jueves, 26 de enero de 2023

Humano enigma

 

Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito
Cristina Piña – Patricia Venti
Lumen. Barcelona, 2022.

Toda vida, si se mira de cerca, es un enigma. Puede interesarnos más o menos la poesía de Alejandra Pizarnik, pero es imposible sustraerse a la fascinación del personaje. Cristina Peña, autora en 1991 de su primera biografía, señaló que indagar sobre ella, tratar de descubrir su verdad, fue como “profanar el tótem de una secta sagrada”.

            Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aire en 1936, hija de una familia de emigrantes judíos procedentes de Ucrania. El apellido se cambió al llegar a Argentina (los familiares que quedaron en Europa se siguieron llamando Pozarnik) y el nombre de la poeta, originariamente Flora, lo sustituyó por el más sonoro de Alejandra a la adolescencia.

            Para escribir esta nueva biografía, escrita en colaboración con Patricia Venti, Cristina Peña ha contado con abundante material que en 1991 era desconocido: nuevos y más abundantes testimonios orales, un epistolario muy enriquecido y, fundamentalmente, el diario de la poeta.

            Pero el enigma de su vida, como quizá el de cualquier vida, sigue siendo irresoluble. Abundan las contradicciones entre los datos externos y el diario íntimo. Desde muy pronto, Alejandra fue dada a la fabulación. Su padre era joyero, un joyero que vendía su mercancía de casa en casa y a plazos. Alejandra contaba que había sido “joyero del zar”.

            En la infancia de la poeta no parece haber habido nada de extraordinario, según el testimonio de su hermana y las amigas de entonces. Una infancia feliz en una familia de emigrantes que pronto consiguió un cierto acomodo económico y que se preocupaba, cosa no muy frecuente entonces, de la educación de las hijas. Ella, si embargo, la recordaría en su diario de otra manera: “Pero lo que te hicieron tus padres es inenarrable. Pensar en mi infancia es obligarme a odiarlos. ¿Cómo es posible que hayan carecido absolutamente de recursos mentales y afectivos para hacernos sufrir tanto a Myriam y a mí?”. De su madre dice que la castigaba “con látigos y palos”, que la pegaba incansable hasta dejarla abandonada en un rincón “con el cuerpecito dolorido”.

            A partir de esta contradicción, según las autoras de la biografía, no podemos decir nada con seguridad de los padres de la poeta: “buenos y generosos” para una de las hermanas; atormentadores, sobre todo la madre, para la otra. Y lo mismo ocurre con otros aspectos fundamentales de su biografía.

            Alejandra Pizarnik cambió de carácter al llegar a la adolescencia, y algo tuvo que ver con ello el consumo de anfetaminas —a las que se habituó desde muy pronto—, entonces legales y presentes en ciertos medicamentos contra la obesidad. Su adicción fue creciendo. Sus amigos llamaban la Farmacia a los apartamentos en que vivió “por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaban de su botiquín”.

            El combate con sus demonios interiores —de los que dejó constancia en su diario— no le impidió ocuparse con la mayor lucidez posible de la realización de su obra poética y de la promoción de la misma. Cuidaba mucho las relaciones literarias y sociales. Durante su estancia en París —el gran  sueño de cualquier escritor latinoamericano— procuró acercarse a todos los nombres importantes: consiguió que Octavio Paz escribiera el prólogo de uno de sus libros, se hizo amiga de Cortázar; en Buenos Aires, se acercó al círculo de Oliverio Girondo, las Ocampo o Mujica Láinez. “Hay muchas personas —indican las biógrafas— que insisten en este aspecto, al que entienden como una búsqueda del poder, la fama y los contactos, una astuta manera de vincularse y cultivar las relaciones más prestigiosas y convenientes, haciéndose amiga de los miembros de los círculos más elevados —social y culturalmente— del campo intelectual”.

            Eso era verdad y también su creciente incapacidad para la vida práctica. Antes del último y definitivo, hubo dos intentos de suicidio, el internamiento en una clínica psiquiátrica, la formación de una pequeña corte que la jaleaba en su deslizamiento hacia el precipicio. Poesía y locura, a partir del romanticismo, han tendido a considerarse como hermanas gemelas. Para algunos fue la pasión absoluta por la poesía la que llevó a Alejandra Pizarnik a la destrucción.

