miércoles, 1 de mayo de 2024

Nobleza obliga

 

Enrique García-Máiquez
Ejecutoria, una hidalguía del espíritu
CEU ediciones. Madrid, 2024.

“Nobleza”, “caballerosidad”, “hidalguía” son palabras –y conceptos-- en desuso que el poeta Enrique García-Máiquez, uno de los más destacados de las últimas generaciones, quiere rescatar y poner de nuevo en circulación. El empeño es loable y para conseguirlo no duda en recurrir a una amplia erudición que no desdeña la cultura popular: san Bernardo de Claraval alterna así con la serie Juego de tronos, don Quijote con Corto Maltés, Dante con Mafalda.

            Desde el primer capítulo, el libro está trufado de citas que en ocasiones lo asemejan a un centón. El autor es consciente de ello y se defiende: “La inmemorial costumbre de citar a otros autores no es un alarde pedantesco ni una falta de confianza en la propia opinión, sino el modo natural de conversar con vivos y muertos, dándoles la palabra”. Pero ese método tiene sus riesgos como apoyo en la argumentación. No hay disparate que no pueda ser avalado por una cita, sobre todo si está al margen del contexto y no se tiene en cuenta el tiempo en que fue escrita.

            García-Máiquez reacciona contra el plebeyismo y el igualitarismo contemporáneos y quiere iniciar una nueva cruzada en favor del elitismo y los ideales aristocráticos, abandonados no queda claro desde cuando. ¿Desde la llegada de la democracia a España? ¿En los años veinte, los de la rebelión de las masas de que hablaba Ortega? Una cita de Edmund Burke señala que la decadencia habría comenzado mucho antes. Al enterarse del asesinato de la reina María Antonieta, escribió: “La edad de la caballería ha acabado. La de los sofistas, la de los economistas y contables ha llegado; y la gloria de Europa yace extinta para siempre”.

            Lo que más parece gustarle a García-Máiquez de los antiguos hidalgos es que estaban libres de pagar impuestos: eso quedaba para la clase baja, para los “pecheros”. Sorprende la abundancia de referencias a los impuestos en un libro dedicado a propugnar una “hidalguía espiritual”. Ya en el capitulo inicial leemos: “Hoy se podría afirmar sin exagerar demasiado que el único deber ciudadano es pagar impuestos”, lo que explicaría “el creciente rechazo a pagarlos”, del que parece querer convertirse en adalid.

A la “rapacidad impositiva” del gobierno se debe que ya no haya “proyectos comunitarios, como cuando las ciudades levantaban sus catedrales, sus hospitales, sus escuelas y sus asilos gracias a las donaciones de los vecinos”. Frente a esos felices tiempos medievales, la situación contemporánea es descrita atinadamente --a juicio de García-Máiquez-- por el pensador brasileño Olavo de Carvalho: el ciudadano moderno no quiere proteger su casa, sino que la proteja la policía; no quiere formar a sus hijos, sino entregarlos a los pedagogos que los transformarán en robots políticamente correctos; no quiere decidir qué come, qué bebe o qué fuma, quiere que la burocracia sanitaria le imponga un régimen, y el Estado sabe que “cuantos más derechos concede a ese cretino, más impuestos hay que cobrar y menor es el margen de libertad de millones de idiotas cargaditos de derechos”. No sorprende que este “pensador” brasileño sea uno de los ideólogos de Jair Bolsonaro, pero sí que García-Máiquez se alinee con él a la hora de propugnar que mejor que cada uno defienda su casa con una pistola que contar con la policía y de llamar “cretino” e “idiota” al ciudadano que piensa lo contrario.

            Hay dos libros en este libro, como parece haber dos almas en su autor. Por un lado, es una defensa de la espiritualidad y de la cultura, del mejoramiento interior, de la defensa de un ideal de superación válido para todos: “Uno a uno somos nuestro término de comparación. Ser distinguido no es distinguirse de los demás, sino del peor yo de cada uno y, en un segundo estadio, del yo mediocre”.

Por otra parte, constituye una defensa de los privilegios heredados, de la nobleza “de sangre”, del no pagar impuestos, del burlar la ley, o al menos ciertas leyes: su padre le permitía conducir cuando no tenía edad para hacerlo y él con sus hijos pequeños se permitió otras libertades semejantes. “No pondré ejemplos, porque no han prescrito”, afirma este contrarrevolucionario con ramalazos ácratas.

            Incluso llegó a fantasear con la creación de un grupo terrorista, “aristoterrorista” lo llama él, dedicado a hacer volar por los aires edificios y museos espantosos (suponemos que avisaría con tiempo para poder desalojarlos antes de que estallara la bomba). Al final, afortunadamente, se conformó con escribir un relato con algo de manifiesto: “A estas alturas tal vez la única manera de lograr una sociedad más hermosa sea un golpe sobre la mesa. El momento exige que los hombres de bien tengan la audacia de los canallas”.

            García-Máiquez no tiene esa audacia, pero sí la de equiparar un aforismo de Ramón Eder (“Escribir un libro excelente también es luchar contra lo que está mal en el mundo”) con un “pensamiento” de “San Josemaría Escrivá de Balaguer, fugaz marqués de Peralta” (así lo llama) en el que pide libros “que son alimento, para la inteligencia católica, apostólica y romana de muchos jóvenes universitarios” y ¡se lleva cada chasco! En otro lugar equipara al fundador del Opus Dei con Fernando de los Ríos y al de la Asociación Católica de Propagandistas, el jesuita Ángel Ayala, autor de Formación de selectos, con la generación de 14: Ortega, d’Ors, Juan Ramón Jiménez.

            En Ejecutoria hay hermosos capítulos, como la mayoría de los que componen la sección “Árbol bibliogenealógico”, dedicada a algunos de los libros que más admira, pero hay también un sectario predicador disfrazado de pensador y de analista del mundo contemporáneo. “Al desaparecer del ámbito público la aristocracia –escribe--, desaparece su competencia específica, que es velar por la verdad”. ¿Desde cuándo? ¿Los duques de esto o los marqueses de aquello han velado más por la verdad que cualquier otro ciudadano? Enrique García-Máiquez, en su defensa de lo indefendible, no tiene inconveniente en comulgar con ruedas de molino. Pero nunca pierde el buen humor ni el buen estilo, y eso hay que agradecérselo en estos tiempos de broncos enfrentamientos ideológicos.

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