martes, 7 de octubre de 2025

Umbral y el arte de resucitar

 

 

Francisco Umbral
El corazón y la luna / Yo, Umbral
Artículos publicados en la revista Jano (1971-2006)
Edición de Alex Prada y Bénédicte Buron-Brun
Renacimiento. Sevilla, 2025.

“El periódico es la antesala del libro” se ha repetido más de una vez. Y ciertamente las publicaciones periódicas –diarias, semanales, mensuales-- nunca han publicado solo lo que suele entenderse por periodismo: información noticiosa ligada a la actualidad. Ciertos géneros literarios –como el cuento o la poesía-- encontraron en ellos un lugar tan propicio como el libro o más. Para no hablar de la novela por entregas, tan popular en otro tiempo.

            Pero si buena parte de las obras literarias se anticiparon en periódicos y revistas, no todo lo publicado en ellos debe ser recopilado en volumen: su lugar está en las hemerotecas, al alcance de curiosos y estudiosos, aunque lo firme un autor de cierto renombre.

            Umbral, como Azorín, como Clarín, como Borges, como tantos otros, es uno de esos autores que prepararon buena parte de sus libros con material publicado previamente en prensa. Libros secundarios y prescindibles en algunos casos y fundamentales en muchos otros.

Una de las publicaciones en las que con más asiduidad colaboró ​​Umbral fue Jano, medicina y humanidades (1971-2011), una sorprendente revista con una parte dedicada a los profesionales de la medicina y otra de divulgación cultural en la que participaban las grandes firmas del momento. En ella, anticipó Umbral alguno de sus mejores libros. Así comienza uno de sus artículos: "Llevo más de un cuarto de siglo colaborando en esta revista, o sea desde que Jano nació. Con la primera serie, que iba muy de diario íntimo, hice un libro titulado Mis paraísos artificiales, que me editó Mario Lacruz, uno de los editores-escritores más finos que yo he tratado en mi vida".

            Alex Prada y Bénédicte de Buron-Brun recopilan ahora en dos volúmenes el material no aparecido nunca antes en libro, aunque no se pueda asegurar en todos los casos. Y lo hacen de muy curiosa manera. Cada volumen lleva distinto título ( El corazón y la luna, a cargo de Alex Prada, y Yo, Umbral , en edición de Buron-Brun), pero comparten subtítulo: “Artículos publicados en la revista Jano (1971-2006)”. Cada uno se ocupa de los de determinada temática: “Medicina” y “Literatura y otras artes”, el primero; “Política y sociedad” y “Vida privada”, la segunda (buena parte de los artículos seleccionados, por cierto, podría cambiar de ubicación). Ambos volúmenes llevan una nota preliminar y un prólogo, que parece puestos un poco al azar: el de Yo, Umbral se titula “¿Era hipocondríaco Francisco Umbral?” y parece más adecuado al otro volumen, que comienza con el apartado “Medicina”, donde el autor habla con frecuencia de sus enfermedades reales o imaginarias.

            La agrupación temática de los artículos tiene un sentido, aunque resulte a veces un tanto forzada; no lo tiene en que dentro de cada uno de los temas se prescinda de la ordenación cronológica y los artículos se sucedan caprichosamente. El resultado no deja de resultar chocante en más de una ocasión. En “Memoria y fábula”, de 1990, Umbral nos dice que en su obra hay un primer ciclo que él denomina “de la infancia y la memoria” formado por libros como Memorias de un niño de derechas, El hijo de Greta Garbo, Los helechos arborescentes, Los males sagrados, El fulgor de África, etc. En el artículo que aparece a continuación, de 1979, nos habla de que anda metido en un proyecto de libro que podría llamarse Los helechos arborescentes .

En la recopilación de textos publicados en la prensa, una vez agrupados temáticamente, la ordenación cronológica no es opcional, sino obligatoria: el tiempo es parte del argumento.

            Pero que ni Alex Prada –médico y escritor-- ni Bénédicte Buron-Brun –profesora universitaria y especialista en la obra de Umbral-- tienen ideas muy claras sobre la razón de rescatar textos publicados en la prensa (ni sobre la diferencia entre texto e hipotexto y otras cuestiones básicas) queda claro a lo largo de sus prólogos y notas preliminares. Alex Prada, a propósito de Mis paraísos artificiales , anticipado en Jano, escribe que es “un libro desordenado, sin pies ni cabeza (con lo bueno y lo malo que tiene una publicación así), un dietario, un almanaque lleno de avatares personales, de poemas en prosa intercalados con artículos que hablan del circo, de la tía Socorro, de leñadores y del otoño, de sacar el primer libro, de la antropología más lírica, de casas de campo y de Voltaire…”. Y se lamenta de que autor y editores “decidieran borrarles todas las pistas a los lectores, retirando minuciosamente de los textos las referencias a la revista Jano y “prescindiendo de notas aclaratorias y prólogos y epílogos que contaran al lector dónde y cómo y por qué nacido habían aquellas composiciones tan valiosas”. Quiere deshacer una obra literaria –“sin pies ni cabeza” en su opinión-- para convertirla en una recopilación de artículos, todos adecuadamente anotados.

