jueves, 21 de noviembre de 2024

A la altura de las circunstancias

 

Simon Armitage
Avión de papel. Poemas escogidos 1989-2014
Traducción, prólogo y notas de Jordi Doce
Impedimenta. Madrid, 2024.

La poesía sigue un movimiento pendular: tiende a acercarse o a alejarse lo más posible del lenguaje cotidiano, a rehuir la anécdota y el sentimentalismo –recordemos los tiempos de la poesía pura-- o a contar historias, denunciar en verso, ser un desahogo del corazón. La segunda de esas líneas suele resultar menos prestigiosa. La poesía que todos entienden y que a todos gusta no acostumbra a gozar del favor de los críticos (en España, últimamente se utiliza para referirse a ella el término de “parapoesía”). Y pretender vivir de la poesía y sus alrededores –ahí está el caso de Elvira Sastre--  hace fruncir el ceño a los entendidos.

            Simon Armitage, el más conocido y reconocido de los poetas ingleses contemporáneos, pone en cuestión esos esquemas. Es un autor famoso fuera de los estrechos círculos literarios, escribe sobre cualquier tema de actualidad, reconoce entre sus maestros tanto a Ted Hughes como a David Bowie, se le estudia en los colegios de secundaria, ha recibido el título de Poeta Laureado. Muestra su preferencia por los temas locales y no le interesa poco ni mucho insertarse en la gran tradición de la lírica moderna, la que tiene a Mallarmé por uno de sus santones.  

            Comenzamos a leer Aviones de papel, una amplia antología de su obra preparada por él  mismo y traducida por Jordi Doce, llenos de prejuicios. Pero no tardan en desaparecer. Buena parte de la poesía actual, antes que buena o mala, es aburrida y borrosamente pretenciosa. Simon Armitage no es ni una cosa ni otra. Sabe contar historias y a menudo recurre al humor, un humor a ratos negro y al chiste no siempre del mejor gusto.

            Antes de convertirse en esa especie de oxímoron que es un poeta profesional, Armitage, que viene del norte de Gran Bretaña, de la parte más pobre y menos convencionalmente británica, fue agente de la condicional, y conoció bien el mundo de la pequeña delincuencia. Sin esa experiencia no podría haberse escrito un poema como “Caradura”, que trata de la tragedia de Hillsborough, donde 97 personas murieron durante un partido de fútbol a causa de una avalancha, desde una perspectiva tan peculiar, igual que ocurre con el que dedica a la matanza en el instituto de Colombine (“Entretanto, en algún lugar del estado de Colorado, armados hasta los dientes con miles de flores…). Esa técnica distanciadora evita la falacia patética, aunque Armitage sea un poeta que gusta de los efectos patéticos: muchos de sus poemas parecen inspirados en las páginas de sucesos de los periódicos.

            Para saber si conectamos o no con la poesía de Armitage basta con leer un poema como “Temporada de grosellas”, incluido en uno de sus primeros libros, Chico, de 1992. Se trata de un monólogo dramático, como tantos otros suyos. Lo que se nos narra es un crimen que no deja remordimiento ninguno y que solo se recuerda cuando se sirve sorbete de grosellas. ¿Un cuento en verso? Puede ser, pero si es un poema no es porque esté en verso –en prosa están los que se incluyen en Ver las estrellas, de 2010, no menos narrativos, aunque de otra manera, y no por eso dejan de ser poemas--, sino por el sabio uso de la elipsis. En cualquier caso, no importa mucho la distinción genérica: Armitage prefiere hacer poesía con lo que habitualmente no es propio de la poesía, y eso es lo que valoramos más en él.

            “Realismo sucio” es el término que habitualmente se aplica a la manera de entender la poesía que Armitage muestra en una parte de sus poemas, pero él, al contrario que Carver o Bukowski, no suele identificarse con el protagonista de sus textos en primera persona. No es tampoco un poeta monocorde: la poesía narrativa alterna con la que se acerca a la letra de la canción. Y para mostrar su versatilidad alguna vez utiliza los temas y al tono de lo que convencionalmente suele entenderse por poesía lírica: “Nieve”, “Lluvia” “Neblina”, “Rocío” de En memoria del agua, por ejemplo.

            Acierta más cuando trata temas menos frecuentados, como en “Motosierra contra hierba de las Pampas” (quizá habría sido más acertado traducir “contra el plumero de las Pampas”) o en el espléndido homenaje a Dante a la manera de Pound que es “Poundland”: el centro comercial, símbolo del vacuo consumismo, convertido en uno de los círculos del infierno.

            Armitage no siempre nos convence, no quiere ni puede ser sublime sin interrupción, pero nos sorprende y nos conmueve con una frecuencia que en pocas ocasiones encontramos en un poeta traducido tan gustoso de lo local, tan cronista de lo cotidiano. Contra lo que pudiera esperarse, los poemas (salvo los más próximos a la canción) funcionan muy bien en la traducción de Jordi Doce. También los fragmentos que se incluyen de sus versiones del Hércules furioso de Eurípides y de la Odisea, en las que insiste en un toque gore que no deja de ser marca de la casa.

            Muchos tonos los de este poeta nada monótono. A ratos parece acercarse a la greguería (“los escarabajos levantaban los paneles solares de sus caparazones”, “las ramas de los árboles eran baldas de una tienda / que vendía insectos como broches y cinturones de piel de serpiente”, “las orquídeas azules se ofrecían sin pudor”) mientras que en “Anochecer” utiliza muy eficazmente uno de los procedimientos, la yuxtaposición temporal, estudiados por Carlos Bousoño en su olvidada y todavía fértil Teoría de la expresión poética.

            Simon Armitage resuelve una paradoja, la de cómo ser universal insistiendo en lo local y cómo trascender a un tiempo concreto siento minuciosamente fiel a ese tiempo. Mejor que buscar la eternidad y trascendencia de la palabra poética, saber estar a la altura de las circunstancias.   


           

jueves, 14 de noviembre de 2024

Ensueño napolitano

 

Juan Antonio González Iglesias
Nuevo en la ciudad nueva
Visor. Madrid, 2024.

En la corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de poetas. Como Garcilaso, como Aldana, como Quevedo, también Juan Antonio González Iglesias –estudioso del clasicismo, además de poeta-- ha sido huésped de la ciudad, ahora que los nuevos reyes y virreyes se llaman –según indica en la nota de agradecimiento final-- Unión Europea y Ministerio de Cultura.

El resultado de esa estancia, sin duda grata, es un puñado de poemas cuya edición ha sido financiada “con cargo al Plan de Recuperación, Resiliencia y Transformación y la Unión Europea-Next Generation EU”. Difícil resistirse a hacer demagogia con estos datos previos. ¿Cómo no comparar a González Iglesias con los ilustres invitados de la Unión Soviética, tratados a cuerpo de rey, y que volvían cantando maravillas del Paraíso de los Trabajadores? Uno de los poemas se titula precisamente “Elogio de la cultura europea”.

            Comenzamos a leer con un cierto recelo, pero en seguida nos seduce el encanto de la mayoría de los poemas, delicadas acuarelas de ciertos rincones napolitanos. En “Domingo”, durante un grato paseo por el Lungomare se nos habla del “bosque de los yates”, del Vesubio al fondo, de los veleros que están casi llegando a Capri “un puñado / de pétalos muy blancos que acabara / de lanzar alguien sobre el mar”, de la belleza que “trae la justicia al mundo”.

“Condominio napolitano” describe la entrada de uno de los característicos palazzi (que no son los palacios españoles) de la ciudad, con su decoración navideña, sus macetas de terracota y sus vasos de mayólica “y al fondo, sorprendida en la hornacina, / una mujer desnuda en mármol blanco, / una diosa, también iluminada”.