            Pero ella quiso poner toda su lucidez en su obra, mantenerla al margen. Corregía al máximo sus poemas (y ejercía lo que podríamos llamar autocensura: alguna vez “ella” se convirtió en “él”: Alejandra era bisexual, pero sus parejas fueron siempre mujeres), traducía con rigor, escribió muy precisas reseñas (sobre todo en la revista Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura en la que trabajó un tiempo).

            En los últimos años, ese control se fue aflojando y todo lo que ocultaba —toda su confusión y sus fantasmas— se desbordaron tras la muerte con la sucesiva aparición de textos inéditos. Hoy quizá interesa tanto o más el personaje, o el símbolo en que se ha convertido el personaje, que su obra, aunque sus mejores poemas —de herencia surrealista, pero con la concisión de Emily Dickinson— no dejan de deslumbrarnos: “extraña que fui / cuando vecina de lejanas lunes / atesoraba palabras muy puras / para crear nuevos silencios. 

            Quería y no quería morir. Pidió ayuda tras sus dos primeros intentos de suicidio y esa ayuda llegó a tiempo. No ocurrió así con el tercero. De madrugada, telefoneó tres veces a un amigo. Estos son los mensajes que le dejó: “Antonio, me tomé una sobredosis de pastillas, ayúdame”: “Antonio, por favor, me siento muy mal; “Antonio, llámame”. El amigo, Antonio López Crespo, no los escuchó hasta el día siguiente, cuando ya era tarde.

            Esta indagación en la “biografía de un mito” interesa no solo a quienes tienen a Alejandra Pizarnik por una de las grandes poetas de nuestro tiempo (las páginas dedicadas a analizar su poesía son quizá las más prescindibles). Importa la reconstrucción de una época, con sus toques costumbristas, y, sobre todo, el humano enigma que la protagoniza.



 

 

 

 

jueves, 19 de enero de 2023

Canción herida

 

La hora del lobo
José Mateos
Pre-Textos. Valencia, 2022.

“La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”, escribió Vicente Gaos. Pero la literatura como desahogo, como consuelo personal, suele ser mala literatura, “Cuando siento, no escribo” afirmó Bécquer, al que muchos tienen como paradigma del poeta romántico que muestra su corazón al desnudo. La poesía para el que la escribe no es una terapia ni un ejercicio de autoayuda. El poema que emociona al lector se escribe con la cabeza fría.

            Conviene desconfiar de los poemas que tienen su origen en una grave enfermedad, la muerte de un familiar cercano, un atentado terrorista o una catástrofe humanitaria. Lo que nos conmueve en esos casos no suele estar en el verso sino en la circunstancia de la que parte.

            Comenzamos a leer La hora del lobo, de José Mateos, versos de hospital, versos de enfermedad y convalecencia, con una cierta prevención. Desaparece pronto. En este puñado de poemas memorables, no hay melodramatismo ni apenas anécdota, tampoco reflexión más o menos trascendental. “Canción” se titula alguno y un aire de canción hay en todos, aunque la métrica no siempre sea cancioneril. Detrás está la poesía popular y está Bécquer y el Juan Ramón y el Machado que vienen de Bécquer, pero sin mimetismo ni ejercicio libresco. La poesía de José Mateos tiene una levedad y una hondura absolutamente suyas, inconfundibles. A ratos nos recuerda a otro poeta que llegó al límite del despojamiento y la transparencia, Eugénio de Andrade. Como ejemplo, copio el poema escrito “En una servilleta de hospital” (ese es su título): “No vengas esta noche, / no saltes la muralla. / Otoño trae el anuncio / de los cielos que arden, / y a la fuente han venido / algunos ruiseñores. / No los espantes”.

