sábado, 25 de marzo de 2017

La luz con el tiempo dentro: Martín López-Vega y la elegía posmoderna


Obreros de la luz
Los poetas de la duración y la elegía posmoderna
Saltadera. Oviedo, 2017.

¿Es posible analizar académicamente, profesoralmente, a la poesía, o a la literatura en general, sin que pierda su capacidad de seducción y acabe convirtiéndose en un conjunto de palabras sin vida? ¿Es posible un libro sobre poesía que interese sobre todo a los lectores de poesía? En Obreros de la luz, Martín López-Vega dice pretender lo segundo, pero a menudo se siente tentado por lo primero. El resultado no puede ser más desigual en ambos casos.
            “A los libros de ensayos literarios que intentan resumir la poesía en definiciones y fríos análisis –afirma en el prólogo–, siempre he preferido aquellos en los que el autor se dejaba llevar por la intuición. La forma que uno tiene de leer poesía es muy parecida, casi siempre, a la forma de vivir la vida, y nadie quiere vivir la suya en una sala de autopsias”.
            No escasean por eso las referencias autobiográficas en el volumen. El capítulo “De la luz en la poesía” comienza refiriéndose a la “feliz rutina” en que se han convertido para él las visitas al Museo del Prado; el dedicado a Eugénio de Andrade, uno de los mejores del libro, evoca la visita al poeta y concluye citando la última carta que le escribió. Se alude también al encuentro con Seamus Heaney en Oviedo y al bar de Roma y que el autor frecuentaba durante su estancia en la Academia de España y al que Josph Brodsky dedicó un poema.
            Lo mejor de Obreros de la luz es lo que tiene de conversación con un excelente lector de poesía y de muestra antológica de la mejor poesía del siglo XX. Martín López-Vega nos ofrece, en traducción propia, poemas de autores bien conocidos, como los ya citados Andrade, Heaney y Brodsky, junto a otros nombres que suenan menos para el lector español, como la poeta sudafricana Gabebe Baderoon o el danés Henrik Nordbrandt. Desde este punto de vista, Obreros de la luz viene a ser como una versión abreviaba y comentada de sus antologías de poesía universal Equipaje de mano y Mapamundi. Como el poeta portugués Jorge de Sena, López-Vega parece haberlo leído todo, interesarse por todo, conocer todas las lenguas. No es así, evidentemente (las traducciones de  varias lenguas minoritarias tienen como intermedio el inglés), pero no hay duda de que Martín López-Vega es el poeta y el crítico menos localista, más atento a la poesía del mundo.
            Algo rechina, sin embargo, en Obreros de la luz. Al autor no le basta con el ensayismo de raíz autobiográfica y lleno de intuiciones felices. Parece incapaz de resistirse al demonio de la teoría, como si tratara de competir –aunque con mejor prosa– con las imprecisas generalizaciones de Vicente Luis Mora y otros afamados críticos de su generación.
            El subtítulo ya nos pone sobreaviso: “Los poetas de la duración y la elegía posmoderna”.
            El concepto de duración, nunca bien explicado, recorre el libro. Martín López-Vega lo toma de Bergson, quien lo popularizó en las primeras décadas del siglo XX. Pero del filósofo francés, en el texto y en la bibliografía, solo se cita un libro, Durée et simultanéité, que fue la polémica respuesta que dio a Einstein y a su teoría de la relatividad. La “duración” es el nombre que Bergson da al tiempo, un concepto para él mal entendido por la filosofía (rebate a todos los filósofos anteriores, especialmente a Kant) y por la ciencia (tanto por la ciencia tradicional como por las nuevas teorías de Einstein).
            La intuición filosófica de Bergson coincide con la de buena parte de los escritores del siglo XX. El mejor ejemplo lo constituye Marcel Proust y su En busca del tiempo perdido.
Martín López-Vega identifica “duración” con “intensidad”, con “plenitud” y con otras varias y confusas cosas. Los poetas de la duración serían así todos y no sería ninguno. Los ejemplos parecen caprichosos, el término más que un concepto riguroso resulta ser un vago pretexto para dar unidad a lo que no es más que sugerente divagación, como si eso fuera poco.
            Cuando el autor se pone estupendo y abandona su papel de buen lector y excelente divulgador para hacer afirmaciones generales, casi siempre patina: la poesía del siglo XX sería más fácil de traducir que la de siglos anteriores porque abandona la rima y la onomatopeya; la elegía clásica buscaba “consuelo a la muerte”, mientras que la elegía posmoderna “busca consuelo a muertes más pequeñas y cotidianas, a lugares abandonados, a personas que desaparecieron en algún recodo del camino, sin morir, pero que se han perdido al cabo como si lo hubieran hecho”; en el siglo XX, “el arte tuvo que mirar hacia fuera: la historia parecía hacerse sola”, mientras que “el siglo XXI, la historia está dentro, la cámara se gira para fijarse en nuestro ombligo: el artista como objeto y testigo al mismo tiempo” (¿la historia se hacía sola en el siglo XX, la guerra de Siria está dentro mientras que la de los Balcanes estaba fuera?).
            Acostumbrados al uso y abuso del término “posmoderno” (que nunca se defina con claridad y del que al parecer se puede afirmar cualquier cosa y la contraria), nos ponemos en guardia al verlo en el título, pero luego el libro nos ofrece algo más, bastante más, que vaguedades teóricas: un puñado de excelentes poemas comentados por uno de los mejores conocedores de la plural y plurilingüe poesía contemporánea.