             Una imagen suele resaltar en lo que a veces puede parecer simple descripción: “Muy lenta cae la tarde, su neblina / iguala las columnas y los árboles / y con finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una” (“Maiolicato”); en el cabo Posílipo los pinos a contraluz “parecen una tropa / de marinos recién desembarcados” (“Anábasis”).

El Castell dell’Ovo y un carguero se confunden bajo la lluvia repentina: “Todo se iguala / en gris vertiginoso. Es una fiesta. / El carguero se vuelve tan monótono / como el mar y el castillo. He visto antes / este difuminado / creo que en Turner. / No soy el único al que le complace / la secreta armonía de las cosas”.

Hay también tres gatos que contemplan inmóviles el mar como en un emblema de Alciato; la primera nieve sobre el Vesubio admirada, junto a jóvenes estudiantes, desde la terraza de la universidad; un caminar “oscuros en la noche solitaria”, enésima variación del verso de Virgilio, por los alrededores del lago del Averno tras visitar la gruta de la sibila en Cumas. Y no podía faltar un tópico tan clásico y tan Winckelman, de cuya idealizada visión del helenismo parece heredero González Iglesias, como el elogio de la belleza masculina.  Lo encontramos en “Lunes en el museo”, primer poema del libro, y en “Hércules Farnesio”, donde parece cobrar vida la escultura (“el héroe muta / en varón palpitante”) mientras que el joven que la admira “involuntario / reflejo del rival, un pie adelanta / estatua ya”.

            Pero no se limita González Iglesias a fijar en verso sugerentes estampas napolitanas, como han hecho tantos viajeros, y algunas anécdotas de su estancia en ella (sin aludir siquiera al otro Nápoles, al de la Gomorra de Roberto Saviano). Él quiere convertir a la ciudad en símbolo de una visión del mundo, de una filosofía redentora, la del clasicismo. Y ahí ya le resulta más difícil lograr el asentimiento del lector.

            Tropezamos ya en las primeras líneas del prólogo: “Sin la lógica poética no entenderíamos unas pocas cosas que importan mucho. Por ejemplo, que una de las ciudades más arraigadas en lo antiguo se llame ciudad nueva”. Pero no hace falta ninguna lógica poética para comprender que, por ejemplo, el Pont Neuf de París es el más antiguo de los puentes sobre el Sena. Simplemente, lo que era un nombre común, el puente nuevo, se convirtió en un nombre propio. No es un caso único: los poetas novísimos de 1970 siguen recibiendo el nombre de novísimos aunque ya yo sean ni siquiera nuevos. Ese error le lleva a González Iglesias a una conclusión tan arbitraria como todas las suyas: “De ello deducimos que siempre hay algo anterior a lo muy antiguo. Y que lo nuevo, si de verdad, quiere serlo, debe nutrirse de esas raíces muy profundas que se pierden en lo invisible”.

            Igual de falso nos suena el final de “Hércules Farnesio”. González Iglesias gusta, desde los primeros libros que le dieron la fama, de entremezclar el mundo clásico con el contemporáneo, el epíteto clásico con la jerga actual: “Fuera su crush este adalid barbado / que sujeta en su mano un fruto. A bordo / con él subiera de la nave Argos. / En el gimnasio fuera su colega. / Tranquilidad, testosterona, mármol / son retos para él. Grecia era esto, / la colaboración inteligente / con la naturaleza. Los teóricos / hablan de nuevas masculinidades”. Pero esas “nuevas masculinidades” son tan viejas como el mundo y hace tiempo que se aceptan igual que las tradicionales sin necesidad de ninguna coartada clasicista.

            El González Iglesias poeta no olvida al González Iglesias filólogo y buena parte de sus poemas, en este libro y en los anteriores, son glosas de ciertos términos, como ocurre con “magnánimo” o “mediodía” en los poemas así titulados. Y la traducción parcial de una oda de Horacio cierra “Imprenta”.

            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin y yo he repetido más de una vez. Lo que tienen estos poemas de lección moral vale menos que su aspiración a una belleza que no es de este mundo, pero que solo existe en este mundo. La banalidad de ciertos poemas, la esforzada moraleja, queda compensada con los aciertos expresivos y con el ímpetu de otros como “Nadador en Paestum”, que cierra el libro en lo más alto.

 

jueves, 7 de noviembre de 2024

Contra el tiempo

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Geografía de la ventura
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
Bartleby Editores. Madrid, 2024.

El deliberado silencio o la ruidosa polémica que acompañaron a muchas de las obras de Miguel Sánchez-Ostiz, sobre todo a partir de su novela Las pirañas (1992), no deben hacernos olvidar que comenzó como poeta y que lo ha seguido siendo como un hilo cordial que une su incesante dedicación a los más diversos géneros literarios.

            Alfredo Rodríguez, un poeta que ha puesto lo mejor de su empeño en promocionar a otros poetas, sobre todo a su maestro, José María Álvarez, rescata en Geografía de la ventura una muestra significativa de una poesía a la que pocos prestaron atención en su momento, pero que ha envejecido bastante menos que tantas de las que en los años setenta y ochenta acapararon los lectores.

Uno de los escritores a los que más constantemente ha prestado atención Sánchez-Ostiz ha sido Pío Baroja. La culminación de sus afanes barojianos –que, muy en su estilo, le llevaron a enfrentarse con la familia del escritor-- se encuentra en Pío Baroja a escena, “una biografía a contrapelo” --así se subtitula-- que se lee con la misma pasión con que fue escrita y que constituye una de las obras maestras del género.

En Baroja, en cierto Baroja, pensamos al comenzar a leer los versos de Sánchez-Ostiz. No en el Baroja de las Canciones del suburbio, con sus ripiosos octosílabos, llenos sin embargo de encanto, sino en el de tantas páginas en prosa como el “Elogio sentimental del acordeón” o las viñetas que acompañan a los capítulos de la trilogía Agonías de nuestro tiempo; en el Baroja de ensoñaciones aventureras de La estrella del capitán Chimista o Las inquietudes de Shanti Andía. Un buen ejemplo lo encontramos en el poema “Llévame al fin del mundo”, incluido en un libro de 1982: “Hazme escuchar la música de las constelaciones, / llévame donde los ríos aparecen inmóviles, / donde las mariposas nocturnas fosforecen / como una verde lluvia seca y cálida, / enséñame las selvas solemnes y silenciosas como templos / y las ciudades muertas de Tartaria / con rosas de arena en sus jardines. / ¡Goletas hacia las islas de la canela! / Haz que conozca todos los perfumes de más allá del canal de Suez…”. Y sigue la enumeración: “Llévame contigo en la primera caravana de la seda, en la Nave de los Locos, / hazme invisible contigo en el María Celeste, / escóndeme al paso del Barco de la Muerte”.

 A esos viajes soñados a un lugar en el fin del mundo, fuera del mundo, les seguirán otros reales, a los que ha dedicado excelentes libros, pero que no tendrán el mismo eco en su poesía, aunque buena parte de ella sea un “Elogio de la errancia”: “Y al final no hay casa que valga, / no hay casa que te defienda, / no hay casa que de verdad te acoja, / ni patria que merezca la pena”.

            Pero aunque “no hay casa que valga la pena”, Sánchez-Ostiz se ha pasado la vida buscando su “casa de la vida”, como diría Mario Praz, y al final creyó encontrarla en el valle del Baztán, cuyas trochas y veredas recorrerá incansable y cruzarán sus versos.

            Hay muchos Sánchez-Ostiz en Sánchez-Ostiz. El de más inagotable seducción es el de los primeros libros, de versos y de prosas que tenían muy a menudo el aliento de lo poético, el de La negra provincia de Flaubert o Mundinovi, miscelánea en cuyo prólogo se indica que dejó fuera todas aquellos escritos en los que advirtió “una excesiva presencia de lo cotidiano, de la acritud de las circunstancias, de las bufonadas”. Y añade una advertencia muy certera y que él pronto dejaría de tener en cuenta: “Lo desabrido, lo bronco y lo desapacible es algo que envejece mal”.