            Si poca competencia literaria parece tener Alex Prada, no parece mayor la de Buron-Brun. En la nota preliminar a Yo, Umbral escribe: “Por desgracia, los artículos presentados no son, ni mucho menos, todos los que Francisco Umbral escribió entre 1971 y 2007 para Jano por diversos motivos, los derechos editoriales en particular, puesto que se valía de sus escritos sueltos (columnas o cuentos) para integrarlos en sus futuras novelas o diarios”.

            ¿Por desgracia? ¿El ideal como editora de Buron-Brun consiste en preparar un volumen de mil o dos mil páginas con las colaboraciones de Umbral en una determinada revista a lo largo de treinta y cinco años, incluidas las que forman parte de otros libros? Confunde editar con inventariar (cosa muy distinta y necesaria). 

También resulta una investigadora peculiar: se lamenta de que la revista Jano, en Madrid, solo esté disponible, incompleta, en dos instituciones. ¿No podría localizarla en otros lugares, hacer un registro completo de las colaboraciones del escritor y ofrecerlo a la Fundación Francisco Umbral? Para esa labor previa, tan necesaria, de archivero, no hace falta una especial sensibilidad literaria. Sí resulta necesario para rescatar a un escritor, famoso en su tiempo, y hoy en el purgatorio. Es preciso saber distinguir entre lo que de él sigue vivo y el peso muerto que lo ata a su época.

            ¿A qué rescatar del merecido olvido naderías o barbaridades? Naderías como las que encontramos en “Ver la tele” o barbaridades presuntamente humorísticas: “Uno ha lamentado siempre no estar suficientemente loco como para matar a unas cuantas ninfas en los parques del anochecer. Uno siempre ha pecado de sensato con las mujeres. Porque con las mujeres hay que enamorarse o matarlas. No valen los términos medios, y yo siempre me he quedado en el término medio”. Otro artículo comienza repitiendo unas palabras que le oyó a Cela –otro que tal--: “Me gusta observar las costumbres de los animales en cautividad”. Y se refería a su mujer.

            Ofrecer en revoltillo todo lo inédito que de un escritor notable y un tanto olvidado se puede localizar en las hemerotecas, aparte de ser labor más mecánica que propiamente intelectual, no ayuda al rescate de ese escritor, más bien a todo lo contrario.

           

           

lunes, 29 de septiembre de 2025

Los libros de una vida

 
Mariana Enríquez
Archipiélago
Comercial. Buenos Aires-Madrid, 2025.

“Creo que el gusto literario no se elige”, escribe Mariana Enríquez. Y en Archipiélago nos traza una apasionada y peculiar autobiografía lectora. Menciona muchas obras, exactamente 389, según el índice que aparece al final. Sorprende un poco que solo cinco sean de autor español: el Quijote, Marianela de Galdós, el Romancero gitano (un entusiasmo juvenil), Literatura y fantasma de Marías y Héroes de Ray Loriga, que es de la que se habla con más entusiasmo. Ciertas editoriales españolas, como Anagrama, fueron en cambio fundamentales en su formación.

            El gusto literario de Mariana Enríquez no es demasiado convencional. La literatura de género le ha interesado más que los grandes nombres de la tradición: prefiere Stephen King a Marcel Proust. Y tampoco es convencional su acercamiento a la literatura: “Llegué a Keats por los Rolling Stones”, escribe. Y no fue un caso único: "No estudié Letras, nunca fui a un taller literario y no conocí a escritores hasta que yo misma publiqué una novela. Mis conexiones, mis viajes entre islas literarias se dieron por medios menos convencionales. Llegué a libros por el rock y el cine, y a veces por comunicaciones entre ambos y la literatura".

            Archipiélago lleva el subtítulo de “Una formación literaria en veintinueve islas”, debido a que sus intereses de lectora los clasifica en “islas” que dan nombre a los capítulos más extensos: “La isla de las momias”, “La isla del laberinto”, “La isla tenebrosa”. Entre ellos, se intercalan otros más breves (“Los barcos”, “Los botes”, “Los remos”) que hablan de sus sucesivas bibliotecas, sus fuentes de información, sus hábitos de lectura, sus manías personales. “La espuma”, de solo tres líneas, dice así: “Nunca salgo de la casa –o de donde esté-- sin un libro o varios, desde que soy adolescente. A veces incluso llevo uno conmigo cuando voy a hacer compras”.

            Cada lector es un mundo, y el mundo de Mariana Enríquez, que escribe con desarmante sinceridad y sin excesivas preocupaciones de estilo, no es el habitual entre los escritores, aunque no podamos calificarlo de minoritario. Es fan del gore, de los asesinos en serie, de las vísceras desparramadas, de la “sexualidad sádica”, de los monstruos y los vampiros, de la progresiva degradación que provocan ciertas enfermedades incurables. Como temas literarios, por supuesto.

            Ella misma es consciente de lo que pueden sorprender esas peculiaridades: "Yo nunca me lo pregunto, pero a veces suelen interrogarme sobre por qué lo cruel me atrae tanto, y si no me impacta negativamente, si no me impresiona, escandaliza, perturba. Tengo que reconocer que me excita, me entusiasma, me deslumbra". “Como recurso”, añade para evitar malentendidos.

