cenizas de nuevo”.
            Hilario Barrero, que reside en Nueva York desde hace varias décadas, es uno de los mejores conocedores de la poesía norteamericana actual. Traductor de poetas como Jane Kenyon y Ted Kooser, en Lengua de madera nos ofrece, junto a los nombres que ya forman parte de la historia de la literatura, una muestra de numerosos autores contemporáneos de los que apenas tenía noticia, o no tenía ninguna, el lector español. Su libro sirve así además como excelente guía de lectura.
            La variedad de esta antología hace que pueda leerse como cualquier otro libro, de la primera a la última página, pero gana si la leemos abriéndola al azar por cualquier página: no hay ninguna que no nos sorprenda, nos emocione, o simplemente nos divierta. Es de esos libros que no necesitan leerse de principio a fin porque no tienen principio ni fin y por eso resultan inagotables.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Pedro Sainz Rodríguez: La historia entre bambalinas

Julio Escribano
Historia viva en las cartas de Pedro Sainz Rodríguez 1897-1986
La esfera de los libros. Madrid, 2011.


Recorrer el epistolario de Pedro Sainz Rodríguez, ordenado, prologado y anotado por Julio Escribano, es asomarse al siglo XX desde una perspectiva a menudo inédita o no demasiado bien conocida. Las cartas abarcan desde 1916, cuando el autor tenía diecinueve años, hasta casi la misma fecha de su muerte. Sainz Rodríguez fue, en primer lugar, un gran estudioso de la literatura española, catedrático de la universidad de Oviedo con poco más de veinte años, pero sus intereses políticos no resultaron menores y predominan en esta selección de cartas. Dos grandes núcleos encontramos en ella. El primero, más breve, lo ocupa su paso por el ministerio de Educación Nacional entre 1938 y 1939; el segundo abarca casi cuarenta años y refleja su etapa de exiliado en Lisboa y de conspirador monárquico al servicio de don Juan de Borbón.
            La correspondencia como ministro muestra su constante intervención en asuntos menores, a favor de unas personas, “de clara significación derechista”, y procurando la rápida depuración de otras. “Me parece vergonzoso –nos dice en una carta de 1937, cuando aún no era ministro— que a ese señor se le conceda la más mínima beligerancia y creo que debería ser objeto de sanción y depuración. No sé los trámites que son precisos para esto, pero yo estoy dispuesto a hacer lo que fuera menester para que no prevalezcan estos personajes turbios y arribistas”. Ya ministro, no se muestra muy propicio a flexibilizar la rigidez de las sanciones. A una joven que le ruega desde Cádiz se suspenda la separación de su padre del cargo de maestro nacional, le responde: “Siento manifestarle que no es posible acceder a su petición, dados los informes que obran en la Comisión Depuradora y a la propia confesión de usted en su carta de referencia, al decir que su padre se había apuntado en la Masonería un mes antes del Movimiento”.
La indefensión de los profesores, incluso de los partidarios, queda clara en la información que le da, “confidencialmente”, a Queipo de Llano por si “cree conveniente intervenir”: “Recibo de Sevilla una carta del catedrático del Instituto don Enrique Báncora Sánchez en la que me comunica que, por haberse negado a rectificar una nota, el teniente coronel de Estado Mayor Sr. González Pons, vestido de uniforme, le apaleó y abofeteó a la salida del Instituto. No entro en el fondo de la cuestión ni tampoco en el fundamento que tendría este teniente coronel para proceder así, pero como sé que usted es hombre que sabe imponer su autoridad a todos le comunico el caso para que se informe de lo ocurrido y vea si la conducta de ese señor teniente coronel puede tener justificación. Desde luego, y visto el caso desde fuera y sin antecedentes suficientes me parece un abuso de poder el proceder así yendo vestido de uniforme, por cuyas circunstancias el apaleado no podría repeler la agresión sin incurrir en gravísimas responsabilidades de índole delicadísima”.