            Muchos de aquellos primeros artículos podían formar parte de una selección de su poesía, son poesía en prosa; a ratos, como ocurre en Baroja, más poética que la escrita en verso. En algún caso, así fue, como ocurre con las paginas en prosa tituladas “Siempre amanece”, incluidas en Invención de la ciudad, donde hace recuento de su vida sin olvidar los objetos que llenan su casa, desde libros antiguos (un “Alciato comido de ratones”, un “Dioscórides marcado con las huellas de varias generaciones de boticarios”) hasta “un arcángel del barroco cuya policromía se enciende con el sol de la tarde” o “barcos encerrados en botellas que navegan en una niebla de polvo”.

            La exasperación contra la época que le ha tocado vivir también está presente en la poesía de Sánchez-Ostiz, pero hay en ella menos lugar para el improperio, para la “perorata del apestado” (título de Bufalino que cita en algún poema) que en las novelas y en los últimos diarios, más confesionales. Pero toda su obra, tan personal y tan plural, casi inabarcable, no es, en el fondo, sino una diatriba contra el ultraje de los años, contra el tiempo que ni vuelve ni tropieza, que arrambla con todo y que nos envenena con una nostalgia de cosas que no sabemos si sucedieron alguna vez o solo fueron un sueño.



martes, 29 de octubre de 2024

Historia e intrahistoria

 

Teffi
Memorias. De Moscú al mar Negro
Traducción de Alejandro Ariel González
Libros del Asteroide. Barcelona, 2024.

Comenzamos a leer Memorias. De Moscú al mar Negro, el primer libro de la escritora rusa Nadezhda Teffi que se traduce al español, y nos sorprende la semejanza temática y formal con una de las obras más famosas de Manuel Chaves Nogales El maestro Juan Martínez que estaba allí. Ambas nos narran el largo viaje de una compañía de artistas por la Rusia revolucionaria y en guerra civil, ambas se publicaron inicialmente por entregas en una revista.

Chaves Nogales se encontraba en París cuando, entre 1928 y 1930, en un periódico de la emigración rusa, se publicaron las memorias de Teffi. Por esas fechas, estaba preparando Lo que ha quedado del imperio de los zares, que al año siguiente aparecería seriado en el nuevo diario Ahora, del que había sido nombrado redactor jefe. Fue precisamente en 1930 cuando conoció al bailarín de flamenco Juan Martínez y le oyó referir sus andanzas por el imperio ruso, donde el año 1917 quedó atrapado por la revolución. A partir de lo que entonces le oyó, y con noticias de muchas otras fuentes, escribiría poco después su fascinante novela de no ficción que tiene al bailarín por narrador y protagonista.

            Aunque dedica uno de los capítulos de Lo que ha quedado del imperio de los zares a “Los viejos escritores supervivientes”, no menciona Chaves Nogales a Teffi, una de las más conocidas escritoras rusas del momento, heredera de Chejov, autora de bien humoradas sátiras y de populares letras de canciones. No la menciona, pero es difícil que no oyera hablar de su odisea –similar a la de tantos-- para llegar desde Moscú hasta París e iniciar una nueva vida en otro mundo y en otra etapa de la historia.

            Teffi, como tantos otros intelectuales, apoyó la revolución de 1905 y la de 1917 en sus primeros momentos. La radicalización posterior la dejó fuera de juego: no estaba ni con los bolcheviques ni con la reacción que quería volver al antiguo régimen.

            Pero no se habla mucho de política, aunque la historia se cuele por todas las rendijas, en estos recuerdos de un largo viaje que parecía no iba a terminar nunca. Nada más lejos del panfleto que unas crónicas escritas diez años después de los hechos, sin ninguna acritud, incluso con rasgos de comicidad a pesar de la continua presencia del absurdo y la barbarie. Sorprende, a las pocas líneas, el gusto por la caricatura expresionista: “El comisario era terrible. No era un hombre, sino una nariz con botas. Existen animales cefalópodos. Él era rinópodo. Una nariz enorme de la que colgaban dos piernas. En una pierna, por lo visto, estaba el corazón; en la otra, el aparato digestivo”.

            La sátira de Teffi se extiende por igual a los dos bandos. En el tren en el que parte de Moscú con destino a Ucrania (la compañía teatral a la que se incorpora pretende actuar en Kiev y en Odesa) coincide con tres señoras que conversan “a media voz, cuando no en un susurro, sobre la preocupación más inmediata: quién y cómo se las había ingeniado para pasar por la frontera sus diamantes y su dinero”. Entre las historias que cuentan está la de la señora Fulk, que hizo un agujero en la cáscara de un huevo, metió un diamante y luego lo coció, pero con tan mala suerte que, al revisar el equipaje, un soldado se comió ese huevo y la señora Fulk se bajó del tren y anduvo tres días tras él para ver si lo expulsaba de forma natural.

            Abundante humor y ninguna autocompasión hay en estas páginas que nos ayudan a entender la historia sin maniqueísmos. La Ucrania a la que llega Teffi todavía se encuentra al margen de la catástrofe revolucionaria: “Cuanto más nos acercamos a Kiev, más animadas son las estaciones”. Son los años en que por primera vez parece posible la independencia ucraniana. “Corrían rumores confusos sobre Petliura”, escribe.

            Petliura, cuando Teffi redacta sus recuerdos, era todavía un nombre famoso. Chaves Nogales en Lo que ha quedado del imperio de los zares habla de él en el capítulo que titula “Un Mussolini fracasado”. Entre 1919 y 1920, fue el primer presidente de la república de Ucrania; tras unos inicios socialistas, se alineó con la extrema derecha y alentó un feroz antisemitismo. En 1926, ya en el exilio, “un judío ruso apostado en el cruce de la rue Racine con el bulevar Saint Michel lo mata de un balazo”, según cuenta Chaves Nogales, quien conoció a su viuda y a su hija, que vivían pobremente en París.

            En el breve prólogo, señala Teffi su propósito de ofrecernos una narración “sencilla y veraz” sobre su involuntario viaje por toda Rusia. Quiere dejar de lado las figuras ilustres y heroicas de la época para centrarse en personas sencillas y en “aventuras que le parecieron entretenidas”. Y lo son, ciertamente. Inolvidable resulta la travesía del barco carbonero Shilka por el mar Negro, desde Odesa hasta Novorosiísk, así como tantos otros pasajes. Pero quizá lo más valioso es su recreación de una época con todos los pequeños detalles exactos que iría borrando la inevitable simplificación histórica posterior.

 

miércoles, 23 de octubre de 2024

Teatro y revolución

  

Ramón Pérez de Ayala
A.M. D. G. La vida de un colegio de jesuitas
Adaptación teatral de Manuel Martín Galeano
y Juan López de Carrión
Edición de Amparo de Juan Bolufer
Sevilla. Renacimiento, 2014.

La historia, como la memoria individual, cuenta el pasado desde el presente, no siempre lo falsea, pero siempre lo reescribe. En noviembre de 1931 se estrenó la adaptación teatral de una novela de Pérez de Ayala, por esas fechas embajador de la República en Londres (además de director del Museo del Prado y diputado por Asturias). Fue uno de los mayores escándalos del teatro español, equiparable al de la Electra de Galdós treinta años antes. Los titulares de El Heraldo pueden dar una idea de lo que supuso el estreno: “La catástrofe del Teatro Beatriz”, “Cipriano Rivas Cherif, director artístico de la Compañía, nos habla de la denuncia que ha presentado al director general de Seguridad”. “Rafael Sánchez Guerra, espectador de A. M. D. G., es agredido por los cavernícolas cuando pretendía imponer la serenidad”, “¿Quiénes repartieron las entradas entre los luises? Anoche en la iglesia de la calle de Zorrilla había una buena cantidad de localidades. Lo que dice el director de Seguridad. Los setenta detenidos son multados con 500 pesetas cada uno. Si hubo lenidad en los agentes de la autoridad serán separados del Cuerpo”.

