La hora del lobo
José Mateos
Pre-Textos. Valencia,
2022.
“La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, /
literatura”, escribió Vicente Gaos. Pero la literatura como desahogo, como
consuelo personal, suele ser mala literatura, “Cuando siento, no escribo”
afirmó Bécquer, al que muchos tienen como paradigma del poeta romántico que
muestra su corazón al desnudo. La poesía para el que la escribe no es una
terapia ni un ejercicio de autoayuda. El poema que emociona al lector se
escribe con la cabeza fría.
Conviene
desconfiar de los poemas que tienen su origen en una grave enfermedad, la
muerte de un familiar cercano, un atentado terrorista o una catástrofe
humanitaria. Lo que nos conmueve en esos casos no suele estar en el verso sino
en la circunstancia de la que parte.
Comenzamos
a leer La hora del lobo, de José Mateos, versos de hospital, versos de
enfermedad y convalecencia, con una cierta prevención. Desaparece pronto. En
este puñado de poemas memorables, no hay melodramatismo ni apenas anécdota,
tampoco reflexión más o menos trascendental. “Canción” se titula alguno y un
aire de canción hay en todos, aunque la métrica no siempre sea cancioneril.
Detrás está la poesía popular y está Bécquer y el Juan Ramón y el Machado que
vienen de Bécquer, pero sin mimetismo ni ejercicio libresco. La poesía de José
Mateos tiene una levedad y una hondura absolutamente suyas, inconfundibles. A
ratos nos recuerda a otro poeta que llegó al límite del despojamiento y la
transparencia, Eugénio de Andrade. Como ejemplo, copio el poema escrito “En una
servilleta de hospital” (ese es su título): “No vengas esta noche, / no saltes
la muralla. / Otoño trae el anuncio / de los cielos que arden, / y a la fuente
han venido / algunos ruiseñores. / No los espantes”.
Varios
poemas —“En una
piedra asiria”, “Oración fúnebre”, “Epitafio cristiano”— son variaciones sobre distintas maneras de acercarse al
hecho más inconcebible, el de la propia muerte. Hay también unas “Cartas a Li
Po” en la primera parte del libro, la titulada “Dentro”, la más sombría, la más
propicia a la falacia patética. El título nos remite a José Corredor-Matheos, cuya
Carta a Li Po inauguró una nueva manera de hacer en este poeta del
cincuenta hasta entonces un tanto enredado con la retórica de la época. Son
poemas que, como excepción, se aproximan al pastiche —“mi barca es de bambú y
esparto”— y que no desdeñan el acierto imaginativo entre el haiku y la greguería:
“Lanzo mi caña / sobre el agua pulida, / tersa como un espejo / y rompo en mil
pedazos una estrella”. Pero no disuenan, como no disuenan las poco esperadas
referencias a Cavafis (“Recuerda, cuerpo”) o a García Baena.
Aunque no escasean los poemas antológicos
en la primera parte —“Buenas noches” es otro que podríamos citar—, quizá abundan
más en la segunda, “Fuera”, de lenta reconquista del mundo. José Mateos, además
de poeta, narrador, ensayista, además de haber hecho alguna incursión en el
teatro, es también pintor. Algunos poemas parecen hechos con rápidas pinceladas
de acuarelista. “Mediodía en Zahara”, por ejemplo, con su luz que estalla en la
arena, sus camisas blancas que danzan al viento, sus barcas dormidas, sus
gaviotas que labran el azul del cielo, tópicos que en José Mateos dejan de serlo
sin dejar de serlo. El estribillo del poema repite “no, no es eso”. Lo que
seduce al poeta, lo que trata de llevar al poema, es algo que está detrás de lo
que ve.
“Un bodegón” explicita desde el título el modelo pictórico:
“El botijo de barro / donde el agua se siente / como en casa. / La mesa / de
madera pulida / por manos que se hundieron / hace tiempo en la muerte. / Y unas
verduras: nabos, / cebollas y tomates / con formas de planetas”. Apenas una
enumeración de objetos cotidianos sobre una mesa. No serían nada sin la mirada
que les otorga su plena significación: “El pincel que ha devuelto / la
vibración primera / de esta vida en penumbra / lo dice claramente. / Dice:
Benditos sean”. Como un bodegón puede considerarse también “Anacreonte en la
Carrandana”, bodegón y acuarela: “Sobre la mesa, un cacho de pan blanco, /
vasos de vino, un cuenco de aceitunas… / A lo lejos, el sol que cae a plomo /
por cortijos de cal y viñas verdes. / Junio, qué bien se está a tu sombra /
rodeado de amigos / cuando todo es presente / y hasta es posible que morir no
importe”.
En “Retrato de Miguelito” se
atreve a imaginar a Dios de la manera más contraria al ser todopoderoso de las
diversas religiones. Choca en este poema una expresión antes habitual y hoy
considerada, con razón, ofensiva. No disuena, en cambio, esa mosca que, en otro
de los poemas, vuela en el silencio de la biblioteca.
Poeta realista José Mateos, poeta que escribe con las palabras de todos los días, pero al que lo que más importa es lo que está al otro lado de la realidad. Poeta religioso, pero no explícitamente confesional, al menos en este libro: “Es tan viejo y lejano / lo que narran los libros / —al tercer día el trueno / y un sepulcro vacío— / que apenas si nos sirve / de cuento para niños”. Sabe que Dios es el nombre que el ser humano da al misterio, que las grandes preguntas son preguntas sin respuesta: “¿No hay salvación entonces? / ¿Solo tienen sentido / la tumba y la carroña? / ¿Es tan solo un capricho / del mar este destello / en el mar infinito?”. La “Canción de Pascua”, de la que proceden estos versos, puede entenderse como una variación de la rima VIII: “En el mar de la duda en que bogo / ni aun sé lo que creo; / sin embargo estas ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí dentro”. José Mateos se responde a las preguntas que copiábamos antes con versos que tiene un eco del “invisible anillo” que une a Bécquer con el Machado de Soledades: “Y, sin embargo, a veces / latiendo en lo más íntimo, / quién no sintió ese asombro / que es como un eco: un hilo / que nos vincula a un mundo / más allá de uno mismo”.
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