            Sorprende el empeño de Adolfo Alas, uno de los hijos de Clarín, en lograr por mediación de Sainz Rodríguez una buena colocación a Asturias, pocos meses después de que su hermano, rector de la Universidad, hubiera sido ejecutado. En carta al marqués de Vega de Anzo leemos: “Me escribe don Adolfo Alas Argüelles, diciéndome que hay dos cargos vacantes en Asturias muy apropiados para él y para cuya designación sería muy conveniente la atención por parte de usted. Uno de estos cargos es el de Inspector de los servicios de venta y depósito de explosivos y superfosfatos de las provincias de Asturias y León; el otro, el de director de la Compañía de Gas y Electricidad de Gijón”.
            Solicitar y conceder favores fue, a juzgar por estas cartas, la actividad principal de Sainz Rodríguez como ministro. Poco antes de su cese, contento porque le han informado de que irá de embajador a Buenos Aires, escribe al marqués de la Eliseda: “Si tienes algo que pedir a este ministerio, hazlo pronto y serás complacido, pero a mi vez quiero pedirte una cosa, que es el único remordimiento que me queda de mi paso por el Poder: que coloques a Emilio López Bisbal”. Obviamente, el tráfico de influencias no estaba ni penalizado ni mal visto en aquellas fechas.
            Pero a Sainz Rodríguez no le nombran embajador en Buenos Aires ni le dan ningún otro cargo. Desengañado, marcha a Lisboa y las largas cartas que escribe desde allí, muchas de ellas con nombres en clave, están destinadas a coordinar una oposición monárquica capaz de desalojar a Franco del poder. En el exilio ha descubierto, como escribe a Pemán (cuyo nombre clave es “Q”) que “la fuerza de Franco no dimana de ninguna habilidad política, sino del hecho de poseer un ejército y una numerosa policía en los que se gasta el 60 por ciento del Presupuesto nacional. La fórmula mágica de Franco es la violencia policial”. Por una carta de 1976 sabemos que sus desencuentros con el dictador vienen de muy atrás: “Efectivamente, estábamos juntos cuando nos dieron la noticia de que había sido elegido Franco, y yo me puse furioso porque tenía la seguridad de que ‘ni con agua caliente’ (así lo dije casi a voces) soltaría el puesto, ni daría el puesto mientras viviera a la Monarquía”. Pero esa seguridad no le impidió aceptar, poco después, el nombramiento de ministro.  
            Para el interesado en la historia reciente de España esté libro ofrece pequeños detalles exactos que ayudan a entender los acontecimientos al margen de prejuicios ideológicos. Los de Julio Escribano están muy claros y asoman acá y allá de la más pintoresca manera. En la entrada de uno de los capítulos (las cartas se agrupan siguiendo, aproximadamente, las distintas etapas históricas) escribe: “Al ascenso de El País durante el primer año de publicación ha seguido un descenso, presentando con frecuencia un periódico superficial, agrio y mal informado. Se observa pérdida de crédito ante los lectores y menos ejemplares vendidos”.
            También el curioso de vidas y hombres puede encontrar en este nutrido volumen materia inagotable, como en unos nuevos episodios nacionales. Luis María Anson –muy elogiado en diversos pasajes y quizá su inspirador— lo prologa con sus mejores modos retóricos.
Ya sabíamos que no todo fue blanco y negro durante el régimen de Franco. Algunos de los más cualificados franquistas, como José María Pemán, parece que no lo fueron tanto, aunque a pesar de ello lo fueran demasiado.
Intrigante, vividor y sabio, Pedro Sainz Rodríguez resulta todo un personaje. Este epistolario –que no oculta sus sombras— lo confirma.  

