Los poemas de amor
más antiguos del mundo
Eduardo Gris Romero
Pre-Textos. Valencia,
2022.
Al contrario que el sexo, que obedece a un impulso
biológico, el amor es una construcción cultural. Pero si esto es así, sus comienzos
no están ni en el amor cortés de los trovadores ni en el amor romántico, sino
muchos siglos atrás, casi en el origen de la civilización, y no tuvo un origen,
sino varios. Eduardo Gris Romero ha publicado una antología sorprendente, Los
poemas de amor más antiguos del mundo, en la que reúne casi un centenar de
poemas escritos entre el tercer milenio antes de Cristo y el siglo VI y que
puede leerse como un libro unitario. Ayuda a ello el que la mayor parte de los
textos sean anónimos y que incluso los que no lo son, los poemas y fragmentos
de la lírica arcaica griega, aparezcan como tales, identificándose solo el
autor en las notas. Pudiera pensarse que se trata, no propiamente de
traducciones, sino de versiones personales, en ocasiones demasiado personales,
pero no es así. El volumen tiene su origen en una tesis doctoral, el prólogo
nos refiere de los pasos de la investigación, lleva la adecuada bibliografía y
una “tabla de correspondencias” que nos remite a los originales en ediciones
autorizadas. Obviamente, Eduardo Gris Romero no conoce todas las lengua en las
que se escribieron unos poemas que proceden de Mesopotamia, Egipto, China,
Grecia, Israel e India, pero ha tenido en cuenta las investigaciones de los
especialistas y sus traducciones a otras lenguas, al inglés y al alemán
principalmente.
En la poesía griega, no ofrece
mucha diferencia con las versiones que conocemos. Rodríguez Adrados traduce en
prosa los tres versos de un fragmento de Arquíloco: “Tal deseo de amor,
envolviéndome el corazón, extendió sobre mis ojos una densa niebla, robándome
del pecho mis tiernas entrañas”. Gris Romero lo hace en verso: “Tal ansia de amor
me revolvió el corazón / y derramó sobre mis ojos sombra espesa, / arrancándome
del pecho mis tiernas entrañas”. Su intervención es mayor en otros casos, como
en la poesía china. La primera estrofa del poema 3 del Shin Ching Carmelo
Elorduy la traduce así: “Recogiendo voy el cerastio. / Aún no he llenado la
mitad inferior de mi cestita. / ¡Ah! Pienso siempre en mi hombre. / Voy a dejar
mi cestita en la carretera de Chou”. Gris Romero simplifica: “Voy recolectando
plantas, / pero no llenan mi cesta. / Suspiro por el amado / y la dejo en el
camino”.
Pero si los
poemas se leen con agrado y en más de un caso nos emocionan como si hubieran
sido escritos ahora mismo, las notas suscitan en más de un caso cierta
perplejidad. El amante llama a la puerta de la amada en “El cantar de los
cantares”: “Ábreme, mi amada, mi amiga, / paloma mía, preciosa, / pues mi
cabeza está empapada de rocío, / mis cabellos del sereno de la noche”. Gris
Romero escribe en su comentario: “Parece que en la poesía mesopotámica la cabeza
es metáfora del pene, y esta imagen pudo pasar al mundo hebreo. La cabeza
empapada de rocío aludiría a la excitación sexual del muchacho. La cuestión ya
no sería entonces la llovizna nocturna, sino la necesidad de satisfacer su
deseo”. Más adelante se lee que el amante introduce la mano por la abertura de
la puerta y entonces se nos indica que “la mano es metáfora del pene en otros
lugares de la Biblia”.
El
comentario que al final de cada poema, parafrasea el texto, añade generalmente
un contenido sexual donde no aparece explícito, a menudo un tanto
arbitrariamente, y observaciones personales no siempre muy pertinentes. “La
imagen me parece de una comicidad irresistible” dice a propósito de uno de los
ejemplos del Sattrasai: “Que la aldea haya ardido sin remedio, / a pesar
de haber muchachos disponibles, / es culpa de tus pechos / agitándose en la
confusión”. La presunta comicidad no es precisamente irresistible.
Por lo general estos poemas no
necesitan ninguna aclaración, aunque hayan sido escritos hace siglos. De muchos
nos han llegado solo fragmentos; de otros se nos ofrecen solo fragmentos, no
sabemos bien por qué.
Quien habla
en la mayoría de ellos, como en las jarchas mozárabes, es una mujer. Puede
sorprender este hecho, ya que hasta donde sabemos —Safo es la excepción—
durante siglos la creación poética parece reservada a los hombres. Pero
cuando Pessoa escribió que “el poeta es un fingidor” no estaba inventando nada,
sino expresando una verdad que, negada durante la época romántica —cuando el
poema se consideraba un desahogo del corazón—, ya estaba presente en los
primeros poetas cuyos versos han llegado hasta nosotros.
Traducidos por Eduardo Gris Romero,
entre los poemas que vienen de la India (“Todos dicen que mi amado, / corazón
duro, se irá con el alba. / ¡Alárgate, señora Noche, / para que nunca llegue la
mañana!”), de Grecia (“ Se ocultan la luna y las Pléyades, / media la noche, / pasa el momento / y yo
duermo sola”) o de la China anterior a la famosa dinastía Tang (“Está
recogiendo lino. / Un día sin verle / es como tres meses. / Está recogiendo
artemisa. / Un día sin verle / es como tres otoños. / Está recogiendo ajenjo. /
Un día sin verle / es como tres años”). No muy distintos estos poemas de la
poesía tradicional española: “Si la noche se hace oscura / y tan corto es el
camino, / ¿cómo no venís, amigo?”, una de cuyas variantes se canta en La Celestina.
Por encima de las diferencia
epocales y culturales, parece que hay unos “universales del sentimiento”, que
diría Machado. Este libro, que es sobre todo una excelente antología poética,
trata de determinarlos.