            Pocas veces un estreno teatral ha llenado tantas páginas en un diario, y El Heraldo no fue el único que se ocupó tan por extenso del acontecimiento. Desde que se anunció el estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas, la derecha antirrepublicana se preparó para replicar con contundencia y vengar la ofensa que había supuesto en mayo la quema de conventos y el artículo de la Constitución que suponía la separación de la Iglesia y el Estado y la expulsión de los jesuitas.

            Sabíamos de ese escándalo, pero desconocíamos la obra que lo había motivado. Amparo de Juan Bolufer ha encontrado una versión de la misma, aunque no la versión final, en la Biblioteca de Asturias que lleva el nombre de Pérez de Ayala y donde se guarda su legado. La publica acompañada de un minucioso estudio que nos permite reconstruir los hechos de aquel momento y las polémicas que los acompañaron, al margen de manipulaciones posteriores.

            La principal fue debida al propio Pérez de Ayala, que quiso dar a entender que se había mantenido al margen de esa adaptación y que, arrepentido de la ofensa que en su nombre se había hecho a los sentimientos religiosos de los españoles, prohibió a partir de entonces la reedición de la novela en que se basaba. Amparo de Juan demuestra, muestra más bien, que no era cierto. Desde 1928, Pérez de Ayala había propugnado la adaptación teatral de sus novelas; la autorización para la de A.M.D.G. la dio en mayo de 1931. Asistió a los ensayos e introdujo modificaciones hasta el último momento, el nombre que figuraba en la publicidad era solo el suyo, no el de los adaptadores. De hecho, el único original conservado, un mecanoscrito con abundantes correcciones, lleva el subtítulo de “Original de Ramón Pérez de Ayala”. Los nombres de los adaptadores, Manuel Martín Galeano y Juan López de Carrión, resultan confundidos por más de un estudioso. Agustín Coletes Blanco, en su fundamental Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, atribuye la versión a Julio de Hoyos, mientras que Carlos Luis Álvarez se la adjudicaría a Julio Gómez de la Serna.

            Ramón Pérez de Ayala, más admirable quizá como escritor que como ciudadano, jugaba en 1931 con dos barajas. En Londres quería presentarse como un embajador respetuoso con todos los convencionalismos de la vida diplomática, culto y liberal, nada revolucionario; en Madrid, en cambio, para congraciarse con las autoridades republicanas y con el movimiento de opinión que las apoyaba, mostraba su lado más radical y daba alas a un anticlericalismo que no dudaba en recurrir a la violencia y que era uno de los puntos débiles del nuevo régimen.

            El escándalo provocado por el estreno de A.M.D.G. le causaría importantes problemas en su labor de embajador, ya que las revistas conservadoras inglesas reprodujeron los ataques de la prensa española, y no mejoró su consideración por parte de los republicanos, muchos de los cuales le consideraron –y no sin razón-- como uno de los que más contribuyeron al desprestigio del nuevo régimen con su afán por acaparar cargos.

            Como resulta previsible, la adaptación teatral simplifica la novela y acentúa su tesis antijesuítica convirtiéndola en un hiriente panfleto. En algún punto, sin embargo, resulta muy actual, como en la denuncia de la pederastia, si no siempre tolerada, siempre ocultada (hasta ayer mismo) por las autoridades religiosas, partidarias de que los trapos sucios se laven, si se lavan, en casa. Rechina, en cambio, la manifiesta homofobia, tan propia de su tiempo y especialmente de Pérez de Ayala.

            El final de esta adaptación, que no fue el que se llevó al escenario, resulta especialmente llamativo por su tono mitinero y de incitación a la violencia en un momento especialmente delicado. Una multitud se acerca al colegio de los jesuitas, con palos y armas rompen los cristales de las ventanas; está compuesta por “intelectuales, profesores, obreros, estudiantes, etc., etc., enardecidos”. Sonreímos al pensar en cómo se las arreglaría Rivas Cherif para caracterizar a unos de “intelectuales”, a otros de “profesores”, etc., etc. “. ¡Abajo las órdenes religiosas!”, grita el cabecilla, mientras todos corean: “¡Expulsión, expulsión!”. Y luego, como en un mitin, grita “¡Viva la enseñanza laica!”, y todos responderían a una mientras cae el telón: “¡Viva!”

            El debate sobre el estreno tuvo muchos matices, como corresponde a las diferencias ideológicas de aquellos años, y Amparo de Juan Bolufer atiende a todos: “Oportunidad u oportunismo”, “Obra sectaria frente a obra artística”, “Normas de cortesía teatral y límites de la libertad de expresión”, “Ataques personales a Ramón Pérez de Ayala”. A la minuciosidad de su erudición y al buen manejo que hace de todos los datos, solo habría que hacerle un reproche, el de confundir una edición anotada con una edición escolar en la que es necesario explicar “espartano”, “sibila” o ciertas expresiones coloquiales.

            El estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas fue algo más que un capítulo de la historia literaria, supuso el primer aviso importante de lo que se estaba preparando y que culminaría menos de cinco años después.

jueves, 17 de octubre de 2024

Un romántico ilustrado

 

Javier Almuzara
Esperanza de vida
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Entre las estrofas clásicas, el soneto ocupa un lugar especial. Es quizá la única que sigue plenamente vigente, la que menos se ha convertido en ejercicio retórico y arqueología. En la literatura española, ha tenido dos momentos de esplendor: el llamando Siglo de Oro, que ocupa más de un siglo (Garcilaso, Lope, Quevedo), y el siglo XX (los Machado, Miguel Hernández, Blas de Otero). El nuevo libro de Javier Almuzara, el más extenso de los suyos, el más plural, emocionante y divertido, nos demuestra que no ha perdido su capacidad de sorpresa en este ya bien avanzado siglo XXI.

            Más de un tercio de los poemas de Esperanza de vida son sonetos y muchos de ellos pueden incluirse en cualquier antología de los mejores de la lengua española. No todos están escritos a la manera clásica, petrarquista o shakesperiana. A Javier Almuzara le gusta jugar con los catorce versos e incluye varios de arte menor e incluso se atreve con uno en versos bisílabos. Pero, en buena parte, estas variantes no pasan de ejercicios lúdicos.

            Javier Almuzara, muy consciente de que no es posible ser sublime sin interrupción, a menudo nos hace sonreír. Hay mucho humor, y algo de auto ironía, en Esperanza de vida. Entre tanto poeta solemne, se agradece que el poeta baje de la tarima y trate de entretenernos en el “Patio de recreo”, como se titula una de las secciones. A veces se pasa un poco en el cambio de registro, para qué negarlo, y es capaz de incluir una variante de Quevedo, “¡Ah de la vida!”, que solo vale como eutrapelia de sobremesa: “¿Eh? / ¡Oh! / ¡Ah! / ¡Bah! / ¡Uf! / ¡Ay!”.

            Le perdonamos esa chiquillada, y alguna otra, a “este romántico ilustrado” –así se define en el primer poema del libro--  capaz de hablar de música y poesía, de amor y del asombro de estar vivo con un tono absolutamente personal, pero en el que resuena toda la mejor tradición literaria.

            Léanse sus sonetos “El secreto del éxito” y “Tesis y antítesis sobre la síntesis”, variaciones en torno al “Carpe diem” –hay otras--, para comprobar cómo consigue que suene a nuevo un tópico más que repetido. Y el lector atento se fijará en los pequeños detalles que acreditan la maestría. “Olvidé que la vida es corta” comienza el primero de esos sonetos, con un verso eneasílabo, también más corto que el resto en endecasílabos.