            Varios de los capítulos de este libro, a los lectores de distinta sensibilidad, les servirán como una guía literaria a la inversa: destacan libros y autores a los que procurará no acercarse, aunque a Mariana Enríquez le entusiasmen hasta el delirio: “Cooper me abrió la puerta de la abyección. Quise más. Quise a esos escritores insoportables, los que no deberían ser publicados, los que van demasiado lejos. Y encontré muchos. A algunos libros abyectos llegué por casualidad”.

Últimamente encuentra la abyección en “escritoras mujeres latinoamericanas” (¿habrá escritoras hombres?, se nos ocurre preguntar). E incluso se refiere a Nefando, de Mónica Ojeda, “la novela que muchos escritores gustosos de lo abisal como yo no pudieron soportar”. No la pudo soportar, pero no nos ahorra alguna cita especialmente repulsiva.

            Sus recuerdos de juventud concuerdan a veces con sus preferencias lectoras: “En un recital en contra de la violencia policial en homenaje a Bulacio, en 1996., vi cómo, en una pelea entre punks y skinheads, mataron a patadas a un supuesto militante neonazi”. Aclara que no lo vio por morbosa: “en las corridas quedé cerca y pasó en mi cara”.

            Hay islas más amables, por supuesto, como las que tratan de Borges o Cortázar (también de Manuel Mujica Láinez, el preciosista autor de Bomarzo) o de los relatos de fantasmas.

            Predominan los narradores, pero no escasean los poetas. “La isla de Charleville” está dedicada íntegramente a Rimbaud. Patti Smith sería una de las razones por las que se acercó al autor de Una temporada en el infierno “y otros punsks neoyorquinos como Richard Hell, Verlaine o David Wojnarowicz, que hizo toda una serie de fotos con una careta de Rimbaud, jóvenes en el subte y en habitaciones abandonadas inyectándose heroína, meando contra la pared”. (Nos quedamos con la duda de saber si hubo un punk neoyorquino que se llamara Verlaine, como el amigo de Rimbaud).

Aunque Mariana Enríquez cita muchos versos (nunca un poema completo), parece que lo que le interesa de los poetas tanto o más que la obra es la vida turbulenta, marginal y a ser posible con graves desarreglos mentales.

Al comienzo de la “La isla de los inolvidables”, escribe: “sin recurrir a los libros, miro la pared y trato de recordar lo que no puedo olvidar de los escritores mayores, para testear su prevalencia en mi memoria y su podio real”. De siete narradores –Joyce, Dickens, Nabokov, pero también nombres menos convencionales como Chinua Achebe--, recuerda el título de una obra. De la única poeta, Alejandra Pizarnik, lo que no puede olvidar son sus obras completas (ya tiene mérito) y lo que escribe a continuación son una serie de frases (“Un ahorcado que abre los ojos y entra por la ventana. Ojos azules. Qué haré con el miedo. Con esta boca en este mundo. Vestida de cenizas”, etc.), entre las que incluye, por ejemplo, el título de un poema de Olga Orozco: “Con esta boca en este mundo”.

Una de las más impactantes narradoras de ahora mismo, nos habla de lo que los libros han supuesto en su vida. Y lo hace con verdad y sin incurrir en los tópicos habituales. La literatura no es solo lo que piensan los profesores y los estudiosos de la literatura.

jueves, 25 de septiembre de 2025

Crepuscular

 

Julio Llamazares
El viaje de mi padre
Alfaguara. Madrid, 2025.

Seguir los pasos de un viajero anterior es ya un subgénero en la literatura de viajes. Recordemos a Azorín, en 1905, volviendo a recorrer la ruta de don Quijote o al Baroja sexagenario de 1935 al que el diario Ahora, el de Chaves Nogales, le encarga repetir los pasos de la expedición de Gómez, aquel general carlista que cien años antes había trazado una gran ese, de norte a sur, sobre el territorio peninsular (el año 1996, por cierto, Eduardo Gil Bera volvería sobre los pasos de Gómez y de Baroja en Sobre la marcha).

No menciona estos antecedentes, ni falta que hace, Julio Llamazares en El viaje de mi padre, pero sí los propios: “En Villafeliche un letrero señala que por aquí, antes que mi padre y yo, pasó el Cid Campeador, algo de lo que están orgullosos los naturales, como comprobé cuando seguí sus pasos hace algún tiempo para escribir un reportaje para un periódico coincidiendo con el milésimo aniversario del Cantar. Va a ser ese mi destino: el de seguir los pasos de otro en busca de no sé bien qué. O sí: en busca de esa huella que los hombres vamos dejando a lo largo  de la historia y que es nuestra verdadera historia”.

            Los pasos que sigue esta vez son los de su padre y su amigo Saturnino, quienes en 1937, recién cumplidos los dieciocho años, se alistaron voluntarios en el ejército sublevado y a los que un largo viaje, el más largo de sus vidas, llevó primero hasta Teruel, donde participaron en la famosa batalla, y luego, tras una estancia en Zaragoza, hasta Castellón, donde vieron por primera vez el mar.

            Ese viaje, o esos dos viajes, uno en invierno y otro al comienzo del verano, se llevaron a cabo en buena parte en tren, pero Llamazares los realiza en coche, incluso en el pequeño tramo, de La Vecilla a León, en que todavía subsiste el ferrocarril, pero siguiendo en lo posible el antiguo trazado de las vías.

