Notas sobre Venecia
Juan Lamillar
Fórcola. Madrid,
2017.
Todo se ha dicho sobre Venecia y todo está por decir. El
poeta Juan Lamillar, visitante esporádico, turista que denigra a los turistas
(según costumbre), ha querido hablarnos sobre todo de “la Venecia de la
pintura, la música y los libros” en este caleidoscopio que puede ser leído comenzando
por el paronomástico principio o por cualquier página sin que nos defraude
nunca.
Juan
Lamillar es poeta de larga trayectoria, pero no ha querido excederse en excesos
retóricos a la hora de hablar de una ciudad que tanto se presta a ello.
Prefiere el dato exacto, la curiosidad erudita, la cita bien seleccionada. Notas sobre Venecia vale por una
enciclopedia sobre Venecia, pero una enciclopedia compendiada, en miniatura,
que cabe en el bolsillo y no se agota jamás.
La aguda
inteligencia de Juan Lamillar, también preciso ensayista, no le libra, sin
embargo, de incurrir en alguno de los tópicos habituales al hablar de Venecia.
El primero de ellos, el denuesto del turismo, esa avalancha siempre en aumento,
y el lamento por la disminución de los habitantes de la ciudad, que corre el
riesgo de convertirse en un parque temático.
El otro
tópico es el de ver a Napoleón solo como un Átila que causó todo el destrozo
posible. Suprimió “cuarenta parroquias, destruyó ciento setenta y seis
edificios religiosos y más de ochenta palacios” enumera Lamillar citando al
historiador Peter Lauritzen. Napoleón quería convertir Venecia en una ciudad
“como las demás”.
Como todos
los tópicos, ambos tienen parte de razón, pero no toda. Comencemos por el
segundo. Sin las reformas napoleónicas, y las que siguieron en su estela (el
gran puente del ferrocarril), Venecia no sería hoy una ciudad habitable. La
Strada Nova o Via Garibaldi resultan, sin duda, menos pintorescas que las
angostas callejuelas en las traseras de los palacios, pero permiten el paseo y
la vida urbana. ¿Y es de lamentar que Napoleón eliminara tantas iglesias y
palacios cuando la ciudad está aún llena de edificios ruinosos que nunca acaba
por restaurar y de otros que solo cobran algo de vida cuando se alquilan para
los eventos de la Biennale?
Los
venecianos, y los innumerables amantes de Venecia esparcidos por el mundo,
sueñan con una ciudad sin turistas. Se parecen a la paloma de la parábola
kantiana que se quejaba de la resistencia que el aire le ponía a su vuelo.
Ignoraba que era precisamente esa resistencia la que le permitía volar.
Venecia sin
turistas hace tiempo que habría dejado de existir. Sería un deshabitado
conjunto de ruinas, medio hundidas y cubiertas por la maleza, como otras islas
de la laguna.
Es el
dinero que aportan los visitantes lo que mantiene al costoso artificio de
Venecia en pie. Sin turistas, habrían echado el cierre los cafés con orquesta
de la Piazza San Marco; habrían desaparecido las góndolas, a las que nunca sube
ningún veneciano (salvo el gondolero); se habrían venido abajo los palacios
convertidos en hoteles o museos, tan costosos de mantener; la mayoría de sus
habitantes se habrían mudado ya a terra
ferma, cansados de subir y bajar puentes, del acqua alta, de la falta de espacio, de que la mínima reforma
resulte el doble de costosa que en cualquier otra parte. El pintoresquismo y la
belleza que tanto admiran los que vienen de fuera y pasan en la ciudad solo
unos días tiene esos inconvenientes. Otra cosa –censurable sin duda– es el
avaricioso exceso sin control.
Leyendo
estas admirables Notas sobre Venecia,
y otros libros sobre la ciudad, nos sorprende la casi total ausencia de nombres
venecianos tras la caída de la República a finales del siglo XVIII. Ya no hay
músicos, ni pintores, ni aventureros como Casanova que sorprendan al mundo. A
partir del XIX quienes dan lustre a Venecia son lord Byron o John Ruskin,
Marcel Proust o Henry James. Los venecianos de ese siglo, los venecianos
posteriores no parecen pasar de glorias locales (quizá con la excepción de Hugo
Pratt y su Corto Maltés). Venecia solo sigue teniendo resonancia universal,
solo sigue triunfando en el imaginario colectivo gracias a los extranjeros que
pasan por ella, como Hemingway o Brodsky, o que pasan sus últimos días en ella,
como Pound.
Fueron los
viajeros, no los habitantes de Venecia, quienes permitieron que siguiera
conservándose milagrosamente sobre las aguas cuando habían desaparecido las
circunstancias que hicieron deseable esa insólita y casi imposible ubicación.
Pero estas
discrepancias, menos con Lamillar que con la topiquería habitual, en nada
desmerecen el interés de un libro escrito con amorosa y nunca fatigosa
erudición, la obra de un coleccionista de fotos antiguas, referencias
literarias, música y pintura venecianas.
Admirable, como de costumbre, el texto. Un mínimo reparo: lo de "excederse en excesos". Pero insisto en lo de "mínimo".
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