Alejandra
Pizarnik. Biografía de un mito
Cristina Piña –
Patricia Venti
Lumen. Barcelona,
2022.
Toda vida, si se mira de cerca, es un enigma. Puede
interesarnos más o menos la poesía de Alejandra Pizarnik, pero es imposible
sustraerse a la fascinación del personaje. Cristina Peña, autora en 1991 de su
primera biografía, señaló que indagar sobre ella, tratar de descubrir su
verdad, fue como “profanar el tótem de una secta sagrada”.
Alejandra
Pizarnik nació en Buenos Aire en 1936, hija de una familia de emigrantes judíos
procedentes de Ucrania. El apellido se cambió al llegar a Argentina (los
familiares que quedaron en Europa se siguieron llamando Pozarnik) y el nombre
de la poeta, originariamente Flora, lo sustituyó por el más sonoro de Alejandra
a la adolescencia.
Para
escribir esta nueva biografía, escrita en colaboración con Patricia Venti,
Cristina Peña ha contado con abundante material que en 1991 era desconocido:
nuevos y más abundantes testimonios orales, un epistolario muy enriquecido y,
fundamentalmente, el diario de la poeta.
Pero el
enigma de su vida, como quizá el de cualquier vida, sigue siendo irresoluble. Abundan
las contradicciones entre los datos externos y el diario íntimo. Desde muy
pronto, Alejandra fue dada a la fabulación. Su padre era joyero, un joyero que
vendía su mercancía de casa en casa y a plazos. Alejandra contaba que había
sido “joyero del zar”.
En la
infancia de la poeta no parece haber habido nada de extraordinario, según el
testimonio de su hermana y las amigas de entonces. Una infancia feliz en una
familia de emigrantes que pronto consiguió un cierto acomodo económico y que se
preocupaba, cosa no muy frecuente entonces, de la educación de las hijas. Ella,
si embargo, la recordaría en su diario de otra manera: “Pero lo que te hicieron
tus padres es inenarrable. Pensar en mi infancia es obligarme a odiarlos. ¿Cómo
es posible que hayan carecido absolutamente de recursos mentales y afectivos
para hacernos sufrir tanto a Myriam y a mí?”. De su madre dice que la castigaba
“con látigos y palos”, que la pegaba incansable hasta dejarla abandonada en un
rincón “con el cuerpecito dolorido”.
A partir de
esta contradicción, según las autoras de la biografía, no podemos decir nada
con seguridad de los padres de la poeta: “buenos y generosos” para una de las
hermanas; atormentadores, sobre todo la madre, para la otra. Y lo mismo ocurre
con otros aspectos fundamentales de su biografía.
Alejandra
Pizarnik cambió de carácter al llegar a la adolescencia, y algo tuvo que ver
con ello el consumo de anfetaminas —a
las que se habituó desde muy pronto—, entonces legales y presentes en ciertos
medicamentos contra la obesidad. Su adicción fue creciendo. Sus amigos llamaban
la Farmacia a los apartamentos en que vivió “por el despliegue de
psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaban de su botiquín”.
El combate con sus demonios interiores
—de los que dejó constancia en su diario— no le impidió ocuparse con la mayor
lucidez posible de la realización de su obra poética y de la promoción de la
misma. Cuidaba mucho las relaciones literarias y sociales. Durante su estancia
en París —el gran sueño de cualquier
escritor latinoamericano— procuró acercarse a todos los nombres importantes:
consiguió que Octavio Paz escribiera el prólogo de uno de sus libros, se hizo
amiga de Cortázar; en Buenos Aires, se acercó al círculo de Oliverio Girondo,
las Ocampo o Mujica Láinez. “Hay muchas personas —indican las biógrafas— que
insisten en este aspecto, al que entienden como una búsqueda del poder, la fama
y los contactos, una astuta manera de vincularse y cultivar las relaciones más
prestigiosas y convenientes, haciéndose amiga de los miembros de los círculos
más elevados —social y culturalmente— del campo intelectual”.
Eso era verdad y también su
creciente incapacidad para la vida práctica. Antes del último y definitivo,
hubo dos intentos de suicidio, el internamiento en una clínica psiquiátrica, la
formación de una pequeña corte que la jaleaba en su deslizamiento hacia el
precipicio. Poesía y locura, a partir del romanticismo, han tendido a
considerarse como hermanas gemelas. Para algunos fue la pasión absoluta por la
poesía la que llevó a Alejandra Pizarnik a la destrucción.
Pero ella quiso poner toda su
lucidez en su obra, mantenerla al margen. Corregía al máximo sus poemas (y
ejercía lo que podríamos llamar autocensura: alguna vez “ella” se convirtió en
“él”: Alejandra era bisexual, pero sus parejas fueron siempre mujeres),
traducía con rigor, escribió muy precisas reseñas (sobre todo en la revista Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura en la que trabajó un tiempo).
En los últimos años, ese control se
fue aflojando y todo lo que ocultaba —toda su confusión y sus fantasmas— se
desbordaron tras la muerte con la sucesiva aparición de textos inéditos. Hoy
quizá interesa tanto o más el personaje, o el símbolo en que se ha convertido
el personaje, que su obra, aunque sus mejores poemas —de herencia surrealista,
pero con la concisión de Emily Dickinson— no dejan de deslumbrarnos: “extraña
que fui / cuando vecina de lejanas lunes / atesoraba palabras muy puras / para
crear nuevos silencios.
Quería y no quería morir. Pidió
ayuda tras sus dos primeros intentos de suicidio y esa ayuda llegó a tiempo. No
ocurrió así con el tercero. De madrugada, telefoneó tres veces a un amigo.
Estos son los mensajes que le dejó: “Antonio, me tomé una sobredosis de
pastillas, ayúdame”: “Antonio, por favor, me siento muy mal; “Antonio,
llámame”. El amigo, Antonio López Crespo, no los escuchó hasta el día
siguiente, cuando ya era tarde.
Esta indagación en la “biografía de
un mito” interesa no solo a quienes tienen a Alejandra Pizarnik por una de las
grandes poetas de nuestro tiempo (las páginas dedicadas a analizar su poesía
son quizá las más prescindibles). Importa la reconstrucción de una época, con
sus toques costumbristas, y, sobre todo, el humano enigma que la protagoniza.