jueves, 31 de mayo de 2012

Stephen Gundle: Un crimen de ayer, una historia de hoy


Stephen Gundle
La muerte y la dolce vita
Seix Barral. Barcelona, 2012

Paseando un domingo por el mercado de Porta Portese, en el Trastevere, el historiador Stephen Gundle se encontró con un paquete de revistas y recortes de periódicos atados con una cuerda. Todos ellos hablaban de una mujer, Wilma Montesi, que había aparecido muerta en extrañas circunstancias. Pero docenas de mujeres eran –y son–  asesinadas y sin embargo apenas merecen unas pocas líneas en el diario del día siguiente.
            La muerte de Wilma Montesi parecía destinada a no tener apenas resonancia fuera del ámbito familiar. Una joven de veintiún años sale a dar un paseo, no regresa a cenar y a los dos días se encuentra su cadáver en una playa de la costa cercana a Roma. Se piensa en un suicidio o en un accidente.
            Aquel crimen –todavía no resuelto– marcó una época, dio origen a varios libros y a una película que escandalizó a la sociedad bien pensante: La dolce vita, de Federico Fellini.
            Los recortes periodísticos que Stephen Gundle encontró en el Trastevere, unido a su interés por el cine y la historia contemporánea, le llevaron a investigar un crimen que conmocionó a la sociedad italiana de su tiempo, que fue noticia en todo el mundo (un entonces joven periodista, Gabriel García Márquez, le dedicó varias crónicas) y que a punto estuvo de acabar con el gobierno de la todopoderosa Democracia Cristiana.
            El resultado es un libro minuciosamente documentado y escrito con la agilidad del mejor periodismo, La muerte y la dolce vita, cuyo subtítulo resulta el más adecuado resumen: “La cara oscura de Roma en la década de 1950”.             La cara oscura de aquella Roma hedonista e hipócrita que comenzaba a dejar atrás la miseria de la posguerra, que estaba fascinada por el cine, por el milagro económico, por los secretos de alcoba de la gente guapa.
            La pregunta sobre quién mató a Wilma Montesi, que acaba quedando sin resolver, va perdiendo poco a poco importancia. A nosotros, lectores de ahora, nos importan más otras cosas, las mismas que ya sedujeron a los lectores de entonces.
            Debemos agradecer a Stephen Gundle que con tan fascinante material en su mano haya resistido la tentación de escribir una novela. El caso de Wilma Montesi, muerta en 1953, tiene mucho en común con el asesinato de otra joven, Elizabeth Short, cuyo cadáver mutilado apareció en un descampado de Los Ángeles en 1947. Acaba de publicarse una de las novelas inspiradas en ese suceso, Confesiones verdaderas, de John Gregory Dunne. A pesar de los retóricos elogios que Rodrigo Fresán le dedica en el prólogo (“nutrido elenco de secundarios de primera, diálogos como disparos a quemarropa y silencio como shots de bourbon”), a las pocas páginas lamentamos que lo que podría haber dado lugar a una rigurosa crónica se desperdicie en una novela. Novelizar una apasionante historia real es como ir al mercado, comprar los mejores productos de la temporada y luego servirlos muy cocinados y embadurnados de más o menos convencionales salsas.
            Stephen Gundle no cae en ese error. Su libro es una crónica de sucesos y muchas cosas más, entre ellas la historia de dos calles, Via Margutta y Via Veneto, que representan dos mundos, el de la bohemia artística y el de los ricos y famosos, dos mundos con algo en común: el desafío a la moral convencional.
            El caso Montesi contribuyó en gran medida al desarrollo de cierto tipo de prensa, la escandalosa prensa del corazón, la que vivía de los secretos de alcoba, la que propició la aparición de los paparazzi, incansables fotógrafos indiscretos (el nombre se lo dio Fellini).
            En la Italia de los años cincuenta, donde la iglesia católica imponía su moral y mantenía sus privilegios gracias a la Democracia Cristiana, el partido comunista tenía una gran fuerza, era un rival peligroso. El caso Montesi amenazaba un sistema político que era una garantía para el mundo libre. De ahí que Estados Unidos se preocupara tanto como el Vaticano por conseguir que las cosas no llegaran demasiado lejos.
            No llegaron. Pagaron los periodistas que habían desvelado el escándalo, también algunos testigos, pero todos los acusados quedaron en libertad sin cargos. Los principales era Ugo Montagna, un marqués siciliano, bien relacionado con la Mafia, que hacía sustanciosos negocios a base de invitar a partidas de caza en su finca de Capocotta a las más destacadas personalidades de la política (también les facilitaba drogas y fáciles jovencitas), y Piero Piccione, músico de jazz, hijo de un ministro del gobierno (vivía en casa con el padre), y amante de Alida Valli, la vengativa condesa Silvia de Senso. Las presuntas o no tan presuntas orgías de Capocotta (tan semejantes a las que luego haría famosas Berlusconi) fascinaron a la imaginación popular. La democracia cristiana salió fortalecida de aquel envite. A Giulio Andreotti, ministro del Interior, todavía le quedaban muchos gobiernos que presidir.
            La cara oscura de Roma en la década de 1950 no es la cara oscura de la Roma de hoy (o de la España de hoy), al menos aparentemente. Muchas cosas han cambiado. Pero, como se afirma en la famosa novela de Lampedusa, a veces es necesario que muchas cosas cambien para que todo siga igual.

