Alfabeto triestino
Samuel Brussell
Traducción de
Gabriela Torregrosa
Fórcola. Madrid,
2022.
El exceso de literatura no suele ser bueno para la
literatura. Pero pocas ciudades tan literarias como Trieste y, sin embargo,
Samuel Brussell ha escrito sobre ella un libro que tiene la ligereza de un
cuaderno de apuntes, casi como un borrador, y que se lee con una mezcla de
fascinación y extrañeza. Apenas si encontramos en Alfabeto triestino muchas
de las cosas que esperamos encontrar en un libro sobre Trieste. No se menciona
ni una sola vez, por citar un ejemplo, a Claudio Magris, aunque se hable del
café San Marco, que suele o solía frecuentar; tampoco aparece Winckelmann, que
aquí fue asesinado, y no se alude a su pertenencia al imperio austro-húngaro ni
a su condición de puerto franco que le trajo la prosperidad.
Samuel
Brussell —leemos su
biografía en la solapa del breve volumen y parece un personaje inventado— se
centra en la figura de la poeta Anita Pittoni y en quienes tuvieron relación
con ella, poco conocidos fuera del ámbito italiano en su mayor parte, con la
excepción de Umberto Saba, poeta y librero.
De librerías de viejo, de catálogos,
de bibliófilos, se habla mucho en este libro, que podía haber quedado en una
rareza para letraheridos, pero que consigue ser bastante más que eso. El autor
es un personaje más, y no el menos inverosímil. Nació en Haïfa, Israel, en
1956. Reside en Suiza, es de nacionalidad francesa. “A los quince años viajó
por Europa y desempeñó diversos empleos, como recepcionista de noche, corredor
de libros de segunda mano o asistente de coche cama. En la década de los
ochenta, vivió en Londres, Bruselas, Nápoles, Montreal, Nueva York y Tel Aviv,
antes de regresar a París”, leemos. Sus libros los dedica a relatar encuentros
con escritores como Queneau, Brodsky o Naipaul y a la historia de las ciudades
en las que ha vivido, Brujas, Venecia y Dublín, además de las ya citadas.
Errante y políglota, no se indica su condición de judío, aunque se transparenta
en su biografía, como de protagonista de una novela de Vila-Matas.
Judíos son también muchos de los
personajes de Alfabeto triestino, comenzando por Saba, el autor de Trieste
e una donna, una de las obras fundamentales en la conversión de Trieste en
ciudad literaria, vuelta sobre sí misma a la vez que abierta al mundo y puerto
de refugio. Comienza el libro, a manera de diario o de novela de autoficción,
con el autor sentado en una terraza de la galería Vittorio Emanuele de Milán,
“un fresco domingo soleado”, y leyendo el periódico. Allí se entera del
descubrimiento, en una librería anticuaria, de la correspondencia entre dos
triestinos, Bobi Bazlen, fundador de Adelphi, y Anita Pittone. Al hilo de esa
correspondencia va enhebrando Brussell sus páginas, llenas de citas, muchas de
ellas de poemas, en dialecto o en italiano.
Uno de ellos, “Sortilegio”, de Anita
Pittone, emparenta con “La ciudad” de Cavafis: “¿Quieres partir? / ¿Quieres
abandonar Trieste? / Tienes razón, / venga, vete / tú también volverás”.
Volverás, aunque no vuelvas, porque la ciudad va contigo donde vayas y “en todo
el universo destruiste / cuanto has destruido en esta angosta de la tierra”.
¿De dónde le viene su magia a
Trieste? De su carácter de encrucijada entre tres mundos: el germánico, el
italiano y el eslavo; de ser uno de los enclaves del Mediterráneo que unían
Oriente y Occidente; de su pujante comunidad judía; de haberse convertido en
lugar de refugio de transterrados ilustres, como Joyce. También Stendhal pasó
por aquí y Brussell no deja de anotar las muy precisas referencias al lugar que
nos dejó en su diario y en su correspondencia.
Como “una espléndida reunión de
fantasmas” define Juan Bonilla en el prólogo a este Alfabeto triestino,
que se refiere sobre todo a un mundo desaparecido, o convertido en atractivo
turístico (pocas ciudades con tantos itinerarios literarios y tantas estatuas
de escritores como Trieste). El prologuista sí que deja asomar en sus líneas
preliminares a la actualidad, y de no demasiado afortunada manera: “Escribo
esto mientras Rusia invade Ucrania, una Ucrania que quiere ser la misma Europa
que tan elocuentemente se desprecia en no pocos rincones de la misma Europa,
donde desafiantes nacionalismos catetos hacen de identidades locales pequeñas
divinidades que no le temen al ridículo”. Una manera de supurar por la herida
que el independentismo catalán —tan europeísta, por otra parte— ha abierto en
el nacionalismo español.
De nacionalismos excluyentes sabe
mucho Trieste, cuya gran plaza abierta al mar —una de las más hermosas del
mundo— se llama ahora “Plaza de la Unidad de Italia”.
Divagatorio, descosido, sin ninguna
tesis que defender, el libro de Brussell aviva nuestra curiosidad, está lleno
de preguntas sin respuesta, de localismos universales. “Nada es banal en esta
ciudad —concluye—, porque cada rincón de cada calle plantea un interrogante. El
paisaje posee la tranquilidad del enigma sin resolver”.