            Varios poemas “En una piedra asiria”, “Oración fúnebre”, “Epitafio cristiano”— son variaciones sobre distintas maneras de acercarse al hecho más inconcebible, el de la propia muerte. Hay también unas “Cartas a Li Po” en la primera parte del libro, la titulada “Dentro”, la más sombría, la más propicia a la falacia patética. El título nos remite a José Corredor-Matheos, cuya Carta a Li Po inauguró una nueva manera de hacer en este poeta del cincuenta hasta entonces un tanto enredado con la retórica de la época. Son poemas que, como excepción, se aproximan al pastiche —“mi barca es de bambú y esparto”— y que no desdeñan el acierto imaginativo entre el haiku y la greguería: “Lanzo mi caña / sobre el agua pulida, / tersa como un espejo / y rompo en mil pedazos una estrella”. Pero no disuenan, como no disuenan las poco esperadas referencias a Cavafis (“Recuerda, cuerpo”) o a García Baena.

            Aunque no escasean los poemas antológicos en la primera parte —“Buenas noches” es otro que podríamos citar—, quizá abundan más en la segunda, “Fuera”, de lenta reconquista del mundo. José Mateos, además de poeta, narrador, ensayista, además de haber hecho alguna incursión en el teatro, es también pintor. Algunos poemas parecen hechos con rápidas pinceladas de acuarelista. “Mediodía en Zahara”, por ejemplo, con su luz que estalla en la arena, sus camisas blancas que danzan al viento, sus barcas dormidas, sus gaviotas que labran el azul del cielo, tópicos que en José Mateos dejan de serlo sin dejar de serlo. El estribillo del poema repite “no, no es eso”. Lo que seduce al poeta, lo que trata de llevar al poema, es algo que está detrás de lo que ve.

“Un bodegón” explicita desde el título el modelo pictórico: “El botijo de barro / donde el agua se siente / como en casa. / La mesa / de madera pulida / por manos que se hundieron / hace tiempo en la muerte. / Y unas verduras: nabos, / cebollas y tomates / con formas de planetas”. Apenas una enumeración de objetos cotidianos sobre una mesa. No serían nada sin la mirada que les otorga su plena significación: “El pincel que ha devuelto / la vibración primera / de esta vida en penumbra / lo dice claramente. / Dice: Benditos sean”. Como un bodegón puede considerarse también “Anacreonte en la Carrandana”, bodegón y acuarela: “Sobre la mesa, un cacho de pan blanco, / vasos de vino, un cuenco de aceitunas… / A lo lejos, el sol que cae a plomo / por cortijos de cal y viñas verdes. / Junio, qué bien se está a tu sombra / rodeado de amigos / cuando todo es presente / y hasta es posible que morir no importe”.

En “Retrato de Miguelito” se atreve a imaginar a Dios de la manera más contraria al ser todopoderoso de las diversas religiones. Choca en este poema una expresión antes habitual y hoy considerada, con razón, ofensiva. No disuena, en cambio, esa mosca que, en otro de los poemas, vuela en el silencio de la biblioteca.   

            Poeta realista José Mateos, poeta que escribe con las palabras de todos los días, pero al que lo que más importa es lo que está al otro lado de la realidad. Poeta religioso, pero no explícitamente confesional, al menos en este libro: “Es tan viejo y lejano / lo que narran los libros / —al tercer día el trueno / y un sepulcro vacío— / que apenas si nos sirve / de cuento para niños”. Sabe que Dios es el nombre que el ser humano da al misterio, que las grandes preguntas son preguntas sin respuesta: “¿No hay salvación entonces? / ¿Solo tienen sentido / la tumba y la carroña? / ¿Es tan solo un capricho / del mar este destello / en el mar infinito?”. La “Canción de Pascua”, de la que proceden estos versos, puede entenderse como una variación de la rima VIII: “En el mar de la duda en que bogo / ni aun sé lo que creo; / sin embargo estas ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí dentro”. José Mateos se responde a las preguntas que copiábamos antes con versos que tiene un eco del “invisible anillo” que une a Bécquer con el Machado de Soledades: “Y, sin embargo, a veces / latiendo en lo más íntimo, / quién no sintió ese asombro / que es como un eco: un hilo / que nos vincula a un mundo / más allá de uno mismo”.


 

jueves, 12 de enero de 2023

En vivo y en directo

 

De guerra, revolución y otros artículos
Sofía Casanova
Edición de Amelia Serraller Calvo
La Umbría y la Solana / Los libros de frontera d. Madrid, 2022.