jueves, 24 de mayo de 2012

Poetas en Nueva York o de la imposibilidad de la crítica sin crítica


Julio Neira
Historia poética de Nueva York en la España contemporánea
Ediciones Cátedra. 
Madrid, 2012


La ciudad de Nueva York es una de las capitales de la poesía española del siglo XX. Tres de los libros fundamentales de ese siglo se escribieron (al menos parcialmente) en ella y la tienen como escenario: Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, Poeta en Nueva York, de García Lorca, y Cuaderno de Nueva York, de José Hierro. Pero la ciudad no solo está presente en esos poetas, también en muchos otros que allí habitaron, como Dionisio Cañas, o viajaron reiteradamente, como Luis García Montero. Un estudio dedicado a la huella poética de Nueva York en la poesía contemporánea resulta del mayor interés. Pero el que le acaba de dedicar Julio Neira, a pesar de su laboriosidad y de sus buenas intenciones, resulta finalmente frustrado. No cumple lo que promete. Se queda, sobre todo en su segunda mitad, en un acopio de inane erudición.
            La razón de ese fracaso me parece muy significativa, es frecuente en los estudios literarios referidos a autores contemporáneos. A la hora de seleccionar los autores, Julio Neira declara expresamente en el prólogo que no ha tenido en cuenta ni los “estándares estilísticos” ni la “calidad poética”. A esta última la considera un concepto “irremediablemente subjetivo”. Reconoce que el nivel estético del corpus analizado es “muy irregular”, pero no le importa: su propósito ha sido “comprobar cómo han tratado el fenómeno de Nueva York los poetas españoles en su conjunto”.
            Julio Neira toma la expresión “poetas españoles” en su sentido más amplio: todo aquel que sea español, o haya residido algún tiempo en España, y haya escrito algún poema. Lo cual viene a ser como considerar “fotógrafo español” a cualquiera que haya hecho alguna vez una fotografía.
            ¿Tendría algún interés una recopilación  titulada “Nueva York vista por fotógrafos españoles” en la que se pidiera, se buscara y se aceptara cualquier instantánea del más torpe turística? “Aparece Nueva York, pues vale”, diría el comisario de esa exposición si actuara como Julio Neira.
            A los poetas que conoce, el investigador les ha pedido que rebusquen entre sus inéditos si tienen algún texto que se refiera a Nueva York. Y no han faltado quienes le han hecho caso y han rebuscado incluso en la papelera: Luis Antonio de Villena le envía un viejo texto de 1978 desechado porque le parecía demasiado tópico. A veces da la impresión de que algunos autores han escrito expresamente, ante la insistencia del estudioso, circunstanciales versos para aparecer en el estudio. Da un poco de vergüenza ajena leer las colaboraciones de Jorge Urrutia o de Joaquín Gallego, por citar solo dos ejemplos.
            Se puede prescindir del criterio de “calidad poética” cuando un Ayuntamiento o una Caja de Ahorros (de las de antes) financia un lujoso volumen de versos de hoy o de ayer dedicados a cantar la ciudad: todo vale en una antología sobre Pontevedra o sobre Hospitalet aparecida con motivo de las fiestas patronales. Un estudio publicado por una editorial seria en una colección de crítica literaria requiere otras exigencias.
            Importan menos los errores de detalle, como incluir a Ramón Menéndez Pidal entre los exiliados republicanos en Estados Unidos (p. 73);  calificar de “libro póstumo” (p. 170) a Casi una leyenda, de Claudio Rodríguez (es de 1991, su autor murió en 1999), o no tener muy claro qué río es el que cruza el puente de Brooklyn: comentando (pp. 121-122) la “Canción del ensimismado en el Puente de Brooklyn”, de José Hierro, señala que en ese poema “una mujer misteriosa le ofrece un periódico y le insta a contemplar los muertos que bajan en las aguas del Hudson” (en el poema son los muertos que bajan “en las aguas del río”, y ese río, claro, es el East River).
            Incluso podría resultar también disculpable que, tras indicar que restringe al máximo las notas a pie de página, incluya una extensa para aclararnos que “el leonés José María de Juan, diplomado en Turismo y Licenciado en Humanidades, ha trabajado como agente de viajes, traductor y guía de turismo nacional e internacional. Es consultor turístico, especializado en turismo cultural y de la naturaleza, presidente de la Sociedad Española de Ecoturismo” (el currículum entero de este ilustre vate está en la página 256).
            El error fundamental es prescindir del criterio y del rigor a la hora de seleccionar a los poetas. La calidad no es un concepto “irremediablemente subjetivo”, sino intersubjetivo. ¿Cualquier persona que haya escrito unos versos en el siglo XX es un poeta del siglo XX? Lo primero que tiene que hacer un estudioso de cualquier tema en la poesía del siglo XX, y de lo que va del XXI, es determinar cuáles son los nombres significativos, no hacer un recuento exhaustivo de todos los libros en verso que se han publicado. Eso resulta tanto más difícil cuanto más nos acercamos al presente. Ahí caben las apuestas. El estudioso arriesga a la hora de determinar los nombres que considera deben ser tenidos en cuenta, aunque sobre ellos no haya todavía un consenso crítico.
            Julio Neira, coleccionista acrítico de textos sobre Nueva York, no duda en preguntarle a cualquier poeta que ha pasado por esa ciudad si ha escrito algo sobre ella. Fernando Delgado, según se nos indica en la p. 169, le confiesa que no: le parece “demasiado tópico hacerlo”. Otros, menos exigentes, ante la insistente petición del estudioso, han escrito a propósito algunas de las nimiedades que recoge el apéndice.
            No quiere esto decir que el estudio de Julio Neira sobre Nueva York y la poesía española hubiera debido limitarse a los nombres consabidos –Juan Ramón, Lorca, Hierro–, todo lo contrario: hay otros muchos, desconocidos por el gran público, que nos ofrecen en sus versos facetas inéditas de la ciudad, que siguen convirtiéndola en uno de los escenarios predilectos de la poesía contemporánea. Y Julio Neira se ocupa de ellos, y en ocasiones con singular acierto, pero también, y sin cambiar el tono, de docenas y docenas de insignificancias. El resultado es un centón en absoluto prescindible: ejemplifica bien cómo no debe hacerse la crítica literaria.