El pretexto parece un tanto forzado: el padre del autor murió en 1996 (muy pronto, dice el autor, e iba a cumplir 77 años). La guerra civil queda ya demasiado lejos y pocos recuerdos de ella guardan los habitantes de los lugares por los que el viajero pasa. Para la mayoría está tan lejos como la primera guerra carlista cuando Baroja recorrió la España republicana tras los ecos de la expedición de Gómez, un tiempo famosa en toda Europa. El olvido es la mejor reconciliación. En Rubielos (“un centenar de casas arracimadas al pie de la iglesia en un costado del monte”), se encuentra con una mujer que lo único que sabe de la guerra es que a su abuelo, que era alcalde del pueblo entonces, lo asesinaron, aunque no está segura de “si los republicanos o los franquistas”. Y el autor le pregunta: “¿Su abuelo era de izquierdas o de derechas?”, “Creo que de izquierdas”, “Pues entonces le mataron los de Franco”. La respuesta de la mujer es toda una lección: “Da igual. El caso es que lo mataron”.

            Comienza el libro en el cementerio del pueblo donde está enterrado el padre, con citas de un poema que José Antonio Llamas escribió para la ocasión. Hay citas en estas primeras páginas de otros poetas, especialmente de Antonio Gamoneda, e incluso el libro comienza con una “Canción de cuna para mi padre” que nos devuelve al Llamazares que se inició como poeta, allá en los setenta, pero la prosa del libro no es nada preciosista ni poética, más bien periodística y funcional, aunque al autor, al recordar las “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, le dé por pensar que lo que está haciendo es escribir “otra copla” al suyo, “solo que muchos años después de su muerte”.

            Cuando sigue la línea del tren que iba de Valladolid a Ariza, se detiene Llamazares especialmente en lo que queda de las estaciones. Más de una vez repite que lo que ve le recuerda “a un paisaje del Far West americano”.

            No quiere hacer una guía de viajes, aunque de vez en cuando nos cite lo que dicen las guías, y más que hablarnos de los monumentos o los hitos turísticos, prefiere hablar con la gente, según la norma que uno de sus maestros, y temprano detractor, Camilo José Cela, inaugurara en Viaje a la Alcarria. No son demasiados, ni demasiado interesantes, los interlocutores que encuentra en estos pueblos, vacíos cuando él los cruza (casi siempre durante la hora de comer o de la siesta) o llenos de extranjeros.

            Se quiere pagar con este libro una deuda al padre, al que nunca se le animó a contar sus historias de la guerra; ahora se rememoran parte de esas aventuras con el testimonio de su compañero de entonces y su mejor amigo de siempre. Pero el lector no deja de sentir, quizá equivocadamente, una cierta desgana en el autor, como si fuera un pretexto para seguir con su trabajo de escritor profesional.

            Que no parece pasar por su mejor momento. Cierto que en Teruel una mujer le reconoce y le invita entusiasmada a un café, pero un experto local en los maquis, al que le regala Luna de lobos, ni siquiera se fija en que él es el autor del libro, y no se le escapa una queja: “por la mañana después de escribir mi artículo semanal para un periódico que pronto me invitará a dejar de hacerlo salgo a la calle”.

            Esa desgana se nota en la falta de revisión del texto, donde se utilizan las normas de acentuación que el autor aprendió en la escuela en lugar de las actuales (sobran tildes), y en alguna expresión disonante como cuando, tras indicar que en una acción de guerra “solo se salvaron” su padre y Saturnino, añade: “y algunas docenas más”.

            Algo de western crepuscular tiene este libro, no exento de encanto, en el que el envejecido pistolero (quiero decir, escritor) recorre un país, que poco se parece al de la guerra civil y que ya apenas reconoce, para saldar, tantos años después, una deuda quizá imaginaria.

 

jueves, 18 de septiembre de 2025

La novela de un editor

 

Enrique Murillo
Personaje secundario
Editorial Trama. Madrid, 2025.

Las memorias de un personaje secundario –así se denomina Enrique Murillo, en todo caso un secundario de lujo-- pueden ser bastante más interesantes que las de un personaje principal. Nacido en 1944 –pertenece a la generación de los novísimos, de los Azúa y los Savater--, cumplidos los ochenta años quiere echar la vista atrás y, desde la última vuelta del camino, sin nada que perder ni que ganar, contarnos, no solo “la oscura trastienda de la edición”, como indica el subtítulo, sino también su vida, no siempre fácil, y darnos algunas lecciones sobre el arte de narrar –tan desconocido en España, en su opinión-- y el arte de editar.

            El sustantivo “editor” resulta ambiguo en español: se refiere tanto al empresario que se dedica al negocio editorial como a quien se encarga de convertir el original del autor en un texto que pueda ir a la imprenta oa quien busca y selecciona las obras a editar. Para que el manuscrito del autor llegue convertido en libro a manos del lector muchos profesionales han de intervenir y no todos figuran en los títulos de crédito.

            Enrique Murillo comenzó colaborando con Carlos Barral, siguió luego con Jorge Herralde, trabajó más tarde como periodista cultural y fue uno de los creadores de Babelia (no le gustó el nombre: él hubiera preferido simplemente Babel), trató de sanear Plaza &Janés buscando –ya veces consiguiendo-- best sellers,  pasó cinco años en Planeta y uno en Alfaguara, creó su propia editorial, Libros del Lince, y acabó vendiéndola, malvendiéndola, a la polémica Malpaso. Una variada trayectoria, con mucho que contar.

