Balada en la muerte de la poesía
Ilustraciones de Juan
Vida
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2016.
La muerte de la poesía, como la muerte de la novela (o de la
literatura en general), es uno de esos tópicos que gozan de buena salud y
siempre están listos para servir de tema a los articulistas apresurados.
Luis García
Montero, uno de los nombres imprescindibles, no solo en la poesía, también en
el debate intelectual de las últimas décadas, le dedica a esa improbable muerte
(“la poesía es inmortal y pobre” escribió Borges) un largo poema en prosa que
algo tiene de ejercicio de estilo, de compendio de su manera de hacer, de juego
de alusiones y elusiones con la memoria del lector.
Musical y
anafórica, llena de versos camuflados, esta balada –el género romántico por
excelencia– se divide en veintidós breves capítulos. Hay un sustrato narrativo,
realista: la muerte de la poesía (como la de cualquier ilustre personaje ya un
tanto olvidado) se anuncia en televisión, se constata que fue un accidente, se
avisa a familiares y amigos, se vela su cadáver en el tanatorio, se celebra el
entierro.
Un
escenario urbano, casi de novela negra, y un lenguaje lleno de continuas
sorpresas expresivas: “En la esquina del tarde y el pronto suceden la mayoría
de los hechos. Se han registrado huellas digitales, hojas secas, un cuervo, un
número de teléfono escrito a toda velocidad en una multa de tráfico, un
kilómetro cansado de su propia distancia, una corona rota, un rumor de agua que
parecía una conversación, un libro sucio y el plano de una ciudad mal doblada. Había
muchas cosas, pero ningún signo de violencia”.
Las frases
coloquiales (“¿A qué hora es el entierro?”) alternan con otras
convencionalmente poéticas: “el delantal sucio de la misericordia”, “los desnudos que ruedan abrazados como un
planeta en la noche del universo”.
La poesía que
ha muerto es la de hoy y la de ayer: “Estás muerto, Lucrecio, amigo mío, ya no
sirve tu meditación y la nada vuelve hoy a su vertedero, y los peces muerden
ciegos el cuerpo del ahogado”. Está muerto el autor de De rerum natura, también Manrique y Baudelaire y todos los poetas
que en el mundo han sido. Muertos los poetas, el mundo pierde su magia y su
misterio. Muerta la poesía, mueren los poemas y antes de hacerlo llaman por
teléfono del autor de esta balada, que se niega a contestar: “Me llama el río
Tajo. En el buzón se graba la soledad amena de un mensaje. Llama después la
vida retirada, los lagartos que lloran y la niña más bella de nuestro lugar.
Llama el amor constante para decir que no arde más allá de la muerte”.
Alusiones a
versos de Garcilaso, Fray Luis, Lorca, Góngora, Quevedo, como en el fragmento
final se encadenan títulos de libros Alberti, Salinas, Cernuda, Gil de Biedma,
Ángel González, Luis Rosales: “A puerta cerrada abro un cuaderno (…) y empiezo
a escribir estos retornos de lo vivo lejano, este largo lamento, esta
desolación de la quimera, estos poemas póstumos, estas palabras sin esperanza y
con convencimiento, esta casa encendida, esta balada en la muerte de la
poesía”.
Balada en la muerte de la poesía
homenajea también, en el título y en una de las partes, a la más famosa balada,
la de Oscar Wilde: “Todos los hombres matan lo que aman”. Es el libro de un
excelente lector de poesía y ofrece abundante materia para el comentario de
texto en las clases y en los talleres de literatura, pero no acabamos de ver su
intención más allá de un brillante, aunque un tanto tendente al amaneramiento,
ejercicio de estilo.
En el artículo
“Las preguntas del Fénix”, que acompaña al libro como hoja promocional, García
Montero se muestra más explicito. Habla de dos momentos en la historia reciente
de la poesía; uno cuando, como reacción a “la sociedad utilitaria que condenó
todo aquello que no se confundiese de manera inmediata con una mercancía”, se
refugió en el hermetismo; el otro, el de ahora mismo, cuando banalizada en las
redes sociales y en las lecturas en los bares, comienza a tener éxito
comercial.
En la prosa
argumentativa del artículo, como en la prosa poética de la balada, García
Montero gusta de hacer frases que suenan bien, pero en las que no conviene
indagar demasiado: “La poesía reclama ahora lentitud y conciencia melancólica
para salvar el significado de las sirenas de un corazón publicitario”.
Para
decirlo “en román paladino / con el cual suele el pueblo fablar con su vecino”,
como quería Berceo: la poesía sigue gozando de una mala salud de hierro. Si los
malos poetas (tan abundantes ahora como en cualquier otra época) no han podido
acabar con ella, nada podrá hacerlo. Unas veces, antes y ahora, tiene la
coquetería de ser oscura y otras el descaro de ser clara, de susurrar su
secreto a unos pocos o de hablarles a todos. Y no siempre gusta de ir de la mano
del veterano poeta que, como García Montero, se las sabe todas, sino que a
veces se encuentra más a gusto con los balbuceos ingenuos del que empieza.
Porque la poesía es literatura, pero no se conforma con ser solo buena
literatura.