jueves, 17 de mayo de 2012

Chaves Nogales: Periodismo y literatura

Chaves Nogales
Juan Bonilla y Juan Marqués (edits.)
La Isla de Siltolá
Sevilla, 2012


Manuel Chaves Nogales es un autor que está de moda. Varias editoriales se disputan la reedición de unos títulos que, hasta hace bien poco, solo podían encontrarse en las librerías de viejo, y a un precio no demasiado elevado. La excepción era su biografía de Juan Belmonte, que nunca dejó de ser leída, editada y admirada.
            Pero esta generalizada reivindicación se basa en un equívoco, y el bien intencionado volumen monográfico que Juan Bonilla y Juan Marqués le dedican contribuye a acentuarlo. Con buen criterio señalan que la boga actual de Chaves Nogales tiene su origen menos en la edición de su obra completa por parte de María Isabel Cintas que en las fervorosas páginas que Andrés Trapiello le dedicó en Las armas y las letras. Pocos escritores como Trapiello tan capaces de suscitar entusiasmo por autores olvidados. Al igual que Azorín ha jugado a reescribir la historia de la literatura española, y más de una vez lo ha conseguido.
            En el caso de Chaves Nogales esa reivindicación parte de un error, de una confusión entre la verdad del periodismo y la verdad, de muy distinta índole, de la literatura. El valor literario de Chaves Nogales es, para Trapiello, ante todo un valor moral. Lo que afirmó en 1994 en la primera edición de Las armas y las letras lo ha seguido afirmando, contra toda evidencia, en las siguientes ediciones y lo reitera en el prólogo a este volumen. A Chaves Nogales se le habría silenciado porque fue uno de los pocos que se atrevió a decir la verdad sobre la guerra civil: que en ella se enfrentaron dos bandos igualmente criminales, el totalitarismo fascista de un lado y el comunista de otro. Él formaría parte de la tercera España, de la España mejor, la que no estaba ni con la República ni con Franco. Los representantes de las otras dos Españas “no dejaron de ser el poder durante cuarenta años, unos en el interior y otros en el exilio”. Y aún hace una afirmación más peregrina: en 1936 “pactaron de manera tácita silenciar a todos y cada uno de los representantes de la tercera España”.
            Para Andrés Trapiello no es cierto que la represión de los rebeldes haya sido “sistemática, masiva y organizada” mientras que los crímenes de la Revolución hayan sido “ajenos al gobierno de la República y desobedeciendo sus órdenes”: eso no es más que una pacotilla que le venden “Paul Preston o, en su versión lorquiana, Ian Gibson a los guiris como suvenir rutilante”.
            Una afirmación semejante puede ser literatura, buena o mala, pero nada tiene que ver con la historia ni siquiera con el periodismo medianamente informado. En 1937, José Moreno Villa llega a Estados Unidos, financiado por el gobierno de la Republica, para defender su causa. Una de las conferencias que pronuncia se titula “Lo visto” y es un estremecedor relatos de los crímenes de los que fue testigo en el Madrid republicano durante los primeros años de la guerra. Cuando le trasladan a Valencia, ha de hacer noche en Tarancón, un pueblo “ya famoso por sus brutalidades”. El miliciano que custodia el caserón en que va a alojarse le cuenta que era de una condesa que vivía en Bilbao y que estaba allí cuando la revolución. “¿Y ahora dónde está?”. “Tranquila”, “¿Pues?”, “La matemos”. A Moreno Villa ese “la matemos”, esa conjugación popular del verbo “matar” le parece reflejar mejor que nada toda la barbarie del momento. La conferencia termina con las siguientes palabras: “Pocos Gobiernos del mundo creo que habrán tenido sobre sí al mismo tiempo una revolución, una guerra y una invasión extranjera. Pocos como este de la España llamada arteramente roja por los enemigos merece la asistencia total y efusiva de los españoles”.
