viernes, 21 de septiembre de 2018

¿Quién mató al comendador?



Fuenteovejuna. Comedia en verso
Javier Almuzara
Espuela de Plata. Sevilla, 2018.

Siempre que oímos mencionar Fuenteojuna pensamos en Lope de Vega, y quizá no con entera razón. El caso ya era famoso antes de que él decidiera llevarlo a las tablas en torno a 1618 (su comedia se publicó en 1619) y había dado lugar a un refrán, “Fuenteovejuna lo hizo”, que glosa Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, publicado en 1611. Lo que todavía hoy se repite es un doble pareado )“¿Quién mató al comendador? / Fuenteovejuna, señor. / ¿Y quién es Fuenteovejuna? / Todos a una”), cuyos dos versos finales no aparecen en la obra de Lope.
            ¿El caso? Un motín popular contra un comendador impopular en el contexto de la guerra civil entre los partidarios de la legítima heredera al trono de Castilla (la princesa Juana, hija de Enrique IV) y su tía Isabel, luego conocida como Isabel la Católica. Un conflicto semejante, por cierto, al que siglos después daría origen a la primera guerra carlista, con la diferencia de que en este caso ganaron los carlistas.
            Lope de Vega tomó como punto de partida para su historia el relato que de esos sucesos hace Francisco de Rades en su Chrónica de 1572, y a veces sigue tan fielmente lo que allí se cuenta que se limita a versificar algunos de los párrafos.
            La Fuenteovejuna de Lope de Vega no fue tenida en su tiempo por una de sus obras principales. De hecho, no volvió a publicarse hasta bien avanzado el XIX. Ni siquiera parece que el dramaturgo barroco Cristóbal de Monroy, que escribió otra Fuenteovejuna, esta sí editada en el siglo XVIII, la tuviera en cuenta.
            Lo que importaba era el hecho histórico, convertido en proverbial, y que a partir del romanticismo ejemplificaba el derecho del pueblo a la rebelión contra un poder injusto. El autor de esta nueva versión lo ha visto bien al poner en boca de uno de sus personajes la inscripción del monumento malagueño a Torrijos: “Antes morir que consentir tiranos”.
            El poeta Javier Almuzara recibió el encargo de escribir una versión de la obra de Lope que sirviera como libreto para una ópera encargada a Jorge Muñiz. Pero hizo algo más, bastante más: una nueva versión de Fuenteovejuna que no desmerece junto a la obra de Lope.
            Tendemos a mitificar a los clásicos, a elogiarlos desmesuradamente para no tomarnos el trabajo de leerlos.  Fuenteovejuna no es una de las grandes obras de Lope: la mitad de su argumento –todo lo que tiene que ver con la toma de Ciudad Real y los Reyes Católicos– hoy nos sobra, y quizá también en su época. Y sobre muchos de sus versos el tiempo se ha mostrado inmisericorde: “Soy, aunque polla, muy dura” comienza uno de los largos parlamentos de la protagonista. Nos imaginamos las risas del auditorio.
            Javier Almuzara cumplió a la perfección el encargo de hacer un libreto que sirviera de base para la música de Jorge Muñiz. Pero no se limitó a eso. Trabajó codo con codo con el compositor y el resultado, como han tenido ocasión de comprobar los que asistieron a las representaciones en el ovetense teatro Campoamor, fue una obra a la vez clásica y contemporánea. Pocas veces música y palabra caminaron juntas en tan buena armonía, sin quitarse nunca la palabra la una a la otra
            No se puede decir lo mismo de la puesta en escena, a cargo de Miguel del Arco empeñado en hacerse notar desde el principio y en convertir texto y música en pretexto para sus pueriles ocurrencias.
            En el prólogo, ingeniosamente preciso, para esta edición independiente de su Fuenteovejuna, Javier Almuzara escribe: “Trasladar el tono y la acción de la obra a nuestra época traicionaba la verdad histórica sin, en mi opinión, fortalecer necesariamente la repercusión ética. Sería una ofensa al buen sentido del público pensar que ignora la persistencia de los abusos de la autoridad, ahorrándole además el placer de la analogía”.
            Miguel del Arco, el director de escena, lo primero que hace es ofender al buen sentido del público trasladando la obra al tiempo contemporáneo, sin importarle todas las incongruencias que eso supone, al chocar constantemente lo que vemos con lo que oímos. Y ni siquiera se priva de que un personaje haga fotos con el móvil, algo habitual ya en todas las óperas, pasen el siglo XVIII, en tiempos de Nerón o en el de los Faraones. Frente a la incomprensible tiranía de los directores de escena, músicos, cantantes, la propia empresa que los contrata –en buena parte con fondos públicos– parecen sentir el síndrome de Estocolmo. ¿La razón? Quizá el patológico temor de quienes se dedican a la ópera de que les acusen de decimonónicos y de rechazar la “modernidad”.
            Pero ahora se trata de subrayar algo insólito: que el texto de Javier Almuzara, tan potenciado por la música, tan concorde con ella, puede vivir exento. De ahí esta edición exenta en una colección dedicada al teatro. La obra tiene sentido por sí misma, no solo como recordatorio para los que escucharon sus sentenciosos versos o como aperitivo para los que esperan escucharlos en vivo o en una grabación.
            Javier Almuzara hace alarde de su buen conocimiento de la versificación tradicional y escribe en un español contemporáneo que no necesita recurrir a ningún arcaísmo ni afectado hipérbaton para resultar clásico. De vez en cuando, sin que desentone, deja caer alguna cita implícita que enriquece el texto para el lector resabiado, sin dificultar el disfrute para otros lectores. Por sus versos cruzan sombras tan dispares como San Juan de la Cruz, Gil de Biedma o Campoamor, e incluso se atreve a poner en boca del comendador moribundo la traducción de un epigrama de John Harington, contemporáneo de Shakespeare (y de Lope): “¿Sabéis, alcalde, por qué / nunca vence la traición? / Porque si logra vencer / nadie la llama traición”. (Y por eso –añado yo– Isabel la Católica tiene en la historia de España otra consideración que Carlos V, el hermano de Fernando VII).
            El derecho de un pueblo humillado a romper con la legalidad y tomarse la justicia por su mano es lo que representa Fuenteovejuna y por eso es tan actual hoy –no cito ejemplos que están en la mente de todos– como ayer, aunque ayer y hoy resulte un tanto utópico la moraleja de Lope: que una culpa colectiva no admite represalias individuales escogidas como escarmiento. Recordemos, por citar solo un caso, la semana trágica barcelonesa, de 1909, que terminó con el fusilamiento del pedagogo Francisco Ferrer i Guardia, que no había tomado parte en ella.

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