            Todo lo que sospechábamos sobre los chanchullos de los grandes premios literarios, y más, queda aquí confirmado. El jurado, no solo del Planeta, también del Herralde, o de cualquier otro galardón comercial, suele hacer el papel de convidado de piedra, aunque esté formado por muy ilustres nombres. En algunas de esas maniobras, intervino muy activamente el propio Enrique Murillo, quien no tiene inconveniente en contarnos cómo decidió darle el primer premio Plaza & Janés a Andrés Trapiello, su compañero del suplemento cultural de El País, antes de seguir leyendo la novela, en la que sugirió varios cambios que el autor no tuvo inconvenientes en incorporar. También nos cuenta cómo encargó un año el Planeta a un autor que vendía mucho, pero que no tenía nueva novela, y los esfuerzos que tuvieron que hacer entre los dos para tener un original a tiempo. O los levantamientos que tenía que hacerle a la verborreica prosa de Terenci Moix en sus exitosos y olvidados novelones.

            Enrique Murillo, si hemos de hacer caso a sus palabras, siempre que le ha sido posible ha accionado como “editor de mesa” –para decirlos con palabras de Juan Cruz--, como un estrecho colaborador del autor a la hora de darle forma final a su obra y solucionar problemas de estructura.

            Exigente con los demás, quizás ha sido demasiado complaciente consigo mismo. En estas memorias, sobran páginas, demasiadas páginas, quizás porque suma dos obras de interés desigual: unas memorias propiamente dichas, con algún ajuste de cuentas, nunca demasiado cruel (la experiencia y la edad le inclinan a la benevolencia), y una serie de lecciones magistrales sobre “la transformación de la lectura y la edición en España”, como se titula uno de los capítulos, y de denuncias sobre el maltrato que los editores dedican a los traductores (Enrique Murillo ha complementado su trabajo). de editor con una importante labor como traductor).

            Las quejas gremiales sobre lo poco precisos que eran antes los contratos de antes de no sé qué ley y lo mucho que se incumplen hoy en día, aunque estén bien fundados y resulten meritorias, aburrirán a los lectores ajenos al oficio.

            Lo que les interesa son, por citar un ejemplo, las maniobras de un autor de éxito como Arturo Pérez Reverte (no contento con el botafumeiro que le aplica en Vocento, el grupo periodístico en el que colabora semanalmente) para conseguir que en El País dejen de “ningunearle”.

            Mil y una anécdotas curiosas, y no siempre ejemplares, nos cuenta Enrique Murillo. Los intelectuales que denuncian, un día sí y otro también, las corruptelas del mundo político, no dan precisamente ejemplo de puertas adentro. Los negocios son los negocios y ahí no hay más ley que la del más listo y el más fuerte.

            Pero conviene no fiarse demasiado de lo que nos cuenta el autor, que a veces parece un narrador no confiable, como los que le gusta utilizar en sus narraciones (Enrique Murillo es también un narrador encomiable). Baste un ejemplo. Cierto día recibe la llamada de Pilar Urbano, que estaba preparando, por encargo de Murillo, un libro sobre la reina: "¡Tengo una exclusiva, Enrique! Voy a contar la verdad sobre doña Sofía y su marido. Me ha dicho alguien del personal de la Casa Real que una vez apareció sin estar anunciada doña Sofía y, delante de todos los que estaban allí, Sabino, alguna asistente que limpiaba el polvo de los muebles, el mayordomo... dijo en voz alta y clara y desgarrada: Me podéis decir ¿De ¿Dónde las saca? ¿Se las ponéis vosotros o las busca él?

            Cualquier editor, el propio Enrique Murillo en otros tiempos, tacharía esto y le diría al autor: "¿Pero desde cuándo la reina tiene que anunciarse para desplazarse por su casa? ¿Y qué hacía Sabino en una sala mientras una asistente limpiaba el polvo de los muebles? ¿Darle conversación? ¿Y ese mayordomo, como de novela inglesa, estaba con ellos de tertulia? ¿Y puede imaginarse a alguien acusando a gritos a los tres de “ponerle” amantes al rey? Ni siquiera hace falta mencionar que ese aspecto de la vida privada del rey era conocido de los periodistas, pero ningún periódico les permitía hablar de ello Y menos cuando la fuente fuera un anónimo empleado de la Casa Real. 

            Nadie es perfecto, como recuerda alguna vez el autor, que no tiene inconveniente en referirnos sus medidas de pata: no fue capaz de ver el interés de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, ni de reconocer el talento de Irene Vallejo. Pero son más los aciertos, qué duda cabe.



           

jueves, 11 de septiembre de 2025

Literatura, pasión y negocio

 

Juan Cruz Ruiz
Secreto y pasión de la literatura
Tusquets. Barcelona, 2025.

La literatura –incluso la gran literatura-- puede convertirse en un negocio rentable. De la industria editorial, viven un puñado de escritores y una gran cantidad de personas con variados oficios, todos ellos relacionados con la palabra escrita: impresores, correctores, libreros.

En ese mundo, desde hace más de cuarenta años, Juan Cruz ha ocupado uno de los papeles más influyentes como periodista cultural en El País (ahora en Prensa Ibérica) y como editor en Alfaguara. Nunca fue una estrella, pero estuvo cerca de todas las estrellas literarias de las últimas décadas y de todas tiene algo que contar.