            Los crímenes cometidos en el Madrid de los primeros meses de la guerra civil tanto como a Chaves Nogales conmovieron y espantaron al gobierno de la República, que había perdido el control de la situación y solo poco a poco, y nunca del todo, logró recuperarlo. No había únicamente comunistas en el lado republicano, también había anarquistas y socialistas y liberales republicanos. Y es bien sabido que no se llevaban nada bien entre sí.
            La reivindicación que Trapiello hace de Chaves Nogales es menos literaria que moral. Y muy poco consecuente. Lo que en él es valentía y lucidez y rechazo de las dos bárbaras Españas enfrentadas es en Alejandro Casona cobardía. Estas son las burlonas líneas que le dedica en Las armas y las letras: “Le sorprendió la sublevación en Oviedo, donde tenía en cartel su comedia dizque revolucionario Nuestra Natacha. El ruido de las bombas y el silbido de las balas, sin embargo, le asustaron de tal manera, que metido en los baúles de la compañía teatral de Manuel Collado y Pepita Díaz tomó el primer barco que pudo, en febrero de 1937, camino de Villadiego, en América del Sur. No pueden con el miedo, escribirá Juan Antonio Cabezas, que lo sacó junto a Ovidio Gondi”. Dejando de lado los errores puntuales (si Casona estuviera en Oviedo durante la sublevación, su destino habría sido el de Lorca o el del rector Leopoldo Alas), resulta cuando menos curioso que se pretenda ridiculizar a una persona por su miedo a las bombas y a las balas.
“O se hace periodismo o se hace literatura” es una vieja máxima no tan obsoleta como a algunos les pudiera parecer. En los periódicos puede publicarse literatura, pero el lector ha de se capaz de distinguirla de los textos estrictamente periodísticos con tanta claridad como a los insertos publicitarios. Cierto que hay escritores que juegan a borrar las fronteras, y en ello está buena parte de su gracia, pero ante la duda de si lo que se nos cuenta es la verdad contrastada del buen periodista o la mentira de la literatura (que a veces es otra verdad más honda) el lector debe inclinarse siempre por lo segundo.
            A propósito de La defensa de Madrid, el libro de Chaves Nogales recientemente rescatado de las hemerotecas, declara María Isabel Cintas: “Su relato tiene tanta fuerza, tanta verdad y un planteamiento de independencia tan absoluto, que es lo mismo que estuviera en Madrid o no presenciando los acontecimientos que narra”. Da lo mismo, añade, que sea una crónica o no, que pretenda hacer historia veraz o novelizar los hechos que narra. Pero no da lo mismo. La defensa de Madrid no es una crónica escrita por un testigo presencial, sino una reconstrucción a posteriori con una intención claramente partidista: la exaltación de Miaja y la denostación del gobierno de Largo Caballero que abandonó Madrid, ante la inminencia de su caída, para trasladarse a Valencia. Tomarlo como riguroso documento histórico –según hace Juan Bonilla– no pasa de una ingenuidad.
            Hay algo de tramposo en la reivindicación actual de Chaves Nogales. Fue un gran periodista que cuando hizo literatura quiso disfrazarla de reportaje periodístico. Estaba en su derecho. No lo están quienes toman sus ficciones basadas en hechos reales como documentos incontrovertibles, como el más lúcido reflejo de la España de su tiempo y, especialmente, de la guerra civil. En lo que escribió sobre la guerra civil se equivocó tanto o más que cualquier otro. 

