Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta
Juan Manuel Bonet
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2012
Sevilla, 2012
“La moda es lo que pasa de moda”, decía Jean Cocteau. La moda del ultraísmo duró unos pocos años, pero en ese escaso tiempo –entre 1919 y 1925– fue muy llamativa y contagiosa: junto a algunos poetas verdaderos, apenas hubo principiante o aficionado que no tratara de jugar con la tipografía, borronear caligramas o enhebraetáforas más o menos gregueristas e ingeniosas.
“El ultraísmo gozó, durante décadas, de mala fama”, escribe Juan Manuel Bonet en el prólogo a este nutrido centón. Explica luego el motivo de esa mala fama: “El digamos club del 27 lo redujo a un episodio llamativo, pero menor, e hizo circular la especie de que apenas había dado frutos poéticos”.
No parece que la lectura de Las cosas están rotas, con su minucioso prólogo y sus 355 textos de 60 autores vaya a hacer variar mucho dicha opinión.
Juan Manuel Bonet no distingue, a la hora de hacer su antología, entre ultraísmo y creacionismo. Nada le habría disgustado más a Vicente Huidobro que verse incluido en una muestra de poesía ultraísta, después de sus disputas por la primogenitura en las novedades vanguardistas y de sus ásperas polémicas y descalificaciones: “Yo no podré nunca tomarme en serio el ultraísmo pues nada detesto más que los elementos esenciales que lo constituyen: lo pintoresco, la fantasía y el dinamismo de maquinaria”.
Para Bonet el ultraísmo es un cóctel de diversas tendencias: “creacionismo huidobriano, poesía cubista en todas sus variantes (Apollinaire, Cendrars, Max Jacob, Reverdy como referencias principales por ese lado), futurismo y palabras en libertad marinettianas, expresionismo alemán, Dadá y por supuesto ramonismo…”
Pero no fue el “club del 27” quien redujo el ultraísmo a un episodio menor, sino sus propios participantes, que pronto, en casi todos los casos, lo consideraron una aventura juvenil y, si continuaron escribiendo, siguieron muy distintos caminos. La mayor parte de los poetas ultraístas que han pasado a la historia de la literatura lo hicieron por su obra posterior, al margen de esa corriente. Borges es el caso más significativo.
Aunque no falten los personales juicios de valor a lo largo del prólogo, da la impresión de que a Juan Manuel Bonet lo que más le interesa de las publicaciones ultraístas es su rareza bibliográfica, no su interés literario. No deja de indicarnos que tal libro “lo maneja en ejemplar dedicado a Luis Álvarez Piñer” y que “antes había podido fotocopiar el dedicado a Federico García Lorca, de manos del cual pasó a las de Rafael Alberti”; otro lo tiene “en ejemplar dedicado a Adriano del Valle” y uno de los números de una rara revista, Irradiador, solo lo ha podido tocar en la biblioteca de Gerardo Diego. En las notas biobibliográficas de los autores seleccionados se nos ofrecen datos más propios de un coleccionista obsesivo que de un estudioso de la literatura. A propósito de César M. Arconada escribe: “Sed se había dado por no-publicado por los especialistas en el autor –y por mí mismo, seguidista de ellos, en mi Diccionario de las vanguardias en España–, por lo cual es fácil imaginar el bote que di cuando, en 2003, en lo alto de una escalera, en la que fuera biblioteca de Francisco Vighi, me topé con un ejemplar, que pronto engrosó la exposición en torno del poeta, que comisarié con Javier Villán, testigo de aquel descubrimiento”. Juan Manuel Bonet no nos ahorra datos que estarían mejor en otro lugar: la ficha dedicada a Ruth de Velázquez (poeta y pintora, como poeta muy justamente olvidada a juzgar por la selección que se nos ofrece) indica que un librero de Buenos Aires ofrece el ejemplar de uno de sus catálogos dedicado a Guillermo de Torre.
A la hora de anotar los poemas el criterio de Bonet resulta igualmente peculiar. Huidobro dedica el poema “Ecuatorial” a Pablo Picasso y en nota se nos informa: “Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 1881- Mougins, 1973), gran pintor español con el cual comienza el siglo XX”. El poema menciona luego al Capitán Cook y el antólogo anota: “Ahorramos al lector notas evidentes sobre el Capitán Cook”.
No ha querido hacer Juan Manuel Bonet, según indica, una antología histórica, sino poética, “de poemas perdurables y, en algunos casos, memorables”. A lo largo del prólogo no deja de subrayar las piezas que considera más destacadas de su colección. Tal poema de Garfias termina “con un verso maravilloso” (Mi corazón temblando bajo el ala del Sur). A renglón seguido nos informa que ese poema, corregido, lo incluirá en un libro “maravillosamente titulado: El ala del Sur”. “El vuelo de los poetas”, de Guilermo y Francisco Rello, es otro poema “maravilloso”. Demasiada maravilla parece. Luces de bengala, de Miguel Pérez Ferrero, es “un libro muy bonito”. Y no resulta muy riguroso comenzar un juicio crítico con “de siempre me ha gustado mucho la poesía de Antonio Espina”.
Como excepcional estudioso y crítico de arte, no deja Bonet de referirse a las relaciones entre poetas y pintores. El aspecto gráfico de los libros que tiene entre sus manos le interesa tanto o más que su contenido: “Hélices lleva retrato del autor por Daniel Vázquez Díaz, viñeta y exlibris por Norah Borges y sobre todo espectacular cubierta en negro y rojo ladrillo por Barradas”. Cumplidamente se nos informa de las cubiertas en que se utiliza la técnica del “pochoir”.
Centón, más que antología, este libro, que incluye a sesenta autores y en el que con dificultad se pueden encontrar una docena de poetas (no escasean, sin embargo, los que, como Vicente Risco, son destacados autores en otros campos). El estudioso de la época puede espigar en él infinidad de datos curiosos, muchos de ellos inéditos; bastante menos interés presenta para el borgiano lector hedónico, y no parece que vaya a desmentir –todo lo contrario– la opinión que Bonet atribuye al “club del 27” sobre la fugaz y benemérita aventura ultraísta.