sábado, 18 de marzo de 2017

Venecia revisitada


Notas sobre Venecia
Juan Lamillar
Fórcola. Madrid, 2017.

Todo se ha dicho sobre Venecia y todo está por decir. El poeta Juan Lamillar, visitante esporádico, turista que denigra a los turistas (según costumbre), ha querido hablarnos sobre todo de “la Venecia de la pintura, la música y los libros” en este caleidoscopio que puede ser leído comenzando por el paronomástico principio o por cualquier página sin que nos defraude nunca.
            Juan Lamillar es poeta de larga trayectoria, pero no ha querido excederse en excesos retóricos a la hora de hablar de una ciudad que tanto se presta a ello. Prefiere el dato exacto, la curiosidad erudita, la cita bien seleccionada. Notas sobre Venecia vale por una enciclopedia sobre Venecia, pero una enciclopedia compendiada, en miniatura, que cabe en el bolsillo y no se agota jamás.
            La aguda inteligencia de Juan Lamillar, también preciso ensayista, no le libra, sin embargo, de incurrir en alguno de los tópicos habituales al hablar de Venecia. El primero de ellos, el denuesto del turismo, esa avalancha siempre en aumento, y el lamento por la disminución de los habitantes de la ciudad, que corre el riesgo de convertirse en un parque temático.
            El otro tópico es el de ver a Napoleón solo como un Átila que causó todo el destrozo posible. Suprimió “cuarenta parroquias, destruyó ciento setenta y seis edificios religiosos y más de ochenta palacios” enumera Lamillar citando al historiador Peter Lauritzen. Napoleón quería convertir Venecia en una ciudad “como las demás”.
            Como todos los tópicos, ambos tienen parte de razón, pero no toda. Comencemos por el segundo. Sin las reformas napoleónicas, y las que siguieron en su estela (el gran puente del ferrocarril), Venecia no sería hoy una ciudad habitable. La Strada Nova o Via Garibaldi resultan, sin duda, menos pintorescas que las angostas callejuelas en las traseras de los palacios, pero permiten el paseo y la vida urbana. ¿Y es de lamentar que Napoleón eliminara tantas iglesias y palacios cuando la ciudad está aún llena de edificios ruinosos que nunca acaba por restaurar y de otros que solo cobran algo de vida cuando se alquilan para los eventos de la Biennale?
            Los venecianos, y los innumerables amantes de Venecia esparcidos por el mundo, sueñan con una ciudad sin turistas. Se parecen a la paloma de la parábola kantiana que se quejaba de la resistencia que el aire le ponía a su vuelo. Ignoraba que era precisamente esa resistencia la que le permitía volar.
            Venecia sin turistas hace tiempo que habría dejado de existir. Sería un deshabitado conjunto de ruinas, medio hundidas y cubiertas por la maleza, como otras islas de la laguna.
            Es el dinero que aportan los visitantes lo que mantiene al costoso artificio de Venecia en pie. Sin turistas, habrían echado el cierre los cafés con orquesta de la Piazza San Marco; habrían desaparecido las góndolas, a las que nunca sube ningún veneciano (salvo el gondolero); se habrían venido abajo los palacios convertidos en hoteles o museos, tan costosos de mantener; la mayoría de sus habitantes se habrían mudado ya a terra ferma, cansados de subir y bajar puentes, del acqua alta, de la falta de espacio, de que la mínima reforma resulte el doble de costosa que en cualquier otra parte. El pintoresquismo y la belleza que tanto admiran los que vienen de fuera y pasan en la ciudad solo unos días tiene esos inconvenientes. Otra cosa –censurable sin duda– es el avaricioso exceso sin control.
            Leyendo estas admirables Notas sobre Venecia, y otros libros sobre la ciudad, nos sorprende la casi total ausencia de nombres venecianos tras la caída de la República a finales del siglo XVIII. Ya no hay músicos, ni pintores, ni aventureros como Casanova que sorprendan al mundo. A partir del XIX quienes dan lustre a Venecia son lord Byron o John Ruskin, Marcel Proust o Henry James. Los venecianos de ese siglo, los venecianos posteriores no parecen pasar de glorias locales (quizá con la excepción de Hugo Pratt y su Corto Maltés). Venecia solo sigue teniendo resonancia universal, solo sigue triunfando en el imaginario colectivo gracias a los extranjeros que pasan por ella, como Hemingway o Brodsky, o que pasan sus últimos días en ella, como Pound.
            Fueron los viajeros, no los habitantes de Venecia, quienes permitieron que siguiera conservándose milagrosamente sobre las aguas cuando habían desaparecido las circunstancias que hicieron deseable esa insólita y casi imposible ubicación.
            Pero estas discrepancias, menos con Lamillar que con la topiquería habitual, en nada desmerecen el interés de un libro escrito con amorosa y nunca fatigosa erudición, la obra de un coleccionista de fotos antiguas, referencias literarias, música y pintura venecianas.

