Carmen Laforet /
Emilio Sanz de Soto
Correspondencia inédita 1958-1987
Edición de José
Teruel
Renacimiento.
Sevilla, 2023.
No parece un título muy atractivo para el lector común Correspondencia
inédita 1958-1987, de Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto, la primera una
escritora bien conocida y el segundo un escritor casi ágrafo y un personaje
mítico. Podríamos pensar que el volumen solo tiene valor para los estudiosos de
ambos, que abunda en corteses banalidades y anécdotas privadas, como la mayor
parte de las correspondencias. Pero no es así, se lee como una novela escrita a
dos voces y como una crónica social y literaria.
Salvo Nada, la
prodigiosa Nada símbolo de un tiempo sombrío, y sus artículos más
cercanos al diario íntimo, la obra de Carmen Laforet ha ido perdiendo interés. La
mujer nueva (1955) tuvo, en su momento, tanto éxito como Nada, aparecida
diez años antes, pero hoy esa crónica de una conversión religiosa nos resulta
tan lejana como las novelas de tesis de Alarcón o Pereda. Su correspondencia
con Elena Fortún o con Ramón J. Sender, en cambio, suponen una sorpresa para
quienes tienen catalogada a Carmen Laforet solo como una de las menos onerosas
lecturas obligatorias del bachillerato.
Las
dos primeras cartas, meras notas informativas, nos hacen temer lo peor. El
epistolario, en lo que tiene de algo más que una mera compilación erudita,
comienza con la tercera, escrita en mayo de 1959. A Emilio Sanz de Soto, Carmen
Laforet lo había conocido en Tánger en el verano anterior, donde su marido,
Manuel Cerezales, dirigía el diario España. Tánger aún no había perdido
su estatus especial y era un enclave cosmopolita que contrastaba tanto con el
reino de Marruecos como con la Península, un paraíso para los escritores –de
Paul Bowles a Truman Capote, de Tennessee Williams a William Burroughs— que
allí podían satisfacer sus deseos, más o menos inconfesables, a bajo precio.
Carmen
Laforet, en esta carta que puede considerarse como capítulo inicial del libro, además
de hacer un apunte satírico de una conferencia de Zubiri (el filósofo de moda
en aquellos años), se refiere a sus compromisos familiares: "Los primeros días
se fueron en un remolino de cosas chicas –los niños hablando todos a la vez, y
yo repasando sus notas y sus camisas y sus calcetines para saber lo que hay que
decirles respecto a las notas y lo que hay que comprarles, respecto a las
camisas y los calcetines".
Desde
una óptica actual, no hay duda de que las dificultades de Carmen Laforet como
escritora tuvieron que ver con sus cinco hijos y con un marido –prestigioso
crítico-- que nunca valoró demasiado –o eso pensaba ella-- sus capacidades
literarias, aunque la ayudó a lograr la versión definitiva de Nada. Ella
misma podía pensar algo así, a juzgar por lo que le escribe a Sanz de Soto en
1971, poco después de su separación: "Ya sabes que mi vida ha cambiado. O mejor
dicho por el momento lo que ha hecho es serenarse en una independencia de
espíritu y una verdad que me hacían mucha falta. Encajar la verdad es muy duro
pero, al menos para mí, de un resultado bueno. La cara de la verdad para mí es
que de nada sirve anular la propia personalidad en honor de lo que yo creía
sagrado: la felicidad de mis hijos. En estos momentos eso no era cierto ya. Me
costó muchísimo decidir que si se me ofrecía –como tantas veces— la separación,
esta vez la aceptaría de veras pero sin naves detrás: todo quemado. Nada de
quedarme en casa con los hijos". Se fue de casa solo con una maleta pequeña,
llevándose menos de lo que había llevado al matrimonio.
Pero
la libertad y la errabundia (se pasó los años siguientes cambiando de domicilio
y de país: Una mujer en fuga se titula la biografía que le dedicaron
Anna Caballé e Israel Rolón) con las que siempre había soñado, no la beneficiaron
en la labor literaria. Su última novela entonces, La insolación, de
1963, seguiría siendo la última. Solo póstumamente aparecería incompleta Al
volver la esquina, segunda parte de lo que se anunció como una trilogía.
Carmen
Laforet siempre fue una escritora, una persona, con poca seguridad en sí
misma. Siempre necesitó a su lado un mentor, alguien mayor y más culto que ella
que la apoyara y la dirigiera. Primero encontró ese apoyo en su marido, luego en
Lilí Álvarez, la exitosa tenista con quien tuvo una de sus más intensas
amistades amorosas (y que fue la causa de su conversión religiosa), más tarde en
Ramón J. Sender, que estuvo enamorado de ella, que la propuso irse a vivir con
él a California. Emilio Sanz Soto fue el Pigmalión más duradero.
"Emilio,
me avergüenza ser escritora", le confiesa en una de sus primeras cartas. No se
valora mucho a sí misma, pero no soporta –tras el éxito de Nada y el
cuesta abajo que vino después-- el ser
mirada por encima del hombro "por tantos seres mediocres, insolentes, peores
escritores que yo, con desparpajo enorme y con profundo desprecio es algo
verdaderamente irritante".
La carta
inicial de Sanz de Soto resulta sorprendente. No está escrita con el tono
conversacional y a vuela pluma de las confidencias de Carmen Laforet. Es un
auténtico ensayo sobre la situación cultural española al comienzo de la década
de los sesenta y una proyecto de trabajo: quiere que Carmen Laforet aproveche
su situación –es una escritora de moda cuya firma se disputan los principales
diarios-- para promocionar a los nombres más valiosos de la nueva generación.
Como ella no está al tanto de esos valores incipientes, él se los iría
indicando. El primero que le propone es Carlos Saura. En privado ha visto su
película Los golfos, que le pareció extraordinaria: "Creo que es la primera película realmente española. Es una especie de pedrada en seco:
implacable y valiente".
En
otra carta, le envía todo el material necesario para un artículo titulado "La
joven generación española". Era en 1961 y Sanz de Soto tenía muy claros los nombres significativos de la después
llamada generación del cincuenta, no solo en literatura, sino también en
pintura y escultura. ¿Por qué no publicó él esas páginas? ¿Por qué prefería que
aparecieran firmadas por Carmen Laforet? No nos convencen demasiado sus
razones, ese es uno de los misterios sin resolver de esta apasionante novela
epistolar.
La
edición de José Teruel resulta modélica, tanto por el extenso, pero en nada
prescindible, prólogo como por las notas finales, que nos aclaran –con precisa
erudición: todo lo que los corresponsales daban por supuesto.
Depende de las cartas y depende de los escritores.Personalmente, me suelen aburrir, aunque el escritor me guste mucho.Y escribir con papel y boli sosegadamente es fácil si uno quiere.
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