Obreros de la luz
Los poetas de la duración y la elegía posmoderna
Saltadera. Oviedo,
2017.
¿Es posible analizar académicamente, profesoralmente, a la
poesía, o a la literatura en general, sin que pierda su capacidad de seducción
y acabe convirtiéndose en un conjunto de palabras sin vida? ¿Es posible un
libro sobre poesía que interese sobre todo a los lectores de poesía? En Obreros de la luz, Martín López-Vega
dice pretender lo segundo, pero a menudo se siente tentado por lo primero. El
resultado no puede ser más desigual en ambos casos.
“A los
libros de ensayos literarios que intentan resumir la poesía en definiciones y
fríos análisis –afirma en el prólogo–, siempre he preferido aquellos en los que
el autor se dejaba llevar por la intuición. La forma que uno tiene de leer
poesía es muy parecida, casi siempre, a la forma de vivir la vida, y nadie
quiere vivir la suya en una sala de autopsias”.
No escasean
por eso las referencias autobiográficas en el volumen. El capítulo “De la luz
en la poesía” comienza refiriéndose a la “feliz rutina” en que se han
convertido para él las visitas al Museo del Prado; el dedicado a Eugénio de
Andrade, uno de los mejores del libro, evoca la visita al poeta y concluye citando
la última carta que le escribió. Se alude también al encuentro con Seamus Heaney
en Oviedo y al bar de Roma y que el autor frecuentaba durante su estancia en la
Academia de España y al que Josph Brodsky dedicó un poema.
Lo mejor de
Obreros de la luz es lo que tiene de
conversación con un excelente lector de poesía y de muestra antológica de la
mejor poesía del siglo XX. Martín López-Vega nos ofrece, en traducción propia,
poemas de autores bien conocidos, como los ya citados Andrade, Heaney y
Brodsky, junto a otros nombres que suenan menos para el lector español, como la
poeta sudafricana Gabebe Baderoon o el danés Henrik Nordbrandt. Desde este
punto de vista, Obreros de la luz viene
a ser como una versión abreviaba y comentada de sus antologías de poesía universal
Equipaje de mano y Mapamundi. Como el poeta portugués Jorge
de Sena, López-Vega parece haberlo leído todo, interesarse por todo, conocer
todas las lenguas. No es así, evidentemente (las traducciones de varias lenguas minoritarias tienen como intermedio
el inglés), pero no hay duda de que Martín López-Vega es el poeta y el crítico
menos localista, más atento a la poesía del mundo.
Algo
rechina, sin embargo, en Obreros de la
luz. Al autor no le basta con el ensayismo de raíz autobiográfica y lleno
de intuiciones felices. Parece incapaz de resistirse al demonio de la teoría,
como si tratara de competir –aunque con mejor prosa– con las imprecisas
generalizaciones de Vicente Luis Mora y otros afamados críticos de su
generación.
El
subtítulo ya nos pone sobreaviso: “Los poetas de la duración y la elegía
posmoderna”.
El concepto
de duración, nunca bien explicado, recorre el libro. Martín López-Vega lo toma
de Bergson, quien lo popularizó en las primeras décadas del siglo XX. Pero del
filósofo francés, en el texto y en la bibliografía, solo se cita un libro, Durée et simultanéité, que fue la
polémica respuesta que dio a Einstein y a su teoría de la relatividad. La
“duración” es el nombre que Bergson da al tiempo, un concepto para él mal
entendido por la filosofía (rebate a todos los filósofos anteriores,
especialmente a Kant) y por la ciencia (tanto por la ciencia tradicional como
por las nuevas teorías de Einstein).
La
intuición filosófica de Bergson coincide con la de buena parte de los
escritores del siglo XX. El mejor ejemplo lo constituye Marcel Proust y su En busca del tiempo perdido.
Martín López-Vega identifica
“duración” con “intensidad”, con “plenitud” y con otras varias y confusas
cosas. Los poetas de la duración serían así todos y no sería ninguno. Los
ejemplos parecen caprichosos, el término más que un concepto riguroso resulta
ser un vago pretexto para dar unidad a lo que no es más que sugerente
divagación, como si eso fuera poco.
Cuando el
autor se pone estupendo y abandona su papel de buen lector y excelente
divulgador para hacer afirmaciones generales, casi siempre patina: la poesía
del siglo XX sería más fácil de traducir que la de siglos anteriores porque
abandona la rima y la onomatopeya; la elegía clásica buscaba “consuelo a la
muerte”, mientras que la elegía posmoderna “busca consuelo a muertes más
pequeñas y cotidianas, a lugares abandonados, a personas que desaparecieron en
algún recodo del camino, sin morir, pero que se han perdido al cabo como si lo
hubieran hecho”; en el siglo XX, “el arte tuvo que mirar hacia fuera: la
historia parecía hacerse sola”, mientras que “el siglo XXI, la historia está
dentro, la cámara se gira para fijarse en nuestro ombligo: el artista como
objeto y testigo al mismo tiempo” (¿la historia se hacía sola en el siglo XX,
la guerra de Siria está dentro mientras que la de los Balcanes estaba fuera?).
Acostumbrados
al uso y abuso del término “posmoderno” (que nunca se defina con claridad y del
que al parecer se puede afirmar cualquier cosa y la contraria), nos ponemos en
guardia al verlo en el título, pero luego el libro nos ofrece algo más,
bastante más, que vaguedades teóricas: un puñado de excelentes poemas
comentados por uno de los mejores conocedores de la plural y plurilingüe poesía
contemporánea.