Muchos tonos tienen estos sonetos y en cada uno de ellos sabe dar Javier Almuzara, sin alzar la voz, su do de pecho. Tras el “Tango del desalojo”, en torno al tópico de que la vida entera cabe en un soneto, está Manuel Machado, pero no lo podría haber escrito Manuel Machado, ni ningún otro poeta que no fuera Javier Almuzara: “Sale uno de la infancia y juventud / a empujones, y mira de reojo, / temiéndose algún otro desalojo, / camino a la pensión del ataúd. / La vida, ese continuo decomiso, / te quita hasta las ganas de vivir. / Sabéis que no lo digo por decir. / Yo, que me imaginaba el paraíso / bajo la especie de una discoteca / y con toda la pista para mí, / solo oigo la canción del tararí / que te vi en un salón que se hipoteca. / ¿Dónde quedó aquel cuerpo de sarao? / Y encima me han quitado lo bailao”.

En una de las estrofas de “Gracias al amor”, su tono recuerda al de las cancioncillas de una ópera rococó, leemos: “Y hablando podría / pasar todo el día / Javier Almuzara / siempre que tratara / música o poesía”.

Qué espléndidos poemas sobre la magia de la música hay en un libro que comienza con una “Cantata del café”, que nos deja pronto “En la gloria de Vivaldi” y que, tras hacernos admirar su alquimia “que redime el dolor con armonía” (“Música, maestro”), nos hace descender de las alturas con “La música callada” de una greguería: “Tras el concierto / hay sesión reservada / para el silencio atento / de las butacas”.

Sobre la poesía como salvación de la vida, como forma de dar permanencia al río que pasa y no se detiene, hay muchos poemas. El que yo prefiero se titula “Intentarlo de nuevo”. Comienza describiendo una tarde cualquiera: “La escena es casi idéntica a ayer mismo / y sus protagonistas no han cambiado; / sin embargo, en la tarde reiterada, / no existe para nadie nada igual”. Describe luego la tarde en el parque con continuos rasgos de ingenio. “Se va la primavera por las ramas / dándole al pico interminablemente”. Y concluye con una alusión al propio poema: “El mundo, Sísifo feliz, remonta / su carga, ilusionado con la cima, / y yo vuelvo a buscar, sobre el papel, / la vida de verdad, definitiva”.  

En este libro de arte mayor, no faltan los  haikus, las tankas, las coplas populares en las que el autor parece borrarse, como si fueran verdaderamente populares: “Quiero ser el zarcillo / que te acaricia / y decirte al oído / cuatro malicias”. Sorprenden los que parecen fragmentos para el libreto de alguna ópera –Almuzara es autor de una adaptación de Fuenteovejuna--, como los monólogos de Fedra y de Ismene o los de Ana Ozores y Fermín de Pas (este último con el subtítulo de “Recitativo y aria”, por si hubiera alguna duda).

No todo es perfecto en el libro: a algún lector le parecerá que el poeta a veces se quiebra de sutil y puede que frunza el ceño ante un juego de palabras que convierte las “bulerías” en “dolerías”. No importa. Son más las cimas. Y termino señalando una: “Te debo una disculpa”, una elegía que es verdad emocionada y es literatura, la mejor literatura, la que solo está al alcance de un clásico contemporáneo. 


 

 

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domingo, 6 de octubre de 2024

Aridez y poesía

 

 

Carlos de Oliveira
La piel del paisajista
Antología poética
Traducción de José Ángel Cilleruelo
Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2024.

Afirmaba Antonio Machado que todo poeta debía tener una poética y que en eso se diferenciaba de un mero señorito –hoy diríamos de un simple aficionado-- que hacía versos. Pero esa poética no tiene por qué resultar explícita; ese es trabajo que suele quedar para los estudiosos. El poeta –sigo otra vez a Machado-- trabaja por intuiciones, no por conceptos.

            Hay poetas, sin embargo, muy conscientes de lo que debe ser la poesía y de lo que quieren que sea su poesía. No siempre tienen las ideas claras desde el principio, pero cuando las tienen, o creen tenerlas  someten a ese lecho de Procusto toda su obra, reescribiendo incluso los textos que nacieron con otra intención.

            Es el caso del poeta portugués Carlos de Oliveira (1921-1981), también apreciado novelista. Fue un autor paradójico: comenzó a escribir en los años cuarenta, cuando dominaba en su país la estética neorrealista, de la que formó parte. A la manera de la poesía social española, los jóvenes poetas portugueses querían convertir su obra en un arma más para luchar contra la dictadura.

            Pero el realismo que buscaba Oliveira acabaría teniendo poco que ver con el realismo socialista y mucho, paradójicamente, con ciertas aventuras vanguardistas que buscaban eliminar de la poesía toda anécdota y cualquier atisbo de sentimentalismo, reducirla al mínimo, volverla sobre sí misma.

            Traducida en los años ochenta por Ángel Campos Pámpano, no tuvo demasiado eco la poesía de Oliveira entre nosotros, al contrario de la de otro coetáneo suyo, Eugénio de Andrade, que también buscaba reducir la poesía a lo esencial, convertirla en “una especie de música”.

            Poca música hay en la poesía de Oliveira, poca sensualidad, aunque sí mucha “materialidad”, por decirlo de alguna manera. La piel del paisajista, antología de sus versos que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo ha sido editada por la fundación Ortega Muñoz. No podía haber encontrado lugar mejor. Los paisajes pintados por Ortega Muñoz –mesetarios, áridos, con muñones de árboles, con campesinos del color de la tierra-- resultan los más adecuados para ilustrar la poesía de Oliveira.

            Comentando Micropaisaje, uno de sus libros esenciales, aquel en que por primera vez consigue la horma poética en la que a partir de entonces tratará de encajar toda su obra, escribe: “Mi padre era médico de pueblo, un pueblo paupérrimo: Nossa Senhora das Febres. Lagunas pantanosas, desolación, tierras calcáreas, arena. Crecí rodeado por la gran pobreza de los campesinos, por una mortalidad infantil enorme, una emigración espantosa. Natural por tanto que todo ello me haya impresionado (mejor, tatuado). El lado social y el otro, porque hay otro también, de mis relatos o poemas publicados (cuatro novelas juveniles y algunos libros de poesía) nacieron de ese ambiente casi lunar habitado por hombres y visto, aquí para nosotros, con poco distanciamiento”. Esa sería la materia de sus poemas, aunque cada vez “más decantada, más indirecta”.

            José Ángel Cilleruelo quiere ofrecernos una versión que no sea, como la de Ángel Campos Pámpano, “literal, con una rigurosa fidelidad léxica y sintáctica al original”. La suya pretende tener un carácter interpretativo: situaría la fidelidad “en un estadio superior al de los lexemas y sintagmas, y más etéreo, que es el del significado y, sobre todo, su interpretación a partir de los ritmos poéticos y la especificidad léxica de la lengua española”.

Si comparamos ambas versiones, vemos que Campos Pámpano traduce casi palabra por palabra (la cercanía de ambas lenguas lo permite), mientras que Cilleruelo busca un tono más literario y trata de evitar ciertos usos, como el del gerundio, que le parecen poco elegantes. Veamos algún ejemplo. Oliveira escribe: “como arde este cristal?”. En el español de Campos Pámpano el poema suena de la misma manera: “¿Cómo arde este cristal?”. Cilleruelo, sin embargo, busca una variación: “¿Cómo se enciende su cristal? No tiene reparos para el cambio, aunque sea leve, del original. Unos versos del mismo poema, “En las colinas de Antonio Machado” (uno de los pocos en los que no se eliminan las referencias concretas), dicen así: “estructura inmóvil refrectando / que chama interior? / petrificando que mineral humano / apenas esboçado?”. La traducción de Campos Pámpano no permite lucimiento alguno al traductor: “estructura inmóvil refractando / ¿qué llama interior? / petrificando ¿qué mineral humano / esbozado tan solo?”. Cilleruelo, como un corrector de estilo, elimina los gerundios, que no disuenan más en portugués que en español: “inmóvil estructura que refracta / ¿una llama interior? / que petrifica ¿un mineral humano / solo esbozado?”. Pero lo que dicen estos versos en español no es exactamente lo que dicen en el original. En un caso se pregunta si se petrifica “un mineral humano solo esbozado”; en el otro, en el original, se da por sentado que es un mineral humano y se pregunta de qué mineral se trata.