miércoles, 9 de mayo de 2012

Contagiosa pasión intransferible

Un balón envenenado. Poesía y fútbol
Luis García Montero / Jesús García Sánchez
Visor. Madrid, 2012.


Han pasado los tiempos en que el fútbol era una afición despreciada por los intelectuales. Ahora estamos en el extremo contrario. Lo demuestra Un balón envenenado, la antología con la que Luis García Montero y Jesús García Sánchez conmemoran el número 800 de la colección Visor. Solo dos poetas, de los muchos convocados, se atreven a confesar que no les gusta el fútbol. Uno, Enrique Badosa, es un hombre de otra época, de cuando se creía que el fútbol era el opio del pueblo y adopta una actitud casi moralista. Luis Muñoz es más preciso: “No me gusta el fútbol, no me gusta su omnipresencia, el test de normalidad que implica que te guste, sus goooles radiados o televisados, con los que suele doler la cabeza, el gregarismo de muchos de los aficionados, la baraja de lugares comunes de los comentaristas tras los partidos, la metáfora evidente de confrontación bélica…”
Tiene razón Luis Muñoz: el fútbol se ha convertido en un pintoresco test de normalidad. Lo confirma el prólogo donde se afirma que no tener interés por esa más o menos deportiva pandemia “no puede ser un rasgo natural del carácter”, sino una toma de postura, una opción deliberada, equivalente a “retirarse del mundo, desentenderse de la sociedad”. Algún día las personas que aún no se han contagiado de la afición futbolística resultarán tan escasas que deberán ser declaradas especie protegida.
            Muchos de los textos seleccionados son inéditos, escritos expresamente para la ocasión. Algunos juegan a la deliberada hipérbole provocadora, como el “Iniesta y diez más”, de Benjamín Prado: “Por lo visto, Di Stéfano y Pelé fueron Shakespeare. / Pero Iniesta es Cervantes y en España es lo más: / el Quijote y su gol contra Holanda en Sudáfrica / son las mejores obras que ha dado este país”.
La ocurrencia de Benjamín Prado (equiparar futbolistas y escritores: Cristiano Ronaldo es “Pessoa entre los lobos”, Rosario “Anna Ajmátova conquistando Moscú”) la tuvo también, pero más farragosamente reiterada, Francisco J. Uriz: “Carlos Lapetra no fue menos importante / que Ramón Sender. Luis Regueiro / no menos que Antonio Machado”. Qué cosas.
            Pero hay al menos dos de los poemas escritos para la ocasión que salvan el volumen. Uno de ellos es un soneto alejandrino de Carlos Marzal, “Mételes, virgo, goles”, que recrea con ingenio y en “sermo vulgaris” alguno de los más conocidos tópicos poéticos: “A toda leche fúgit el tempus. Bajo tierra / se pudren, con Manrique, infantes de Aragón, / reyes, poetas, papas. Aprende la lección: / quien se atraca de vida es el que nunca yerra”. El otro es “All Iron”, de Jon Juaristi, un retrato del artista adolescente que puede ponerse a la altura de sus mejores poemas: hay en él humor, reflexión y autoparodia. Y en la entradilla inicial una muestra de su habitual relación de amor-odio con Euskadi: el descenso del Athletic a segunda le causaría “un dolor más profundo que la extinción del eusquera (que, pese a lo que pregonan de mí los nacionalistas vascos, también me entristecería)”.
