Gerhard Heller
Recuerdos de un alemán en París 1940-1944
Prólogo de Fernando
Castillo
Traducción de Juan
Carlos Durán
Fórcola. Madrid, 2012
El París de la ocupación, como el de Hemingway en los años
veinte, era una fiesta. No para todos, como tampoco lo fue aquel, pero sí para
buena parte de los ocupantes y también, contra lo que la interesada propaganda
posterior quiso hacer creer, para muchos de los franceses. Especialmente para
los escritores y artistas.
Los
alemanes lo consideraron un destino especialmente apetecido, lejos de los
frentes de guerra, y muchos franceses creyeron en el nuevo orden, en la
capacidad de Alemania para librarlos de lo que ellos consideraban los grandes
enemigos de la civilización occidental: el comunismo, los judíos.
En la buena
relación entre los alemanes y los escritores franceses tuvo mucho que ver el
teniente Gerhard Heller, encargado de la censura. Era un gran admirador de la
literatura francesa y, tras la guerra, se ganó la vida traduciéndola y
editándola en Alemania.
Sus
memorias se escribieron tardíamente, en 1980, y contaron con la colaboración de
un periodista francés, Jean Grand. Durante los años que pasó en París, de 1940 a 1944, llevó al
parecer un diario. La historia de la desaparición de ese diario es poco
verosímil. Antes de dejar París, en agosto de 1944, guarda en una caja de latón
algunos documentos que quiere salvar: su diario, cartas, una copia de un ensayo
de Jünger. Luego coge “una cuchara sopera” y sale a la calle en busca de un
lugar donde esconderla: “Pasando por la explanada desierta de los Inválidos,
descubrí un lugar preciso en la esquina de un gran rectángulo, al pie de un
árbol, y empecé a cavar. Estaba duro como el hormigón, pero con esfuerzo logré
excavar un agujero lo suficientemente profundo para colocar mi caja y
recubrirla de tierra que aplasté cuidadosamente”. ¿Duro como el hormigón cuando
basta una cuchara para abrir un agujero?
Cuatro años después, en 1948,
vuelve a París. El árbol ha desaparecido, ha habido trabajos de excavación, el
lugar tiene un aspecto distinto. Él, sin embargo, trata de encontrar su tesoro
excavando “con la punta de los zapatos” en varios sitios distintos. Si había
conservado esos papeles durante todo el tiempo de la ocupación, ¿qué riesgo
había en que se los llevara a Alemania? Y si bastaba hurgar con la punta del
zapato, ¿qué escondite era ese? Hasta un niño podría descubrirlo.
Se trata de
una mitificación, sin duda, como tantos pasajes en que ejemplifica su rechazo
del nazismo: nunca firmó el juramento de fidelidad a Hitler, nunca saludó con
el brazo en alto, y detestaba tanto ir armado que un día decidió “pedirle a un
carpintero de la calle Ponthieu que me hiciese una imitación de madera, y
normalmente metía ese revólver en la cartuchera, en lugar de un arma
auténtica”. Cuesta imaginarse a un teniente del ejército alemán paseándose por
París con un revólver de juguete porque odiaba las armas. ¿Ninguno de sus
superiores se dio cuenta?
Pero
Gerhard Heller no nos miente; es fiel a su memoria, que ha ido, como toda
memoria, edulcorando el pasado. Hubo crímenes entonces pero él, al igual que
afirmaría luego la mayoría de los alemanes, nada tuvo que ver con ellos. Todo
lo contrario: hizo lo posible para atenuarlos.
Los años de
París fueron los mejores de su vida. La vida intelectual y social continuaba a
pesar de la ocupación y él, por el puesto que ocupaba, era mimado y adulado por
todos, por Cocteau y por Drieu la
Rochelle , por Picasso y por Braque, por Gaston Gallimard y por
la excéntrica millonaria Florence Gould. Al dictar sus recuerdos en 1980
(moriría dos años después) quiere dejar constancia de su verdad, pero sabe que
no será fácilmente comprendido y necesita disculparse: “Seguramente, es difícil
de entender, de admitir, que pudiésemos vivir esas horas de felicidad, mientras
que a nuestro lado se extendía la hambruna, se fusilaban rehenes, vagones
enteros de niños judíos viajaban a campos de concentración”. Reconoce que lo
sabía, pero que carecía “de la convicción suficiente y del valor” para
resistirse a tales atrocidades.