 ¿De todas? De todas, no. En Secreto y pasión de la literatura, secuela de un exitoso anecdotario anterior, Egos revueltos, no hay, o no hay apenas, poetas. Podríamos pensar que ello se debe a que el nuevo libro es un encargo de la editorial en que aparece, y a promocionar a los autores de la casa y a glorificar a sus fundadores, Toni López y, sobre todo, Beatriz de Moura, se dedica. Pero Tusquets no es solo la editorial de Landero, Cercas o Almudena Grandes. También publica una colección de poesía que incluye a algunos de los más destacados poetas contemporáneos, de Francisco Brines a Eloy Sánchez Rosillo. Juan Cruz, sin embargo, aunque menciona, como asistentes a una fiesta, a Antonio Colinas y a Juan Luis Panero, no se ocupa de los poetas, que pueden dar prestigio al catálogo de una gran editorial, pero nunca contribuirán a sanear las cuentas.

            Tal limitación, el centrarse en un aspecto del mundo literario, no disminuye el interés de esta miscelánea, más bien lo aumenta para una mayoría de lectores, ya que solo se disfruta con el cotilleo cuando se refiere a autores que nos resultan familiares. Conviene señalar, sin embargo, que la literatura no está hecha únicamente de grandes ventas, contratos millonarios, editores que miman a unos pocos autores –su gallina de los huevos de oro-- organizándoles multitudinarias fiestas de cumpleaños o enviándoles inmensos ramos de flores o, más prosaicamente, “una caja llena de paquetes de fabes de Asturias, productos de categoría, distintas clases de arroces y garbanzos”, como cuenta Fernando Aramburu.

            Juan Cruz no se atiene al encargo, afortunadamente, y junto a la promoción de los autores de Tusquets y al incensario constante y algo agobiante de sus fundadores, vuelve a traer a colación los recuerdos de su etapa en Alfaguara y en El País. Añade además abundantes pasajes autobiográficos: su nacimiento en una casa sin libros, su temprana voracidad lectora, su primer viaje a una Barcelona que le deslumbró, el retrato agradecido de sus primeros maestros, como Domingo Pérez Minik.

            No siempre la generosidad y la capacidad de admiración de Juan Ruiz fue bien recompensada o siquiera agradecida. No faltó quien le viera como una especie de chico para todo del mundo de las letras, de asistente personal de grandes autores, de periodista cultural al servicio de determinadas editoriales. Un recuento de desdenes y malentendidos varios encontramos en “Fe de erratas”, donde no duda en repetir la frase venenosa que le dedicó Antonio Gala (ese autor que pasó, ya en vida, de la cima a la sima): “Todo tú eres una errata”. Y parece que no solo maltrataba con su lengua el endiosado y brillante Gala. Se cuenta que una vez le vieron recriminar a bastonazos a su secretario porque no había atendido con suficiente rapidez a un encargo suyo.

            Este libro de recuerdos es también, y quizá principalmente, un libro de entrevistas. Juan Cruz rescata algunas antiguas entrevistas y les añade otras realizadas especialmente para este libro. De Javier Marías nos encontramos con la primera que concedió, a los diecinueve años, tras la publicación de Los dominios del lobo, y en ella ya está él entero y verdadero. Bastantes de estas entrevistas resultan ejemplares, como las dedicadas a Almudena Grandes, Leonardo Padura o Cristina Fernández Cubas. Por cierto –hago aquí un inciso--, recuerdo que cuando le dieron el premio Príncipe de Asturias a Leonardo Padura uno de los miembros del jurado era Beatriz de Moura, su editora. En el gran mundo editorial nunca se prestó mucha atención a las incompatibilidades.

            De gran valor humano es el cuestionario al que responde Caballero Bonald, son casi sus últimas palabras, el único poeta que tiene un lugar en el libro, aunque más por sus novelas y por sus memorias que por su poesía. Y resultan prescindibles las conversaciones con alguna de las apuestas de Tusquets, que todavía solo son apuestas.

            Se habla varias veces en Secreto y pasión de la literatura de una figura más habitual en otras literaturas que en la nuestra: el “editor de mesa”, así se le llama, la persona que revisa el manuscrito con el autor y no solo sugiere correcciones de estilo, sino incluso supresiones y cambios en la estructura. El buen editor de mesa es figura tan rara como la del buen escritor y a él muchos autores de éxito le deben gran parte de su éxito. Beatriz de Moura, según se repite más de una vez, “era una editora con una gran visión de cómo tenía que ser un libro”. Pero, por tiempo y dedicación, el gran editor de mesa de Tusquets fue, y sigue siendo, Juan Cerezo. Rafael Reig declara al respecto: “A Juan Cerezo le llamo ‘mi coautor’, porque sin sus correcciones, sin lo que ha quitado y puesto en mis novelas, yo no sería nada”.