            Abundan las pintorescas curiosidades, escasean los poemas en esta antología temática. Parece que el fútbol gusta más a los poetas que a la poesía. Algunas de las poetisas seleccionadas se atreven a confesar que lo que más le interesa del fútbol son los futbolistas: es el caso de Gioconda Belli, con unas improvisadas líneas olvidables, o de Raquel Lanseros que se declara “consciente de la importancia del fútbol desde la adolescencia, cuando admiraba en secreto la apostura de un joven futbolista realquilado en casa de la vecina de enfrente”.
            Los entusiasmos futboleros quizá sean contagiosos en el estadio o ante el televisor (como todas las histerias colectivas), pero con dificultad se transmiten a través del verso. Nos hace sonreír la retórica garcilasista de la “Oda a Ricardo Quincoces”, de Federico Muelas: “Canten otros la suerte de la rosa, / la trayectoria débil del suspiro. / Yo lo haré de tu vida impetuosa. / Eternizada en el recuerdo, miro / –clavada por la aguja de un instante / en el aire– tu entrada impresionante”. Pero no tanto como la trasnochada retórica decimonónica con que Julio Barrenechea entona en 1962 su “Homenaje al mundial”: “Selección de la Patria, adelante / hasta el arco contrario abatir; / todo Chile es un pecho anhelante / ¡gol chileno! queremos oír. / Es la raza parada en el césped / es el cobre, el salitre, el carbón; / es el mar con el Dios de los peces, / son los bosques del sur, es el sol”. Ya será menos es lo único que se le ocurre decir al lector antes estos fervores futbolísticos patrioteros (tan ridículos cuando son ajenos: resulta más fácil ver la paja nacionalista en el ojo ajeno que la viga del nacionalismo en el propio).
            Ninguno de los dos antólogos firma el prólogo y de los dos se habla en él en tercera persona, pero no resulta difícil descubrir en esas amenas divagaciones el estilo brillante y la a ratos algo tramposa seducción de Luis García Montero. Un ejemplo: “Da gusto aplaudir al yo que se niega a disolverse en un todo, pero que necesita dialogar y definir su libertad en la convivencia. Este es el personaje que ponen sobre la mesa o sobre el césped las verdaderas democracias, las ilusiones colectivas civilizadas y los buenos equipos de fútbol. Y el fútbol añade, además, un grado de inocencia y de credulidad que lo defiende de las consecuencias graves de un error político o religioso”. ¿El fútbol ejemplo del yo que se niega a disolverse en un todo, de verdadera democracia, de ilusión colectiva civilizada? Un poco rebuscado me parece.
            Cuando el fútbol es un pretexto para hablar de otra cosa (del paso del tiempo, por ejemplo, o de las ilusiones perdidas), podemos encontrar un poema, y acá y allá alguna muestra hay en esta antología. Pero si el aficionado ocupa el lugar del poeta, el resultado es una banalidad más o menos pretenciosa, una privada afición intransferible, aunque fuera del verso resulte tan contagiosa como una mala gripe y congregue a millones de persona.  