Entre los grandes periodistas de los años veinte, había una mujer que tuvo tanta fama en su tiempo como los Julio Camba o los Chaves Nogales, pero mucha menos reconocimiento posterior. Vivió casi cien años, estuvo en el centro de algunos de los acontecimientos más trascendentales del siglo XX y supo contar lo que vio con una verdad y una atención al detalle que todavía nos atrapa desde la primera línea.

            La vida de Sofía Casanova  (1861-1958) da, no para una, sino para varias novelas. Se inició en la vida literaria como precoz poeta, apadrinada por Campoamor, y leyó sus poemas ante Alfonso XII; escribió novelas de corte autobiográfico, no exentas de interés, pero lo más perdurable de su obra son las crónicas que, como corresponsal de guerra, envió para el diario ABC a partir de 1914. Comenzaron como una carta noticiosa a su familia, que llegó a manos del director del periódico; este decidió publicarla y firmarle un contrato de inmediato a la autora. Durante veinte años, hasta el comienzo de la guerra civil, su artículos alternaron con los de los más afamados escritores de entonces y fueron recogidos en libro: De la guerra (1916), De la revolución rusa (1917), La revolución bolchevista (1920).

            Sofía Casanova se casó con un profesor polaco y buena parte de su vida transcurrió en Polonia o en Rusia, acompañando a su marido en sus diversos destinos. Tuvo un conocimiento de la realidad europea poco frecuente en los españoles de su tiempo,

Si abundan las crónicas de la Gran Guerra, no son tan frecuentes las de la Revolución Rusa vista por ojos occidentales. De ahí el perenne atractivo de La revolución bolchevista, que ya contó con una reedición, en 1989, acompañade de un excelente estudio. Ahora esos artículos aparecen junto a otros que se quedaron en las páginas del periódico y que ayudan a contextualizarlos.

            Amelia Serraller Calvo ha reunido en De guerra, revolución y otros artículos una amplia muestra de la obra periodística de Sofía Casanova. Deja fuera “Polvo de escombros”, la crónica del primer año de la segunda guerra mundial en Polonia, quizá porque no apareció en el periódico, sino en un libro de 1945 La agonía de Polonia, junto a “Estampas polacas”, de Miguel Branicki. Está escrito a modo de diario o de larga carta a sus familiares en España (curiosamente como sus primeras crónicas): “En la opresión de estos días, ¿cómo seguir estas notas para vosotros, hermanos míos, que no puedo mandar, que quizá no terminaré?”

            Algo tuvo que ver en el olvido de Sofía Casanova, una celebridad en los años veinte, su decidido apoyo al franquismo, como señala Calvo Serraller en el prólogo: “Aunque en el transcurso de la guerra solo estuvo una vez en España, su visita fue magnificada por la propaganda del bando franquista, mancillando su imagen hasta hoy en día”.

No hubo tal magnificación, no era necesaria. Sofía Casanova, monárquica, antirrepublicana, contribuyó decisivamente en Polonia a crear redes de apoyo a los sublevados. Así se cuenta su visita a España el año 1938 en el prólogo a La agonía de Polonia: “Fue recibida muy amablemente por nuestro Caudillo en Burgos; después fue a Salamanca y más tarde a San Sebastián, liberado ya, retornando a La Coruña. En San Sebastián y en Bilbao dio conferencias para hablar, como siempre, del peligro bolchevique, y retornó a su patria de adopción, estallando a poco esta segunda guerra mundial que aún padecemos”.

            Pero la ideología de Sofía Casanova —ligada al nacionalismo español y polaco— no nubló su mirada de cronista. Abundan, por ejemplo, las muestras de su compasión por el pueblo judío, tan odiado entonces en Polonia como en Alemania, aunque no dejara de compartir ciertos estereotipos. Con el título de “La cuestión judía”, se reúnen algunos artículos escritos entre 1919 y 1934. En el último nos cuenta cómo una delegación de rabinos se presenta ante el cardenal de Varsovia para pedir amparo cuando el partido nacionalista polaco, a ejemplo de Hitler, se dedica a perseguirlos. El arzobispo lamenta esos ataques, pero también tiene algo que reprochar: “Aprovecho, señores rabinos, vuestra visita para comunicaros que llegan a mí muchísimas quejas de actos de provocación y de ultraje a los sentimientos cristiano-católicos cometidos por judíos”. Y a continuación habla de ataques de jóvenes judíos armados a católicos indefensos, de su insolencia desafiadora en público, de publicaciones que ofenden a la moral y difunden la más sucia literatura a cargo de editores judíos. Para Sofía Casanova se trata de una “raza sin patria que esconde sus milenarios rencores según las circunstancia con un oportunismo de adulación”.