Si comparamos original y versión, abundan las perplejidades. “Mujeres del desbroce al desbrozar, / piernas al aire, sol de un día breve”, traduce Cilleruelo. Pero lo que se lee en el original es: “Mulheres da monda mondan na maré, / de joelhos nus, ao sol de un día breve” (“Mujeres del desbroce desbrozan en la marea, / con las piernas desnudas, al sol de un día breve”).

La cercanía entre las poéticas del traductor y del poeta traducido, lleva a este, en ocasiones, a tratar el original como si fuera el borrador de un poema propio. Conviene por eso, leer solo las versiones o solo el texto portugués (fácilmente accesible para cualquier hablante español, que solo ha de recurrir al diccionario para alguna aclaración léxica), Lo hagamos de una manera o de otra (o de ambas, pero no simultáneamente) nos encontraremos con un poeta que no seduce a primera vista, como tampoco la pintura de Ortega Muñoz si la comparamos con el colorista Sorolla. Hace falta algún esfuerzo para acostumbrarse a su lúcida, punzante sequedad. Vale la pena, aunque quizá no todos los lectores sean capaces de ello. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

 

 

martes, 1 de octubre de 2024

Crónica familiar y otras historias

 

Francisco G. Orejas
Un giro inesperado
Trea. Gijón, 2024.

Si hubiera leído Francisco G. Orejas la “Breve divagación paradoxiana sobre la novela” que Emilio Alarcos coloca al comienzo de uno de sus libros, se habría ahorrado las elucubraciones que lastran Un giro inesperado, admirable crónica familiar e investigación sobre la guerra civil. “¿Qué es la novela? ¿En qué consiste una novela? ¿A qué producción escrita de más o menos páginas llamamos novela?”, se pregunta Alarcos como se pregunta Orejas. La respuesta, en el primer caso, no consiste en acumular citas y vaguedades teóricas, sino en recurrir al sentido común: “Todos sabemos lo que es ‘novela’ como sabemos lo que es ‘tomate’, aunque seamos incapaces de definir la una y el otro en términos literarios y, respectivamente, botánicos, conocemos de sobra que estamos leyendo una novela o comiendo un tomate”.

            Insiste el autor en que Un giro inesperado  es una “falsa novela”. Y cualquier lector, a las pocas páginas, puede comprender que se equivoca: no es una “falsa novela”, del mismo modo que una manzana no es un “falso tomate”. Es exactamente lo que dice que no es: un libro de historia, un ensayo, un trabajo académico que utiliza abundante bibliografía y recurre a la consulta de hemerotecas y archivos.

            El punto de partida no puede resultar más sugerente. En un libro misceláneo de 2017, El calcetín de Hegel, contó González Orejas la historia de un pariente –hermano de su padre--, desaparecido en la guerra, y de cuya muerte se daban tres versiones contrapuestas. “Mi tío Patricio murió tres veces”, comenzaba llamativamente ese relato de no ficción. Solo murió una vez, como todo el mundo, pero muchos años después y convertido en otra persona.

            La verdadera historia de Patricio González Quintanilla y la manera cómo el autor llegó a averiguarla (el mismo esquema utilizado con frecuencia por Javier Cercas, y por tantos antes que él) constituye el eje central de Un giro inesperado. Pero ese núcleo argumental se enriquece con abundantes divagaciones sobre la guerra civil y el exilio mexicano.

Al hablar de la guerra, González Orejas –perteneciente a una familia de derrotados y represaliados, como media España-- no pretende ser objetivo; más de una vez incurre en el panfleto extemporáneo. Sobraría, por ejemplo, todo el capítulo dedicado a “Teoría de las alcantarillas” o la indicación, basándose en una afirmación de Juan Benet, de que Franco se sumó a la rebelión militar solo “por afán de lucro”. (¿Seguro?). También parece un tanto simplista negar que la llamada guerra civil fuera verdaderamente civil porque fue un enfrentamiento entre el pueblo y el ejército.

            Pero se trata de reparos menores. La crónica familiar que es este libro se convierte en una rigurosa investigación, abundante en datos inéditos o poco conocidos, sobre un periodo de la historia de España que se resiste a ser simplemente historia y aún sigue marcando el presente.

            La peripecia biográfica de Patricio González Quintanilla resulta verdaderamente novelesca, utilizando el término en ese otro sentido que tiene en el título que Paquita Suárez Coalla dio a su recopilación de testimonios de mujeres del campo asturianas: La mio vida ye una novela. Aquí el término no delimita un género literario, sino que alude a la acumulación de peripecias inverosímiles y melodramáticas propias del folletín.

            ¿Por qué Patricio González Quintanilla, que en México se metamorfoseó en arquitecto e ingeniero y acumuló una considerable fortuna, fingió ser otra persona, no volvió a entrar en contacto con la familia, padres y hermanos, que había dejado en España? Las posibles represalias de la primera hora no tenían sentido años después, sobre todo tras la muerte de Franco y la llegada de la democracia. Francisco G. Orejas no acierta a responder a esa pregunta, pero insinúa que algo tuvo que ver su amistad con Santiago Garcés Arroyo, un antiguo panadero militante en las Juventudes Socialistas Unificadas, que de ser escolta de Indalecio Prieto (y estar involucrado en el asesinato de Calvo Sotelo) pasó a convertirse, a partir de 1938, en el máximo responsable del temido Servicio de Información Militar.

            Patricio González Quintanilla participó muy activamente en la evacuación de los republicanos derrotados a México y a él se debe la monumental y ejemplar Memoria de las actividades desarrolladas por la delegación de Veracruz, que pasaría a llamarse Documento Quintanilla, donde se recogen de forma detallada las actividades realizadas tras la llegada de los barcos Sinaia, Ipanema y Mexique, “tres de los llamados barcos de la libertad en los que arribó gran cantidad de refugiados españoles”.

            Quizá el origen de la fortuna de González Quintanilla estuvo en los fondos de los refugiados españoles que él y Garcés administraron, quizá por eso quiso desvincularse completamente de su vida anterior. Es una hipótesis para explicar el inexplicable comportamiento del enigmático personaje, que parece copiar –la realidad imita al arte-- a El difunto Matías Pascal, de Pirandello.

            Con la historia de González Quintanilla se entremezcla la del resto de la familia del autor, del que este libro –que no noveliza una peripecia tan novelera, que distingue los hechos documentalmente probados de las hipótesis-- constituye además un anticipo de sus memorias y un melancólico autorretrato.



jueves, 26 de septiembre de 2024

Una biografía ejemplar

 

Alfonso López Alfonso
De ida y vuelta,
Una mirada sobre la vida y la obra de Alejandro Casona
Impronta. Gijón, 2024.

Alejandro Casona fue considerado uno de los nombres más significativos del teatro español desde 1934, en que estrenó La sirena varada, hasta 1962, cuando regresó a España después de más de veinte años de exilio. En los tres años que le quedaban de vida, pudo comprobar como a la clamorosa acogida por parte del público le acompañaba el rechazo de la crítica joven, la que anticipaba el futuro, que se sintió defraudada. El teatro de Casona, que desde el final de la guerra civil no se había podido estrenar en España, no era muy distinto del de los autores que aquí triunfaban, un Luca de Tena, un Pemán o un Ruiz Iriarte: escapismo, costumbrismo y unas gotas de lirismo.