martes, 1 de mayo de 2012

Andrés Trapiello: Pensar, sentir, decir

Andrés Trapiello
Segunda oscuridad
Pre-Textos. Valencia, 2012


No es Andrés Trapiello uno de esos autores que buscan sorprender y deslumbrar al lector con cosas nunca vistas en cada nueva obra. Todo lo contrario: hace alarde de escribir siempre “el mismo libro” (para decirlo con un título suyo), de seguir fielmente las tradiciones (otro de sus títulos). Y sin embargo cada nueva publicación suya, aunque lo leamos desde hace más de treinta años, nos produce un renovado asombro.
            ¿Cómo es posible escribir hoy de los lirios y las rosas, de las golondrinas y de las estrellas, de las cosas del campo, de los amores domésticos y no sonar a trasnochado, manoseado neorromanticismo? Desdeñar la originalidad puede ser, y en este caso lo es, una de las más seguras maneras de conseguir la originalidad.
            Segunda oscuridad toma su título de una cita de Antonio de Solís: “Íbase acercando la noche, que en tierra no conocida trae sobre los soldados segunda oscuridad”. La noche que se va acercando ahora al poeta es la de la muerte, definitiva oscuridad, a la que sin embargo se invita a formar parte de la vida. Aparece en el primer poema, “Mesa”, y en el último, “Niños en la calleja”, y ambos representan bien los dos contrapuestos modos de entender el poema que se entrecruzan en el libro.
El primero describe un objeto cotidiano, la mesa de trabajo, a la que se desaloja de los objetos habituales que la ocupan y se la llena de otros nuevos y sorprendentes (“vino también la muerte, celosa de tal orden, / y me sirvió de vaso: puse en ella una rosa”) para convertirla en símbolo del poema. 
“Niños en la calleja” es un poema narrativo y realista, casi costumbrista. Unos adultos que leen, al anochecer, en el jardín de su casa oyen la charla ingenua de unos niños y cómo disimulan el miedo ante una callejuela oscura. Los últimos versos, sin levantar la voz, nos hablan de otro miedo y otra senda oscura: “A la primera estrella fugaz que vea esta noche / le pediré eso mismo: alguien que al lado, / cuando llegue el momento de partir, / me asegure fingiendo que el camino / no puede darme miedo, y yo lo crea”.
            Quevedianamente la muerte camina de la mano del poeta en el segundo poema del libro, mientras que en el tercero –una borgiana y a la vez nada borgiana enumeración caótica– el poeta se convierte en traductor “de los cantos rodados del camino, / de los pájaros grises y sin nombre”, de toda la ignoraba belleza del mundo.
            Contra lo que pudiera parecer, Andrés Trapiello es poeta de pensamiento tanto como de sensaciones y emociones. Pero su filosofía gusta más de la imagen precisa que de la abstracción. “Madreselva” utiliza el perfume de unas flores recién cortadas y puestas en un vaso para hablarnos de la cueva platónica y de la metafísica flecha que no llega nunca a su destino y del amor, “que mueve el cielo y las estrellas”, otro de los grandes temas del libro.
Pocos poemas de amor podrán superar en intensidad y originalidad (es frecuente que este poeta tan aparentemente poco original haga lo que nadie más que él es capaz de hacer) a “El despertar”, que comienza con la prosaica descripción de una escena trivial y poco a poco va elevando el tono sin levantar la voz y al final nos explica la razón de sacar ese privado trozo de dicha “a plaza pública”. No menos ejemplar resulta “Los amantes”, con su lograda superposición temporal.
            No gusta de vaguedades ni de grandes palabras vacías Andrés Trapiello. Prefiere situar su meditación en lugares concretos, encarnar sus preocupaciones. Buena parte de la historia del siglo XX, y de sus calamidades, se resume en un grupo de ancianas, llegadas quién sabe de dónde, que toman el sol en el Retiro (“Las tres Gracias”) o en una oropéndola que con su “valsar extraño” señala el lugar en que descansan todavía ignorados muertos de la guerra civil (“Selgas”).
            Hay alacridad e ingenio en Segunda oscuridad (“Gorriones del Rastro”, los juegos metapoéticos) y ciertos ejercicios de tono menor (“Labores del campo”, entre neopopularista y juanramoniano, “Agropecuaria”, tan Antonio Machado), pero son más los poemas que llevan a la perfección una personal manera de entender la poesía. Es el caso de “Rama de cerezo en flor”, de “Una carretera”, de “Cielo estrellado”, de tantos otros. En ellos Andrés Trapiello no remeda a sus  maestros: se convierte en uno de ellos.
            Pocos escritores tan ambiciosos como este incansable diarista, articulista, novelista, ensayista y, antes que nada, como Unamuno, poeta. Hace años que se empeña por ocupar la primera fila en cualquier género literario. Su lema parece ser “más y mejor”. En poesía no parece que le tema a nadie, ni siquiera a Homero (“Aquiles en el pago de San Clemente”), ya que sus homenajes son algo más que homenajes: una buscada comparación. A veces sonreíamos ante algún romance de tan reconocible eco (“No sé qué son estos lirios / con su crepúsculo a cuestas”), pero más a menudo tenemos que volver a leer el poema (y lo seguiremos releyendo) porque no acabamos de creernos que alguien haya dicho con tanta precisión, verdad y belleza lo que hemos sentido borrosamente alguna vez y no hemos sido capaces de decir. Ni de sentir en su plenitud hasta ahora.