sábado, 11 de marzo de 2017

Javier Gomá, ejemplaridad e inmortalidad



La imagen de tu vida
Javier Gomá Lanzón
Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2017.


Javier Gomá Lanzón aspira a ocupar en la sociedad española el puesto que en su día se disputaron Ortega y d’Ors. Con ambos coincide en ambición, en ingenio y en brillantez expresiva. Es la suya una Filosofía mundana –así se titula el conjunto de sus “microensayos”, muchos de ellos espléndidos ejemplos de agudeza y precisión–, una filosofía que no se dirige a especialistas ni trata de abstrusos problemas ontológicos, sino que procura ofrecer alguna luz a las inquietudes del hombre y la mujer de hoy, de los ciudadanos de una sociedad democrática.
            Y lo hace con calidad de página –como los maestro del novecentismo– y con humor, rehuyendo tanto el patetismo como la solemnidad. La suya es una “literatura bien educada”, como él mismo indica en “Inconsolable”, el monólogo dramático que acompaña a los ensayos de La imagen de tu vida. Ese monólogo –que pronto llegará a los escenarios– basta para justificar el volumen y para otorgar a Javier Gomá un lugar de excepción entre los escritores contemporáneos. Escrito poco después de la muerte del padre, alterna emoción con inteligencia, anécdota con reflexión, y no faltan –a pesar de la gravedad del tema, o por eso mismo– las adecuadas notas de humor. Una obra maestra de cuarenta páginas que ningún hijo, ni ningún padre, debería dejar de leer.
            Los ensayos que lo preceden son otra cosa. Javier Gomá es doctor en Filosofía, doctor en no sé cuantas cosas, número uno en alguna difícil oposición (Eugenio d’Ors presumía de no haberse presentado nunca a ninguna oposición), pero su manera de argumentar está llena de descosidos.
            ¿Cómo puede el hombre vencer a la muerte?, se pregunta. Y trata de responder –como en toda su obra ensayística– desde la racionalidad, no desde la fe, aunque él (lo indica al pasar en un momento de “Inconsolable”) sea creyente. De dos maneras: mediante la obra de arte y mediante la imagen de nuestra propia vida que entregamos a título póstumo a la posteridad.
            Dejemos de un lado la primera cuestión, incuestionable (Velázquez o Picasso, Quevedo o Unamuno perduran en su obra), y vayamos con la segunda, que es la única que, según Gomá, está al alcance de todos los mortales. ¿Pero garantiza una vida ejemplar perdurar en la memoria, sobrevivir en la memoria de los otros? Para Javier Gomá, sí: en el hombre común, “cabeza responsable y profesional competente que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada posiblemente monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad”, reverberaría la gloria de los antiguos héroes. Es posible, pero no le garantizaría perdurar en la memoria de los héroes, al contrario de lo que ocurre con otros personajes, como Hitler, o por citar un ejemplo que sin duda Gomá conoce bien (es director de la Fundación que lleva su nombre) el contrabandista y empresario sin demasiados escrúpulos morales, don Juan March.