            Ya no está Alejandro Casona considerado, como lo estuvo un tiempo, una figura a la par de Valle-Inclán o Lorca, pero no ha decrecido el interés por él de la crítica académica ni de los eruditos, no solo asturianos. Se ha convertido en un clásico, menor quizá, pero no por eso menos clásico.

            Sobre su vida sabíamos muchas cosas, las que él nos había querido contar y la infinidad de detalles que los diversos estudiosos, como Antonio Fernández Insuela o José Manuel Feito, habían ido sacando a la luz en dispersas y a veces recónditas publicaciones. Faltaba un biografía actualizada que las incorporara y las situara en su contexto. Es lo que ha pretendido hacer Alfonso López Alfonso, que ha hecho eso y mucho más.

            Su “mirada sobre la vida y la obra de Alejandro Casona”, que así se subtitula De ida y vuelta, constituye una biografía ejemplar. A veces el autor parece un mero recopilador: oímos hablar al propio Casona (sobre todo, en sus cartas), abundan los testimonios de quienes le conocieron, aquí están todos los datos que la erudición minuciosa ha ido descubriendo. Pero el libro no es un centón, está inteligentemente estructurado, sabe distinguir entre lo fundamental y lo meramente anecdótico. Y dista mucho, con no ser eso poco, de una puesta al día de lo que se sabe sobre la vida y la obra de Alejandro Casona. Sin hacer énfasis en ello, se maneja documentación que no había sido tenida en cuenta hasta la fecha, como las “cartas particulares” –así se denomina la carpeta que las contiene-- que se conservan en su legado.

            Nadie había hablado, por ejemplo, de la relación de Casona con Blanca Tapia, una actriz que había sido “Miss Argentina” y a la que quizá conoció antes de 1936, pero de la que se hizo amante años después en Buenos Aires. Esa relación, que no rompió su matrimonio, era conocida por todos, pero nadie hablaba de ella en público. Sí en las cartas. En 1964, Enrique Azcoaga le escribe a Luis Seoane: “Murió tristísimamente Blanca Tapia, el amor clandestino de Casona, y la enterramos un grupo de íntimos hace unos treinta días”. Nuria Madrid, hija de uno de los grandes amigos de Casona, Francisco Madrid, se refiere ella en una entrevista con Mirtha Mansilla, inédita hasta que López Alfonso la rescata: “La cuestión es que empieza a tener relación con Blanca Tapia. Rosalía se entera, por supuesto. Disimula. Cada obra que hacía Alejandro le decía: ‘¿Has hecho un papel para Blancucha, no?’. Ahora, lo curioso es que, a mí me indigna, la colectividad se enojó con Blanca Tapia, dejó de saludarla, pero al poeta lo seguía saludando”.

            No es una biografía hagiográfica esta, como las publicadas hasta la fecha, pero tampoco recarga las tintas negras. Retrata al personaje con sus luces y sus sombras. Era un exiliado y eso contribuía a su prestigio en España, pero su rechazo a Franco pronto pasó a manifestarse solo en las cartas privadas. En las actividades de los republicanos participaba poco y, evitando entrar en las disputas políticas argentinas, estaba más cerca del peronismo que del antiperonismo. Tanto él como Rafael Alberti (un dato poco tenido en cuenta) firmaron a favor de la reelección de Perón en 1951. José Blanco Amor ha señalado lo bien que supo aprovechar su situación de exiliado: “Asistía a muy pocos actos republicanos y cuando lo hacía y le tocaba hablar su lenguaje era ponderado, sintético y claro. Tenía una voz impostada y sonora. Vivía en un departamento cómodo y moderno en la calle Arenales, cerca de la plaza de San Martín, Barrio Norte. Se acostaba al alba, y mientras el alba no aparecía sobre el Río de la Plata jugaba al póquer con sus amigos. Todo en su vida vino bien dado para que el exilio fuera para él un privilegio. Casona supo administrar sabiamente este delicado capital y con su tipo personal y su obra teatral se impuso como el autor de moda durante muchos años”.

            El autor de moda pasó de moda. Queda la labor ejemplar de antes de la guerra y alguna obra de después, como La dama del alba. Queda este recuento de sus pasos en la tierra –tan inteligentemente estructurado en dos partes, cada una de ellas dividida en tres actos-- que nos demuestra, una vez más, que ninguna persona es de una pieza.

           

           

jueves, 19 de septiembre de 2024

Poesía de la experiencia

 

Jorge Barco Ingelmo
Jailhouse Rock
Isla Elefante. Palma de Mallorca, 2024.

El término “poesía de la experiencia”, como es bien sabido, lo empleó por primera vez, para referirse a cierto tipo de poesía que él y sus compañeros de generación pretendían practicar, Jaime Gil de Biedma. El término, pero solo el término, lo tomó del título de un libro de Robert Langbaum, The poetry of experiencia, donde el crítico inglés lo utilizaba para diferenciar la poesía del romanticismo de la poesía neoclásica. El término se presta a cierta confusión que Gil de Biedma trató una y otra vez de aclarar: “Poesía de la experiencia no es poesía confesional. No tiene nada que ver con lo que diga el poema, sino con la forma de decirlo. Ni quiere decir que lo que narra el poema te haya sucedido a ti”.  

            Pero si toda poesía es ficción, la llamada “poesía de la experiencia” adopta con frecuencia la forma de la autoficción: crea un personaje que se parece al autor y a veces lleva su mismo nombre, pero que no establece el pacto de verdad con el lector que la autobiografía supone. Lo que cuenta es verdad, pero de una manera que no implica la fidelidad en el dato anecdótico.

            Jailhouse Rock –el título procede de una canción de Elvis Presley-- está escrito desde el punto de vista de un funcionario de prisiones. En la contraportada se nos indica que ese es el trabajo de su autor, Jorge Barco Ingelmo. ¿Lo leeríamos de la misma manera si, como suele ocurrir en las novelas, el narrador en primera persona no se correspondiera con el autor? Probablemente no.

Es frecuente que el personaje real que narra sus experiencias en primera persona –sea un presidente de gobierno, un náufrago como el famoso de García Márquez o el príncipe Enrique-- no coincida con la persona que las ha redactado, un profesional denominado ghostwriter o escritor fantasma. Pero en cuanto menos sepamos de su existencia, más eficaz resulta el libro. Necesitamos de ese engaño –en poesía y en prosa-- para creernos lo que nos cuentan.

            No sabemos si Gil de Biedma consideraría o no a los poemas de Jailhouse Rock “poesía de la experiencia” en el preciso sentido que él le da al término. El lector común sí la considera así y eso le añade un motivo de interés al libro. Nos ayuda a ver la vida desde otro punto de vista, que es una de las funciones de la literatura (y no solo: también del cine). Pero Jailhause Rock no tiene únicamente un valor costumbrista y documental (nada desdeñable, por cierto: ayuda a que se lea sin el educado tedio con que suelen leerse los libros de poesía), alterna humor y emoción, no abusa de los efectos patéticos, aunque a veces –como resulta casi inevitable dado el tema-- se aproxime a ellos. “Signos incompatibles con la vida”, uno de los pocos poemas que no se ajustan estrictamente al ámbito carcelario, puede ejemplificarlo: “Como elegir al hombre equivocado. / Como que no denuncies. / Como que lo perdones y que vuelvas / a estar con él creyendo que ha cambiado. / Como que no hagan caso a tus denuncias. / Como que tus vecinos se acostumbren / a oír los gritos sin que les importen. / Como que los defiendas y disculpes. / Ahora te has convertido en otro número. / 47 en lo que va de año”. La elipsis final salva al poema.

            Llenos de pequeños detalles exactos, de apuntes costumbristas están los más característicos poemas del libro, los que lo hacen diferente de cualquier otro libro de poemas. “Díptico permanente revisable” contrapone, hábilmente, dos visiones de un mismo personaje, incompatibles entre sí e igualmente verdaderas: la del psicópata asesino que aparece en las noticias y la del preso, tiempo después, al que todos llaman Luisito y “es gracioso, cuenta chistes”. Otro poema –si puede llamarse así, igualmente podría incluirse en un libro de microrrelatos--  se limita a ir yuxtaponiendo párrafos de un artículo de Javier Marías con noticias de prensa.

