El ocaso de Europa
Alejo Carpentier
Edición de Eduardo
Becerra
Fórcola Ediciones.
Madrid, 2015.
¿Tiene interés reeditar hoy unas crónicas cubanas sobre la
situación europea de 1941? Algunos pensarán que este breve libro, espléndidamente
editado por Fórcola, una de esas editoriales al margen de los grandes grupos
que quieren apostar por algo distinto, es solo una curiosidad menor de un autor
mayor, Alejo Carpentier.
Está
escrito en América y es la visión de un americano sobre la decadencia de europea,
no solo sobre la catástrofe de Francia, donde el autor vivió desde 1928 hasta
el comienzo de la guerra. Al lector de hoy le sorprende el tono impiadoso:
Francia está tratada con tan poca complacencia como Alemania e Italia. Gane quien
gane la guerra, la perderá el continente que hasta entonces regía culturalmente
el mundo. La tesis de Carpentier es que “la actividad intelectual de los viejos
núcleos culturales de Europa ha dejado de constituir una necesidad para
América”.
Y ello no
solo porque, como se indica ya en las primeras líneas, los grandes compositores
y escritores europeos, y junto a ellos “una legión de pintores, escultores,
cineastas, filósofos, coreógrafos”, hayan tenido que dispersarse “por naciones
de nuestro hemisferio”, sino porque, espiritualmente, América ha llegado a esa
edad “en que se abandona el seno materno para adoptar una alimentación normal”.
Esa es la “revelación trascendental” que Carpentier encuentra en los “días
tormentosos” en que se escribieron estas crónicas.
Unas
crónicas que, aunque acertaron en lo fundamental y son ejemplo del mejor
periodismo, el autor no se decidió nunca a reunir en libro y que, sin duda,
pronto releería con desagrado.
El triunfo
simplifica las cosas. Después de 1945, resulta claro para todos quién tenía la
razón en el conflicto entre Francia y Alemania. En 1941, no estaba tan claro. O
no lo estaba para Alejo Carpentier. En la caída de Francia, habrían tenido
tanta responsabilidad las derechas como las izquierdas. Su visión de la
democracia parlamentaria no resulta muy positiva: “Desde la victoria de 1918,
la Cámara de Diputados francesa fue un verdadero antro donde se perpetró, año
tras años, el asesinato de la República”. Ninguna simpatía muestra Carpentier
por la Francia del Frente Popular, ninguna simpatía por Vichy: “En el año 1940
Francia moría, asesinada por sus políticos, sus periodistas, sus clases
adineradas, sus equivocados de toda índole. Luego, Vichy… Pero Vichy no engaña
a nadie. Es tan solo la prolongación de una larga mentira”.
Y el
fracaso de Francia es sobre todo el fracaso de París. El París de los años
veinte, que Carpentier conoció bien, desde el que mandó espléndidas crónicas a
las revistas cubanas, ahora le parece que era “una ciudad terriblemente
provinciana ante el nuevo panorama del universo”. Sorprende el impiadoso trato
que Carpentier le da a una ciudad entonces ocupada, tras el que se adivina un
cierto resentimiento: “Como esas mujeres demasiado bonitas que se creen
merecedoras de la admiración de todos los hombres, se encerraba en el círculo
vicioso de una belleza que iba marchitándose cada vez más ante espejos
mentirosos. Mientras John Dos Passos, Aldous Huxley, Ricardo Güiraldes, Diego
Rivera, Salvador Dalí, Heitor Villa-Lobos y otras tantas fuerzas artísticas de
nuestro tiempo, no le fueran ofrecidos en su propio lecho de coqueta, con el
chocolate del desayuno, algunos croissants
y un poco de mermelada francesa, se negaba a enterarse de su existencia”.
Carpentier,
en su condena de Francia, parece vengar antiguos resentimientos: “Apenas París
comenzó a deber algo a los extranjeros que vivían a orillas del Sena, hizo todo
lo posible por alentar sentimientos xenófobos”. Nunca valoró a “los diez mil
latinoamericanos que gastaban en París su buen dinero girado desde Colombia,
Argentina, Cuba o Perú” y que constituían “una fuente de riqueza para el
Estado”. Cuando se refiere al desprecio con que se miraba al “estudiante
criollo que gastaba en el Barrio Latino los ahorros de sus padres, en espera de
que cayera el gobierno de Machado”, sin duda está hablando de sí mismo.
El
resentimiento contra Francia, que le lleva a negar el valor de los escritores y
artistas posteriores a 1910, se fundamenta también en el trato que el gobierno
francés dio a la República española durante la guerra civil (un sentimiento
semejante inspiró a Max Aub una pieza dramática de expresivo título: Morir por cerrar los ojos).
El suicidio
de Stefan Zweig, ocurrido poco después de publicadas estas crónicas, se explica
por un sentimiento semejante, solo que el escritor austriaco no quiso
sobrevivir al hundimiento de Europa, del “mundo de ayer” que evocó en su
autobiografía.
Frente a la
simplificación de los manuales, estas crónicas, en las que el periodismo se
hace alta literatura, nos ayudan a entender mejor una realidad histórica –de
ayer o de hoy– en la que no caben los fáciles maniqueísmos.
“¡Olvidamos las pasiones humanas!”, se sobresaltó en su escritorio el nuevo presidente de Utopía.
ResponderEliminar© María Taibo