            Algo indulgente fue, si lo hubo, el editor de mesa de este libro. Un mínimo de rigor habría aconsejado suprimir párrafos en los que el educado autor solicita permiso para hacer esto o aquello: “Le pedí a Tusquets, a Josep María Ventosa, a Juan Cerezo, que para esta edición en la que quise que hubiera grandes de la literatura con los que, a lo largo del tiempo, me situé sobre todo como periodista, a veces como editor, me permitieran publicar en esta nueva versión de los egos una serie de conversaciones o entrevistas con un grupo de aquellos que han hecho la vida con esta editorial”. Dice lo que no importa a los lectores –no es el único caso-- con una redacción manifiestamente mejorable. Pero lo que nadie podrá negar a Juan Cruz es su pasión por la literatura y el cuidado con que nos revela algunos de sus secretos procurando siempre que nadie se sienta ofendido.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Relecturas: Volver a Carlos Pujol

 

Esta verdadera historia
Carlos Pujol
Pre-Textos. Valencia, 1999. 

Como crítico minucioso y atento, como prodigioso traductor que convierte en poesía propia la poesía ajena comienza su labor literaria Carlos Pujol, una labor iniciada en los años setenta y que se continúa, con igual dedicación, hasta nuestros días. Ejemplares resultan sus libros divulgativos sobre Balzac o Saint-Simon, sus versiones de Shakespeare, de Verlaine o de Ronsard.

A partir de 1981, con La sombra del tiempo , comienza el ya reconocido crítico su tarea de novelista; desde 1987, con Gian Lorenzo , la de poeta.

Muchas novelas lleva publicadas Carlos Pujol, y todas cortésmente elogiadas por la crítica, pero no falta quien le niegue su categoría de novelista; abundante es su obra poética igualmente, y muy similar la amable indiferencia con que ha solido ser recibida. ¿Injustamente? Tal vez, aunque no faltan razones para ello. Correcto, culto, sin dar nunca una nota discordante, las mismas cualidades que nos hacen apreciar tanto al Carlos Pujol ensayista y traductor le impiden quizás resultar memorable en su trabajo creativo. “Por delicadeza he perdido mi vida”, escribió Rimbaud y podía haberlo escrito, con iguales o mejores razones, Carlos Pujol.

Puede haber dudas sobre si Carlos Pujol es o no un auténtico novelista, pero de lo que no hay dudas después de leer Esta verdadera historia es de que es un poeta, no solo un laborioso y cultivado hombre de letras.

             Como una ambiciosa biografía en verso alejandrino, Gian Lorenzo nos cuenta la vida de Bernini– comenzó Pujol su obra poética, pero poco a poco ha ido aprendiendo a prescindir de pretextos culturalistas. Aunque no del todo: Retrato de París, aparecido este mismo año, es también una curiosa y sincopada biografía en verso, en este caso de la marquesa de Sévigné.

Esta verdadera historia continúa, sin indicarlo expresamente, un libro anterior, Conversación, de 1998. Como Antonio Machado, Pujol conversa en esos dos libros “con el hombre que siempre va consigo", recuerda o imagina retazos del tiempo ido, repasa un álbum de fotos familiares, ensaya posturas para aguardar la muerte. En la nota final a Conversación, nota que vale para los dos libros, leemos: "Versos, pues, quizás reiterativos, acaso monótonos, con una rara insistencia que no es deliberada en las mismas cosas. Se escribieron como dictados por alguien que aún no somos nosotros, aunque ya parezca un desconocido. Es posible que a eso se le pueda llamar poesía automática, no como experiencia verbal, sino como un campo más bien misterioso en el que manda una memoria oscura".

Son poemas, los de estos dos libros, intimistas, menos deliberados, menos conscientemente literarios que los de otros libros suyos, y de ahí sus logros y también sus deficiencias.

En Cuaderno de escritura , colección de aforismos publicada en 1988, afirma Carlos Pujol: "Sólo existe un buen método, el indirecto. Decir las cosas cara a cara es el suicidio del escritor". Pero también se puede abusar del método indirecto. A Pujol, al menos al Pujol poeta, le gusta jugar con la cultura del lector, convertir sus poemas en sofisticadas adivinanzas. En Retrato de París , un libro lleno de nombres propios, únicamente un nombre falta: el de madame de Sévigné, la protagonista (el lector común habría agradecido un pequeño prólogo o al menos una nota editorial). En Esta verdadera historia , entre las sombras de familia evocadas, aparece de pronto –en un poema sin título como todos los del libro– un “poeta joven famoso”, al que se nos describe básicamente “pelo negro y muy corto, bigotito / al uso de los tiempos de posguerra” y del que se nos va dando pequeños datos para que el lector le ponga nombre: José María Valverde. La manera indirecta de escribir de Carlos Pujol, y la manera escueta de publicar su poesía, deja fuera, voluntaria o involuntariamente, a muchos lectores, y no solo a los lectores desatentos. El poema, ya lo sabemos, se salva o se condena por sí mismo, pero son tantas las voces que nos hablan al mismo tiempo que es muy posible que no escuchemos a quien se dirige a nosotros en un educado susurro, lleno de sobreentendidos, aunque lo que diga sea importante.

Poesía fantasmagórica, deshilachada, con anécdotas de infancia, con personajes entrevistos, con alguna que otra música consabida (¿cuántas veces hemos oído eso de que “no había más verdad que la memoria / de lo que nunca habíamos vivido”?), la de Carlos Pujol, pero en la que de vez en cuando se escuchan –dándole peso a todo– “los mudos pasos de la muerte, / que es sabia, fraternal, bella y terrible, / y que espera a la vuelta de una página / para abrirnos la puerta”.

jueves, 21 de agosto de 2025

Relecturas: Españoles en Nueva York

 

Marcelino, muerte y vida de un payaso
Víctor Casanova Abós
Pregunta Ediciones. Zaragoza, 2017.

