Ángel González en la poesía española contemporánea
Ricardo Labra
Luna de Abajo.
Oviedo, 2019.
Se repite a menudo que los escritores célebres tras su
muerte suelen pasar una temporada en el purgatorio antes de llegar a la gloria
literaria o al infierno del olvido. El purgatorio de Ángel González ha sido,
está siendo, especialmente doloroso para sus lectores y admiradores. Tras su
muerte, en 2008, los medios de comunicación han hablado menos de su poesía que
de las agrias desavenencias de su viuda con quienes fueron sus principales
estudiosos y sus mejores amigos.
Ángel González en la poesía española
contemporánea, un grueso tomo de más de quinientas páginas, en contraste
con esas informaciones, pretende ofrecernos un nuevo y riguroso análisis de su
obra poética. El autor tiene a gala –y así lo hace constar reiteradamente a lo
largo de estas páginas– ser uno de los principales promotores del volumen Guía para un encuentro con Ángel González, que
en 1985 sirvió de pistoletazo de salida para iniciar un “segundo proceso
canonizador” del poeta y sus compañeros de generación.
El origen
del libro está en una tesis doctoral, dirigida por Araceli Iravedra, leída, en
la Universidad de Oviedo y que obtuvo, como suele ser habitual, la máxima
calificación de un tribunal del que formaban parte Luis García Montero y otros
destacados especialistas, como María Payeras Grau.
Se trata de
una tesis que es efectivamente una tesis, o varias, que no se limita a hacer un
recuento de la bibliografía existente. En cada una de las tres partes de que consta
el libro, y que podrían haberse publicado como investigaciones independientes,
Ricardo Labra ofrece ideas originales: la existencia de dos procesos
canonizadores en la generación del cincuenta, caso único a su entender en la
literatura española; la peculiar reescritura que Ángel González hace de sus propios
poemas en otros poemas posteriores; la continua presencia de Juan Ramón Jiménez
en la obra última del poeta. Sus
minuciosos comentarios de diversos poemas de Ángel González resultan también
muy personales y, en ocasiones, arriesgados. No es por ello, como tantos
estudios académicos sobre poesía española, un libro inane y consabido, sino
plural, polémico y enriquecedor.
El
benemérito esfuerzo de Ricardo Labra se encuentra, sin embargo, lastrado por
ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales. Debería explicar más
claramente en qué consiste un “proceso canonizador”. De la lectura de sus
páginas se deduce que confunde “canonización” –entrar a formar parte del canon
o, como yo prefiero decir, de la historia de la literatura– con “promoción”. La
generación del cincuenta tuvo dos momentos promocionales: uno en los años cincuenta,
cuando sus integrantes se inician en la vida literaria, y lo hacen tratando de
llamar la atención, como todos los nuevos escritores. Polemizan con escritores
ya consagrados, organizan homenajes, antologías, se presentan a premios y
maniobran para conseguirlos.
Pero el que
algunos de ellos logren un lugar en la historia de la literatura y otros no
(Jaime Gil de Biedma frente a Jaime Ferrán, por ejemplo) no depende –como
parece pensar Ricardo Labra– de que uno aparezca en la fotografía del homenaje a
Antonio Machado en Collioure y el otro esté ausente de ella. Tampoco de que el
primero lograra entrar en la antología que, según Labra, “canoniza” a los
poetas del medio siglo, Veinte años de
poesía española (1939-1959), de José María Castellet, porque el segundo
también los fue.
Las páginas
dedicadas a esa primera antología de Castellet nos permiten señalar otra de las
limitaciones de esta investigación, limitación, por cierto, que no es exclusiva
suya, sino de buena parte de los estudios universitarios sobre la poesía
española del siglo XX. Los autores en estos trabajos curriculares no dan la
impresión de haber leído a los poetas que estudian, sino lo que los críticos o
los propios poetas han escrito sobre su poesía; tampoco parecen haber leído las
antologías a las que se refieren tan profusamente, sino solo los prólogos a
esas antologías.
Ricardo Labra
ha leído y releído la obra de Ángel González, pero resulta dudoso –a juzgar por
lo que dice de ellos– que de Eladio Cabañero y de otros poetas de la generación
que califica y descalifica haya leído más que sus “poéticas” en alguna
antología o sus nombres en algún recuento. Lo que parece seguro es que
desconoce, más allá de la extensa introducción del antólogo, Veinte años de poesía española.