            Franquista, compasivamente antisemita, eso era Sofía Casanova, pero también una mujer excepcional, a la que las circunstancias situaron en el centro de la tormenta Europea y que supo como nadie contar lo que veía o aquello de lo que tenía información de primera mano, con precisos detalles que luego borraría el torbellino de la historia, como esta estampa del destierro de la familia imperial en agosto de 1917: “Subieron al tren los viajeros; cerrárronse las portezuelas y el zar, en la de su coche, miró a Kerenski, plantado frente a él en el andén. Solo los ojos hablaron en el encuentro de la mirada, y no se despidieron para siempre. Esos dos hombres han de volverse a encontrar, y acaso las veleidades del Destino proporcionen la ocasión al desterrado monarca —o a los suyos— de devolver a Kerenski bien por bien, pues si sanos y salvos han salido del volcán revolucionario los sin corona, saben a quien se lo deben”. En agosto de 1917, la historia no estaba escrita, la revolución de octubre no parecía inevitable.

            Lección de historia, viaje en el tiempo, lección de vida esta recopilación de crónicas periodísticas. Lo fugitivo permanece y dura.



jueves, 5 de enero de 2023

Autor y personaje

 

Donde viven las almas
Andanzas de la memoria
Ana María Martínez Sagi
Edición y prólogo de Juan Manuel de Prada
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2022.

Pocos casos hay en la historia de la literatura de una obsesión semejante a la que Juan Manuel de Prada sintió, y siente, por Ana María Martínez Sagi. La descubrió en una época, en que, tras la estela de Las máscaras del héroe, estaba interesado en los escritores menores, raros y olvidados, “desgarrados y excéntricos”, como él los llamó en el título del volumen que recogía sus semblanzas. Por algunos de ellos, como Armando Buscarini, el interés duró un tiempo y le llevó a rescatar y publicar parte de su obra, pero no tanto como por Ana María Martínez Sagi, a quien llegó a conocer poco antes de su fallecimiento, en 2000.

            Nacida en 1907, Martínez Sagi fue una de las poetas que alcanzaron cierto renombre antes de la guerra civil, aunque en su caso debido a razones extraliterarias: fue una exitosa deportista, algo entonces bastante inusual. Juan Manuel de Prada se enteró de su existencia en una vieja entrevista de César González-Ruano, recogida en el libro Caras, caretas y carotas. Parecía que la dedicación de Prada a Martínez Sagi iba a concluir con su ciclópea tesis doctoral, publicada recientemente en dos nutridos volúmenes. Pero no. Unos meses después Prada da a conocer dos obras inéditas de la escritora, Donde viven las almas y Andanzas de la memoria.

            Media vida ha dedicado Juan Manuel de Prada a rescatar la memoria de Martínez Sagi. ¿Valía la pena esa dedicación? No todos los escritores olvidados están injustamente olvidados, tampoco las escritoras. Martínez Sagi, de apasionante peripecia vital, es una escritora menor. Menor, pero no enteramente desdeñable.

            Donde viven las almas entremezcla el verso con la prosa poética. Escrito en los años treinta, podría ponerse en relación con Los placeres prohibidos de Cernuda. Ambos cantan amores que hasta entonces no se atrevían a decir su nombre. Pero Cernuda se apropia de las nuevas audacias surrealistas, mientras que Sagi muestra su apego a las delicuescencias modernistas.