            Abundan las notas de humor, y no siempre de humor negro: “Dile adiós al bibliotecario”, “Demandadero”, “Cárcel de amor”. Uno de ellos, “La chispa de la vida”, juega con un eslogan publicitario: “Quince años de condena / y en el economato solo venden Pepsi, / no me jodas. / Quince años me esperan sin probar la chispa de la vida”.

            También hay poemas que prescinden de la anécdota: “No todo cabe en un libro. / Fuera queda la vida. / Todo acaba al cerrar un libro. / Dentro queda la vida”.

            Dentro de este libro, que no pretende ser sublime sin interrupción, hay mucha vida, no solo una vida que morbosamente nos repele y nos atrae, la de los privados de libertad, la de quienes se ocupan de ellos, también la vida de todos, con su cara y su cruz, con sonrisas que a veces nos ponen un nudo en el corazón.

En Jailhouse Rock la experiencia de un funcionario de prisiones se hace poesía, pero “el juego de hacer versos”, afortunadamente, no siempre deja de ser un juego, aunque a veces juegue a la brevedad sentenciosa.  “Qué difícil ser preso / a los ojos del mundo. / Y eso que hay presos en sus casas / creyéndose más libres. / Porque al menos lo mío / solo es cuestión de tiempo”. Como lo de todos, si bien se mira.

           

           

jueves, 12 de septiembre de 2024

Trágico esperpento

 

Xuan Cándano
Operación Caperucita
El comité Karl Marx y el atentado de la calle del Correo
Akal. Madrid, 2024.
 

El peor atentado durante el franquismo, el que más víctimas indiscriminadas causó, tuvo lugar hace ahora exactamente medio siglo, el viernes 13 de septiembre de 1974. Fue el más brutal y también el más paradójico. Antes de un mes, ya el instructor militar sabía cómo habían ocurrido, en lo fundamental, los hechos y lo sabía por confesión de la principal responsable. Nunca, sin embargo, se concluyó el sumario, nunca se celebró juicio, muy pronto se olvidó a las víctimas. De ellas no podía sacar ningún rendimiento político ni la izquierda ni la derecha, que no tardaron en culparse mutuamente.

            Han pasado cincuenta años y una ejemplar investigación de Xuan Cándano pone, por fin, las cosas claras. El atentado de la calle del Correo fue consecuencia del éxito del atentado contra Carrero, recibido con aplausos por casi toda la oposición al régimen y ejecutado con una facilidad y una precisión que aún hoy nos asombra. Detrás de ambos estuvo una misma persona: Eva Forest: “Ella fue quien propuso a ETA, a través de Argala, acabar con la vida de Carrero, facilitando además la información necesaria; y lo mismo ocurrió nueve meses después cuando, venida arriba con el éxito del magnicidio, al igual que la banda armada, ideó el atentado de la cafetería Rolando con la intención de causar víctimas entre los policías de la Dirección General de Seguridad, centro neurálgico de la represión franquista y un nido de torturadores”.

            Un nido de torturadores, sí, pero no parece que las delaciones de Eva Forest, que llevaron a la cárcel a sus amigos y colaboradores en diversas actividades de oposición al franquismo (ajenos a los atentados en la mayor parte de los casos), fueran obtenidas mediante tortura. Xuan Cándano copia, sin ponerlo en cuestión, el relato que ella hace en su libro Testimonios de lucha y resistencia. Otros testimonios más fiables hablan de un pacto. Varios aparecen en el propio libro de Xuan Cándano, otros en el de Eduardo Sánchez Gatell, El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, aparecido este mismo año, o en el de Lidia Falcón, otra de las encarceladas, Viernes y 13 en la calle del Correo, de 1981, que ya puso las cosas en su sitio, aunque muchos prefirieran mirar para otro lado y dejar que siguiera corriendo el bulo de que el atentado había sido una provocación de la extrema derecha.

            Algunos otros reparos menores se le pueden poner al libro: nada tiene de “anomalía” ni hay que recurrir para ello “a un cierto aperturismo informativo” el que se conociera de inmediato en España el golpe de Pinochet; resulta absurdo indicar que el edificio de la Dirección General de Seguridad, por ser un edificio neoclásico del siglo XVIII “recordaba a la Inquisición”, y es un error señalar que la Segunda República fue “la primera experiencia democrática de la historia de España” (hubo una primera y hasta un rey elegido por el parlamento).

            Pero son muchos más los aciertos: el primero de ellos, situar el atentado en su contexto, explicar cómo fue posible, cómo pudo quedar impune. Hubo un evidente clasismo en la investigación. Eva Forest se salvó a cambio de entregar un chivo expiatorio: Mariluz Fernández. Su padre era un veterano comunista, toda la familia era o había sido comunista. A los dirigentes políticos de la policía les interesaba menos detener a los verdaderos culpables que neutralizar a la oposición democrática vinculando al partido comunista, que entonces era el que más destacaba, con el atentado. Los otros detenidos pertenecían a la burguesía intelectual y el matrimonio Sastre era bien conocido fuera de España. Una familia obrera de Mieres, uno de cuyos miembros era fácil de manipular, podía ayudar a una solución rápida y ejemplarizante, como la que se aplicó poco después con los últimos ejecutados del franquismo. Mariluz Fernández, un peón en las manos de la seductora y manipuladora Eva Forest, pudo ser uno de ellos. No importa que la policía no tardara en descubrir a los autores materiales, a la pareja que vino de Francia para dejar una bomba en una cafetería madrileña donde comían docenas de familias ajenas a lo que les esperaba. La policía española supo sus nombres, por confesión de Eva Forest, pero nadie les molestó en este medio siglo, y hemos tardado décadas en enterarnos de sus apacibles vidas en un pueblo cerca de Bayona: tuvieron hijos y nietos, ella trabajó en los servicios sociales, él realizó un importante trabajo como filólogo y llegó a ser vicepresidente de la Real Academia de la Lengua Vasca. Parece que uno de ellos, en 1975, fue detenido por la policía francesa por colgar carteles de propaganda de ETA; lo que hubieran hecho en España, sus manos manchadas de sangre, no les preocupaba a ellos ni parece que preocupaba en España.

            ¿Era inevitable que la amnistía de 1977 se aplicara a los autores del atentado de la calle del Correo? Para la principal autora, ni siquiera fue necesaria: meses antes de que se aprobara, ya estaba en la calle, proclamando su inocencia y rentabilizando su “martirio”. Mariluz Fernández fue liberada en abril del 77, poco después de la legalización del partido comunista.

            ¿Era inevitable aplicar la amnistía a los responsables de unos hechos especialmente sanguinarios que aún no habían sido juzgados? Parece que no: a los militares de la Unión Militar Democrática, por ejemplo, no se les aplicó y sus presuntos delitos sí que era políticos. ¿Puede considerarse delito político un atentado indiscriminado con víctimas mortales? Incluso en una guerra (suponiendo que hubiera entonces una “guerra” contra el franquismo), hay crímenes de guerra, que no prescriben.

            Xuan Cándano no juzga, expone, y deja bien a las claras la mayor o menor (o nula) intervención de cada uno de los procesados. El Estado español –sus servicios secretos, con abundantes fondos públicos-- se vengó de la muerte de Carrero ejecutando a Argala en territorio francés. El de la calle Correo fue un crimen sin castigo, al menos a los principales responsables, que además se permitieron el lujo de admitir su participación (Eva Forest se vanagloriaba de ella), cuando creían que era una hazaña revolucionaria, y negarla después como si esa mentira –que muchos en la izquierda lerda aceptaron acríticamente-- fuera otra hazaña revolucionaria.