La memoria
de Gerhard Heller calla algunas cosas y maquilla otras, pero es en lo
fundamental verdadera: “No podía vivir continuamente en la brecha, angustiado;
tenía hambre y sed de auténtico contacto humano, de cultura, pero sobre todo de
amistad; encontraba todo eso en aquellas islas bienaventuradas que he citado,
donde podíamos refugiarnos unos cuantos, en medio de un océano de sangre y
lodo”.
Entre sus
“recuerdos felices” están dos sorprendentes historias de amor que aparecen al
final las memorias, fuera del lugar que les correspondería, como si hubiera
intentado callarlas todo el tiempo y solo al final se hubiera decidido a
contarlas. Una tarde de septiembre de 1942, mientras pasea por los Campos Elíseos
se encuentra a una jovencita medio escondida tras unos setos: “Me acerqué y me
puse a su lado. Parecía tener quince o dieciséis años y, a pesar de la
oscuridad que ya nos rodeaba, estaba muy guapa con sus dos trenzas rubias que
caían sobre los hombros”. Siguieron viéndose posteriormente: “¿Cómo se llamaba?
¿Quién era? Nunca lo supe. Martine, Nadine, Aline, así sonaba aproximadamente
cuando murmuraba su nombre. Le di el de Reinette. Fue durante unos meses mi
pequeña reina, mi Beatriz, acompañándome durante una pequeña parte del camino a
través de un mundo que se hacía cada vez más pesado y más oscuro”. Al lector no
le cuesta adivinar la verdad: era una adolescente francesa que se prostituía
para sobrevivir. Se encontraban los fines de semana y salían a pasear por los
alrededores de París, buscaban un lugar solitario y se bañaban completamente
desnudos en el río. Sin embargo, sus relaciones eran castas, ya que Reinette le
prohibía acercarse “a menos de quince metros”: “Yo respetaba la regla, así como
la prohibición de caricias más osadas que un beso en la boca o un simple
abrazo”. Un bonito, y algo morboso, cuento de hadas: “Sin embargo, ella
encontraba cierta diversión en excitarme, paseándose sin blusa por el campo, olvidando
ponerse las bragas para pedalear en bicicleta”. A pesar de eso, el oficial
alemán –si hemos de creerle– se comportó como un caballero en sus relaciones
con aquella algo lasciva jovencita.
El segundo
de los “recuerdos felices” de Gerhard Heller es todavía más sorprendente: “Una
tarde de noviembre de 1943, aproximadamente en el mismo sitio, conocí a un
chico, él también de unos quince o dieciséis años. Nos miramos, nos sonreímos,
me detengo y le pregunto si podemos caminar un rato juntos”. Ese fue el
comienzo de otra gran amistad. El tipo de amistad que comienza, ya anochecido,
tras los setos de un parque no parece que ofrezca muchas dudas. Por si las
hubiera, el teniente Heller precisa: “Jacques tenía una clara inclinación hacia
los hombres y me confesó haber tenido ya aventuras de ese tipo. A pesar de su
proposición, me negué a que nuestra amistad se transformase en amor homosexual.
Nos demostramos mucha ternura, me cogía gustosamente de la mano, nos dábamos un
beso cuando nos encontrábamos, pero nada más”. Otro bonito cuento de hadas.
Por lo que
dicen y por lo que callan resultan apasionantes estas memorias de un alemán en
París. Añaden nuevos matices a un período conflictivo de la historia que, como
todos, y como ya sabíamos por las novelas de Patrick Modiano, no puede ser
visto en blanco y negro.
Me he quedado con los ojos abiertos. En todas las almas, como en todas las casas, además de fachadas, hay un interior escondido. ¿No es cierto?
ResponderEliminarCompletamente cierto. Hasta yo, que lo cuento todo, escondo casi todo.
ResponderEliminarJLGM
Muchas gracias por tus comentarios al libro de Heller. A pesar de la distancia y del endulzamiento, no dejan de ser un testimonio en primera persona de la vida cultural, artística e intelectual de aquellos años de la Ocupación en París. Me ha interesado mucho su relación con los editores (Gallimard, Denoël..., y fue uno de los motivos por los que decidí publicarlo. Un cordial saludo
ResponderEliminarGracias por publicarlo. El libro está lleno de verdad, a pesar de las posibles trampas de la memoria.
ResponderEliminarJLGM
Es verdad que la memoria edulcora el pasado; es que el pasado es como una casa, como la casa de caramelo del cuento, solo que a veces esconde alguna bruja...
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