            Como paradigma de ejemplaridad se refiere Gomá a Aquiles (ya le dedicó el título inicial de su tetralogía sobre la ejemplaridad), pero para conseguir la fama póstuma se puede ser un héroe, como Aquiles, o un Eróstrato, el hombre que para perdurar en la memoria destruyó una de la maravillas de la antigüedad, el templo de Diana, y no hay duda de que consiguió su propósito.
            Aquiles, para Homero “el mejor de los aqueos”, personifica para Javier Gomá “la ejemplaridad perfecta”. Cuesta encontrar esa ejemplaridad, verlo como “el mejor de los hombres”, como afirma una y otra vez Gomá. Cierto que abandona la seguridad del gineceo, donde le ha escondido su madre Tetis, para afrontar el riesgo de la guerra de Troya, una caprichosa guerra de conquista basada en un pretexto fútil (la historia de Elena), pero es que además deja de luchar en cuando no esta de acuerdo con el reparto del botín, importándole poco la gloria de los griegos, y solo vuelve a la batalla para vengar a un amigo. Quizá Héctor resulte una figura más ejemplar. Para Gomá, Aquiles sigue siendo un ejemplo: “Quien en nuestros días recorre el camino desde la eternidad a la mortalidad imita a Ulises y actualiza, en tonos más cotidianos, pero no menos heroicos, la gesta gloriosa del mejor de los hombres”. Olvida Gomá que, al contrario que Aquiles, los humanos, para dejar de ser eternos, no tenemos que abandonar ningún gineceo: ya lo somos de nacimiento. La ejemplaridad de Aquiles –y le ha dedicado todo un libro– carece de sentido para el hombre contemporáneo: Aquiles resulta memorable por los versos de Homero, solo por ellos.
            La falta de rigor conceptual del excelente escritor que es Javier Gomá queda especialmente de relieve en el capítulo que dedica a la ejemplaridad de Cervantes. Su manera de razonar consiste en enhebrar citas de autoridades que nunca pone en cuestión. Un ejemplo. Para demostrar su afirmación de que el pensamiento español se caracteriza, no por “la razón pura germánica”, sino por la creación de mitos, cita a José Luis Abellán, para quien hemos elaborado “algunos de los mitos más importantes de la cultura occidental”: los de Santiago Matamoros, el Cid Campeador, la Celestina, don Juan, el “buen salvaje”, don Quijote, la España ideal y, sobre todo, el mito de Cristo. Nada tiene que objetar Javier Gomá a esa enumeración caótica. ¿El mito de Santiago Matamoros es uno de los más importantes para la civilización occidental? Donald Trump y Marine Lepen sin duda estarían de acuerdo. Pero nadie aceptaría como tal a una vieja alcahueta, por valiosa que sea la obra que cuenta su historia. ¿Y la España ideal? ¿Por qué es más importante que la Francia o la Cataluña ideal? Y la presunta creación por España del mito de Cristo requeriría una explicación. 

sábado, 4 de marzo de 2017

Poemas al padre


Tu sangre en mis venas
Edición de Enrique García-Máiquez
Renacimiento. Sevilla, 2017.