Siempre se refiere
al libro como una antología generacional, pero difícilmente puede ser
generacional una antología cuyos cuatro primeros seleccionados (y por este
orden) son León Felipe, Dionisio Ridruejo, Miguel Hernández y Gerardo Diego. Se
trata de una antología de la poesía de posguerra realizada desde el punto de
vista de la generación más joven, no de una antología generacional. Por otra
parte (y esto es algo que no se señala) los nombres de los poetas del cincuenta
seleccionados solo muy parcialmente coinciden con el posterior grupo “canónico”:
Carlos Barral, María Beneyto, Ángel Crespo, Jaime Ferrán, Jaime Gil de Biedma,
Lorenzo Gomis, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco,
Claudio Rodríguez, José María Valverde.
Una
fotografía se reitera en las historias de la literatura (la famosa del 27 en el
Ateneo de Sevilla, la del homenaje a Machado en 1959) porque quienes aparecen
en ella son ya en ese momento, o llegarán a ser posteriormente, autores
significativos. Pensar que alguien no alcanza reconocimiento, no llega a ser
incluido en el canon, porque no apareció en una fotografía que se hizo cuando
él era joven es de una ingenuidad que no resulta menos risible por figurar en
estudios muy serios. Lo mismo que pensar que si Isaac del Vando Villar, Adriano
del Valle y otros poetas ultraístas no obtuvieron el reconocimiento de Lorca,
Guillén o Cernuda es porque Gerardo Diego los dejó fuera de su famosa
antología.
A partir de
1985, cuando comenzaron en Oviedo los homenajes a Ángel González y sus compañeros
de generación (en los que tanta parte tuvo Ricardo Labra), no hubo un segundo
proceso canonizador, sino promocional: esos poetas, ya con un sitio en la
historia de la literatura, llegaron a un público más amplio, eso es todo (y a
veces la popularidad les vino no por su poesía sino por motivos tan pintorescos
como sus reiteradas anécdotas etílicas).
En algunos
casos, los errores de Ricardo Labra no son compartidos por otros estudiosos de
la poesía del siglo XX, sino que son exclusivamente suyos, debidos a su
tendencia a refutar los hechos ciertos con hipótesis indemostrables.
Baste un
ejemplo. En 1993. Ángel González publicó una nueva versión de su “Oda a los
nuevos bardos”, aparecida inicialmente 1977. El autor afirma explícitamente que
es “rigurosamente contemporánea” de la versión anterior, pero Ricardo Labra no
le cree, piensa que ha sido escrita años después cuando ya los novísimos
estaban “periclitados” y además algunos de sus poetas más destacados “habían
comenzado también a reivindicar su obra poética en los años ochenta”. Para
desmentir un documento –la carta de Ángel González sobre la fecha en que
escribió un poema– hace falta otro documento, no vaguedades interpretativas.
A la hora
de establecer antecedentes, de relacionar un texto con otro, Ricardo Labra no
se muestra demasiado riguroso. El largo título que Ángel González coloca a uno
de sus libros, Muestra, corregida y
aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes
sentimentales que habitualmente comportan, lo relaciona, y “no solo
tangencialmente”, con una de las notas que Juan Ramón Jiménez coloca al frente
de su Segunda antología poética. En
ella indica que ha hecho, respecto de la antología anterior, “modificaciones
importantes en cuanto a la ponderación y reparto de la obra; y he quitado y he
añadido. ‘Edición disminuida y aumentada’, podría decir”.
A Ricardo
Labra le parece que Ángel González sustituye en ese título “desde el eje
paradigmático el adjetivo ‘disminuida’ por el participio pasivo ‘corregida’
para realizar, al mismo tiempo, una directa alusión a Juan Ramón Jiménez, poeta
caracterizado por su desaforada propensión a la corrección permanente de sus
textos poéticos”.
Más bien
ocurre al revés: es Juan Ramón Jiménez quien ingeniosamente varía la expresión
“corregida y aumentada”, frecuenta en las reediciones. Ángel González se limita
a utilizar muy adecuadamente esa frase –aunque resulte insólita incluida en el
titulo–, ya que se trata de una edición “corregida” (de algunas erratas) y
“aumentada” de un libro suyo aparecido un año antes, en 1976.
A pesar de
lo muy discutible que resulta en alguna de sus afirmaciones (yo tengo señaladas
bastantes más de las que he comentado), Ángel
González en la poesía española contemporánea es un libro necesario, no solo
porque nos devuelve la figura del poeta al lugar que nunca debería haber
abandonado, sino porque nos obliga a repensar lugares comúnmente aceptados por
la crítica, especialmente la crítica académica, que suele gozar de un prestigio
no siempre merecido, al menos si nos atenemos a los estudios sobre poesía
actual.