El payaso triste que protagoniza Candilejas , la película de Charles Chaplin, está inspirada en Marcelino Orbés, un cómic de origen español que hizo famoso el nombre de Marceline en Londres y en Nueva York a finales del siglo XIX y principios del XX. Chaplin, de niño, coincidió con él en un espectáculo londinense, y siempre lo admiró, lo mismo que Buster Keaton, que le tuvo como uno de sus maestros en el arte de hacer reír sin decir una palabra.

Fue, durante años, una estrella en el Hipódromo neoyorquino, el teatro-circo más grande del mundo, pero su último número lo desarrolló sin público. El 5 de noviembre de 1927 se levantó muy temprano, bastante antes del amanecer; colocado sobre la maleta, su único equipaje en aquella habitación de hotel, los recortes que hablaban de sus éxitos; luego se maquilló minuciosamente, como antes de cada actuación, se puso su traje de payaso, cogió una pistola, se arrodilló ante la especie de altar que resumía su vida y se pegó un tiro. Lo encontraron bastantes horas después. En el bullicioso Hotel Mansfield, muy cerca de Time Square, nadie había oído aquel disparo, aunque fuera de madrugada, y nadie se preocupaba de aquel cliente que vivía solo y no recibía visitas.

            En Marcelino, muerte y vida de un payaso, Víctor Casanova Abós reconstruye la historia de esta sombra desvanecida, una de tantas, en el mundo del espectáculo. El libro, como las falsas novelas de Javier Cercas, no nos cuenta solo el resultado de una investigación, sino cómo se lleva a cabo. Podía haberse titulado Marcelino y Víctor, dos españoles en Nueva York. El escritor es tan protagonista como el personaje.

            El procedimiento de contarnos el making off a la vez que la historia presuntamente principal resulta ya un tanto manido, pero Víctor Casanova acierta a darle un aire nuevo. Buena parte del atractivo de estas páginas proviene de la espontaneidad y la frescura con que el autor evoca su interés infantil por el circo, sus estudios, sus relaciones familiares. Nacido en 1987, oscense como Marceline (y de ahí su interés por esta figura recordada en un periódico local), fue a estudiar un máster de relaciones internacionales a la Universidad de Columbia y acabó quedándose en esa ciudad.

            El Nueva York de hace un siglo, cuando triunfaba en ella Marceline, y el de hoy mismo, cuando tantos jóvenes ambiciosos siguen tratando de abrirse camino en ella, es algo más que escenario de buena parte de las páginas del libro: otro de los protagonistas.

            La historia de Marceline se reconstruye a partir de las páginas que los principales diarios le dedicaron y de las alusiones que aparecen en las memorias de algunos que le conocieron, como Charles Chaplin. Pero esa es una historia externa, en la que no faltan las anécdotas inventadas con fines publicitarios. En alguna entrevista, cuenta Marceline que una vez salvó al rey niño Alfonso XIII de morir aplastado por un elefante y en otra que fue la única persona capaz de hacer reír al rey de Inglaterra.

            La historia verdadera apenas si podemos entreverla: una infancia dura, en la que quizá fue vendido a un circo (como era costumbre entonces) y maltratado en los entrenamientos para hacer su cuerpo flexible para las peligrosas acrobacias; un matrimonio fracasado, del que nos queda minuciosa constancia en la demanda de divorcio de los malos tratos que sufrió su esposa; varios negocios –uno de ellos un restaurante neoyorquino dedicado a la comida española–, en los que intentó invertir sin éxito sus ganancias; un resonante fracaso en La Habana, anticipo de la progresiva desatención del público, ganado ya por el cinematógrafo y otras formas de humor; el disparo final.

            El mayor espectáculo del mundo tenía un reverso de explotación y miseria que Víctor Casanova nos va desvelando poco a poco, consciente de que la sensibilidad actual hacia los animales y las leyes sobre la protección de la infancia harían imposibles muchos de los números de entonces.

            Por estas páginas, como en tantos espectáculos, cruza alguna estrella invitada. La más llamativa es la de Houdini, el experto en fugas, cuyo espíritu todavía siguen invocando sus fieles (en una de esas sesiones de espiritismo participó el autor del libro).

            Termina Marcelino, vida y muerte de un payaso con una visita al cementerio de Kensico, a cuarenta kilómetros de Nueva York, donde el payaso triste (valga la redundancia) reposa en una tumba sin nombre. Y ahí reaparece el recuerdo de otro payaso, Lluiset, que Víctor Casanova admiró de niño y al que fue a ver de mayor a Barcelona, donde seguía actuando a pesar del parkinson y de los ochenta años. Esa evocación se cruza con la de otra figura familiar, a la que está dedicado el volumen: “Sentirse vivos implica ser conscientes de nuestra fragilidad, y hay quienes deciden no esconderse ni darles la espalda. La última Navidad que pasamos juntos, mi madre compartió una cita con los más allegados: Estamos vivos hasta el último minuto”.

            Sin trampa ni cartón está escrito este libro, autobiografía e historia, investigación y diario íntimo, junta de sombras y autorretrato con amigos, fascinante novela sin ficción.