¿Quién no ha escuchado alguna vez la queja de que se publican demasiadas antologías? Es casi un lugar común en los estudios sobre poesía española contemporánea. Yo creo, sin embargo, que se publican pocas y no siempre con el criterio adecuado. Una antología no es un centón ni un libro colectivo: se define tanto por las presencias como por las ausencias.
            Una antología –temática, de época, generacional, de autor– es quizá el modo más adecuado de publicar poemas, de acercarlos en libro al lector. Lo era en el siglo de Oro, lo sigue siendo hoy.
            Tu sangre en mis venas inicia las selecciones temáticas en una colección dedicada hasta ahora a las antologías de un solo poeta. Los poemas dedicados al padre resultan menos frecuentes que los dedicados al hijo, aunque en los últimos años se han convertido casi en una moda.
            El antólogo no podía haber sido elegido con más tino: Enrique García-Máiquez –prolífico poeta, articulista, diarista– ha hecho de la vida familiar uno de los principales  núcleos temáticos de su obra literaria (véase su reciente Un largo etcétera). Y sin embargo…
            Pero, antes de los “sin embargo”, enumeremos algunas de las memorables maravillas que puede encontrarse el lector en este elegante vademecum que se centra en la poesía de lengua española, o de algunas de las lenguas españolas, del siglo XX. La primera de todas es bien conocida. Se trata del soneto de Antonio Machado en que habla de la luz de Sevilla y del palacio en que nació, con su rumor de fuente, y del padre aún joven en su despacho que alza los ojos y mira piadosamente la cabeza ya cana del poeta. Muy distinto, pero igualmente inolvidable, resulta otro bastante menos conocido, “Mallorca revisited”, de Miguel Ángel Velasco, impactante como un inesperado puñetazo.
            Algunos lectores jugarán a contraponer los poemas de dos hermanos, Juan Luis y Leopoldo María Panero, tan lleno de precisos detalles uno, tan exasperadamente divagatorio el otro. Ejemplifican dos maneras contrapuestas de entender la poesía.
            Carlos Sahagún, más lírico, Miguel d’Ors o Fernando Ortiz, más anecdóticos, firman otros poemas memorables. Y como en todas las antologías temáticas nos sorprende el rescate de algún poeta olvidado. Es el caso de Eladio Cabañero.
            Y sin embargo… El prólogo, que entremezcla algo confusamente las referencias al tema del padre en la literatura con la justificación de inclusiones y exclusiones, no se libra de algún descuido: habla de un inexistente Vicente Piquero (¿Juan Vicente Piqueras?), le atribuye a Amado Nervo versos de Gabriel y Galán, entiende al revés el poema que incluye de Felipe Benítez Reyes (no habla de un padre “inexistente”, sino de un hijo). Pero eso son reparos menores, que no disminuyen las inteligentes o ingeniosas observaciones que encontramos en sus páginas.
            Según avanza la antología, ordenada cronológicamente (se inicia con Unamuno, concluye con el asturiano Rodrigo Olay), da la impresión de que disminuyen las exigencias estéticas y que los poemas se incluyen porque solo porque tratan del tema del padre, aunque sea muy de pasada, en contra de lo que se dice en la introducción (es el caso de Eloy Sánchez Rosillo o de Ignacio Peyró).
            Las exclusiones notables, varias de ellas mencionadas por el antólogo, se explicarían por problemas para obtener el permiso por parte de los propietarios de los derechos de autor. Se da así la paradoja de que no se incluya “La lluvia”, el espléndido soneto de Borges en que escucha la voz de su padre, “que vuelve y que no ha muerto”, pero que cualquier lector pueda encontrarlo de inmediato en Internet. Habría que revisar urgentemente ciertas leyes de la propiedad literaria: el poema breve –el poema que cabe en la memoria agradecida del lector– debería poder volar libremente.  
            Un tema de siempre, el del padre, que en nuestro tiempo adquiere matices nuevos. Los poemas de José Luis Parra y Mario Míguez se ocupan de los problemas de la vejez y de la dependencia. El poema en prosa de José Luis Parra utiliza la técnica de engaño-desengaño, de la que habló Bousoño, y es una escueta obra maestra; Mario Míguez resulta algo divagatorio y moralizante.
            Un tema que algunas veces, pocas, se desliza hacia el reproche y el ajuste de cuentas (Javier Salvago). Al tratar de la muerte del padre, cosa que ocurre con frecuencia, no siempre se evita (Manrique resulta, en este aspecto, ejemplar) incurrir en la falacia patética.
            Una antología temática debería incluir solo los mejores poemas (sean de autores conocidos o desconocidos) sobre un determinado asunto. Lo más habitual, sin embargo (a la memoria me viene la de Julio Neira sobre Nueva York, por otra parte en absoluto desdeñable), es incluir todos los poemas que se han podido encontrar sobre el tema e incluso les pide a los poetas amigos que escriban algo sobre él. Enrique García-Máiquez con Tu sangre en mis venas parece haber optado por el camino de en medio. Un puñado de excelentes poemas, algunos una sorpresa incluso para los lectores habituales de poesía, justifican con creces el volumen.