            Juan Manuel de Prada ha decidido no publicar este libro en su integridad, sin indicar las razones. El original se lo entregó la autora con el ruego de que no lo diera a al imprenta hasta veinte años después de su muerte. Para otra ocasión deja, según nos indica en nota, “el estudio crítico que este texto demanda”. Pero lo primero que demanda un texto inédito de un autor que valoramos es su publicación íntegra. Juan Manuel de Prada, como editor literario, tiene ideas un tanto peculiares. Cree que una edición crítica es aquella donde se comparan, “a través de un estudio filológico riguroso”, la redacción original de la obra y las correcciones que el autor introdujo posteriormente, correcciones, en el caso de Martínez Sagi “no exclusivamente estilísticas”. También parece pensar que una edición es tanto más científica y rigurosa cuanto más notas tenga. Y así él salpica la suya de aclaraciones que, en la mayor parte de los casos, están al alcance de cualquiera en la Wikipedia. Una fuente de información, por cierto, que el propio Prada no desdeña usar y parafrasear. A propósito de la muerte del marqués de Monaldeschi, escribe: “Tal ejecución fue muy criticada por toda la nobleza europea, pues Cristina, desde su abdicación, ya no tenia autoridad para ordenar la muerte de sus vasallos”. En la enciclopedia en línea, leemos: “La ejecución fue muy criticada por la nobleza europea en general, argumentado que Cristina, desde su abdicación, ya no tenía autoridad para ordenar ejecuciones.”

            Salvo que se trate de una edición escolar, las notas informativas de lo que antes se llamaba cultura general sobran, como la aclaración de palabras que el autor puede encontrar en el diccionario. Prada cree necesario indicarnos que el hotel George V es un “lujoso hotel, próximo a los Campos Elíseos” o que “el río Moldava, el más largo de la República Checa, que nace en la selva de Bohemia, pasa por Praga y se une con el Elba en Melnik”. Toda nota que no sea imprescindible distrae y estorba, es como una aclaración no pedida que interrumpe la lectura de la obra literaria. Y la función de un editor no es la de coleccionar y comparar variantes —eso queda para el estudioso—, sino la de ofrecer un texto lo más cercano posible a la intención última del autor. Solo si ese original se ha perdido, como en tantas obras medievales, tiene sentido comparar las diversas copias conservadas para tratar de reconstruirlo. No es el caso de los textos inéditos que Martínez Sagi le entregó a Prada.

            Andanzas de la memoria es de escritura posterior y es de muy diversa intención y estilo. En este caso, sorprende la petición de editarla veinte años después de su muerte, puesto que ya la autora intentó editarla en vida. Juan Manuel de Prada reproduce el informe de lectura de una editorial, dirigida por Josep María Castellet, bastante atinado al señalar aciertos y errores. Los primeros capítulos, dedicados a evocar episodios de infancia y de primera juventud, escritos con sentido del humor, se leen con gusto; los siguientes —viajes por Europa, recuerdos de su etapa de profesora en Suecia y Estados Unidos— son más convencionales y en algún caso bastante prescindibles.

            Juan Manuel de Prada está muy atento a subrayar los errores de Martínez Sagi —llama “cochinilla” a la “mariquita”, por ejemplo— y sus intencionados olvidos. Pero aunque se titule Andanzas de la memoria no se trata de unas memorias propiamente dichas, sino recreación o invención del algunos episodios ambientados en distintas etapas de su vida. Pedirles rigor documental a estos ejercicios de autoficción no parece muy adecuado.

            Prada ve en Donde viven las almas el reflejo de la relación de Martínez Sagi primero con Elisabeth Mulder y luego con Elsy Longoni. Se deja llevar por la falacia biográfica. Donde viven las almas es una obra literaria, un libro de amor, no la historia de ninguna relación concreta. Si de la “amistad amorosa” entre Elisabeth Mulder y Ana María Martínez Sagi “apenas sabemos nada”, lo mejor es no fantasear y comentar los poemas en verso y prosa del libro como lo que son, poemas, mejores o peores, y no como confidencias que nos permiten asomarnos un tanto morbosamente a la intimidad de la autora.

            Todo se lo debe Ana María Martínez Sagi a Juan Manuel de Prada. Sin su obsesión por ella, ni siquiera sería un nombre en un índice. Él la ha convertido en personaje, pero los intentos de rescatar su obra no confirman que esa obra merezca demasiada atención por sí misma.