jueves, 1 de diciembre de 2011

Víctor Márquez Pailos, Jesús Fonseca Escarpín: Lo humano y lo divino

Víctor Márquez Pailos, 
Jesús Fonseca Escarpín
Conversaciones en Silos
Kailas Editorial. Madrid, 2011.


Víctor Márquez Pailos, gijonés de 1968, prior de Silos, no es un monje convencional, y por eso sus conversaciones con el periodista y poeta Jesús Fonseca no resultan en absoluto convencionales. Tampoco el monasterio de Silos es un monasterio convencional: su prodigioso claustro románico, la fama de su canto gregoriano, el ciprés más famoso de la historia de la literatura y el que se encuentre en el origen de la lengua española lo han convertido en uno de los principales centros de atracción turística, en el lugar menos adecuado para una persona que quiera vivir su religión lejos de la sociedad. No es el caso de Víctor Márquez, para quien no hay frontera “entre el adentro y el afuera, entre el claustro y el mundo, porque el claustro es una gran ventana que se me ha abierto, no ya a la contemplación distante y cómoda del mundo, sino a la participación real a la vida de la gente”.
            Benedictino de Silos era el fraile más famoso del franquismo, uno de los sostenes ideológicos del régimen, Fray Justo Pérez de Úrbel, que fue procurador en Cortes y primer Abad de la basílica del Valle de los Caídos. Víctor Márquez no aspira a seguir su camino, pero sí quizá a ser como él una figura mediática; de ahí que en la cubierta del libro aparezca una fotografía suya y cada capítulo se inicie con otra en la que aparece sentado en su celda, paseando por el claustro, reflejado en un espejo… Todo un ejercicio de narcisismo que no sabemos si habría aprobado San Benito, aunque sus normas monacales están llenas de sentido común y comprensión hacia las flaquezas humanas; por eso prescribe para cada monje un vaso de vino al día, salvo que “las circunstancia del lugar, el trabajo o el calor del verano exijan algo más”.
            Víctor Márquez y Jesús Fonseca son buenos lectores de poesía. En estas conversaciones nos entramos a menudo, no solo con referencias a San Juan de la Cruz, según sería de esperar, sino también con citas de Rimbaud y de Valente, de Omar Jayyam y de Antonio Colinas. Un poema de Miguel Hernández resume los grandes núcleos que vertebran el libro: “Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor”. A veces una cita aparece alterada, como en el caso de los conocidos versos de Cernuda “libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”, pero eso, que sería un demérito en una obra erudita, aquí solo indica que se cita de memoria, como hacen siempre los buenos lectores de poesía.
            “Un monje y un periodista hablan del amor y de la vida”, leemos en el subtítulo del libro. Y no lo hacen únicamente desde el punto de vista que esperaríamos, atenido a la convencional ortodoxia católica. Jesús Fonseca se atreve con preguntas personales y Víctor Márquez no teme adentrarse en terrenos delicados y en opiniones arriesgadas. “Víctor, te van a echar”, le dice al comienzo de uno de los capítulos. Y continúa: “¿Cómo se te ocurre decir que la Iglesia católica debe tener el valor de exponerse a la crítica y al juicio ajeno y malévolo porque también de él podemos aprender?”
            Víctor Márquez, que además de teología, ha estudiado filología clásica y filosofía, muestra una gran admiración por María Zambrano (una foto suya preside su celda). La cita a cada paso y su magisterio resulta notorio, no siempre para bien. La nebulosidad de ciertas reflexiones de ella procede. Las que se refieren al amor erótico, por ejemplo. El entrevistador le hace una pregunta de esas que, en cualquier programa de cotilleo televisivo, han de ser pactadas previamente: “¿Cómo es la sexualidad de un monje?”. Y la respuesta no puede ser más directa: “Como cualquier otra”. A continuación nos explica una teoría sobre el amor –un juego entre caballeros, aunque los partícipes sean de distinto sexo—, que no aclara demasiado y que podría entenderse de no adecuada manera. Y más si leemos frase como que “el sexo ha sido siempre, y no solo ahora –baste recordar las mancebías de nuestro siglo de oro español—, una estupenda fuente de aventuras”. ¿También para los monjes? Muchas veces, también: “Si te fijas en el claustro de Silos y observas el artesonado mudéjar que cubre el claustro, podrás ver escenas de amor mundano y de la vida cotidiana en las que los monjes aparecen de una manera no precisamente edificante, enredados en mil picardías”.
            No se le puede negar valentía a este prior de Silos capaz de colocar a la caricia en el lugar central de su reflexión filosófica y teológica y de afirmar que “las personas que comparten vivencias homosexuales con otras –en la forma de una relación corporal—  se enriquecen como personas y no como homosexuales”.
            La mezcla de audacia y candor que caracteriza a Víctor Márquez le hace luego afirmar que está en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo porque “habría convenido más a la naturaleza del fenómeno que se trata de reconocer” el presentarlo como un “pacto de amistad” y no como un “matrimonio”. Curiosa idea de la amistad la que tiene este buen fraile (o a saber lo que entiende por “relaciones corporales”).
            Pero no daríamos una imagen adecuada de tan sugerente y fértil libro si nos centráramos demasiado en uno de los capítulos, “El amor erótico”, que divertirá a unos y escandalizará –aunque todo es reflexión teórica— a otros.
Hay en estas Conversaciones en Silos muchas inteligentes observaciones sobre los enigmas del hombre y del mundo, más preguntas (y no me refiero a las del periodista) quizá que respuestas, abundantes materias sobre las que reflexionar y hay, sobre todo, el autorretrato de un curioso y fascinante personaje que, sin duda, dará mucho que hablar, aunque esperemos que no sea en determinados programas televisivos.
“¿Qué le pedirías a la vida?”, le pregunta el periodista. Y la respuesta es: “Más vida”. La vida conventual, a menudo tan castradora, puede ser una de las formas de la plenitud humana.