Gregorio Martínez Sierra
Canción de cuna
Edición de Juan Aguilera e Isabel
Lizarraga
Sevilla. Renacimiento, 2024.
Gregorio
Martínez Sierra fue una de las figuras literarias más destacadas del primer
tercio del siglo XX. Se inició con el modernismo y su nombre alternaba entonces
con los de Juan Ramón Jiménez o los hermanos Machado. Fundó revistas y
editoriales, cultivó todos los géneros literarios, aunque destacó especialmente
en el teatro. Pronto se le consideró como el más notable discípulo de
Benavente. A su talento como autor, añadió el de director, no solo teatral,
también cinematográfico.
Desde muy pronto, sin embargo,
comenzaron a circular rumores de que esa prolífica obra literaria no era
enteramente suya, o no era en absoluto suya, sino de su mujer: María Lejárraga.
Gregorio
Martínez Sierra murió en 1947; la “escritora fantasma” que estaba tras él, en
1974, a punto de cumplir cien años. Vivía de la literatura, tuvo que seguir
escribiendo, pero ya no podía esconderse tras el nombre del escritor fallecido
y firmó sus obras como María Martínez Sierra. En una de ellas, la
autobiográfica Gregorio y yo, de 1953, confesó por fin que todas sus
obras, salvo el libro de poemas La casa de la primavera, dedicado a
ella, estaban escritas en colaboración. Hoy sabemos que, en la mayor parte de los
casos, hubo algo más que colaboración, autoría absoluta.
Actualmente
se considera como un ejemplo más de la secular opresión femenina el que una
mujer se ocultara tras el nombre de su marido. Pero no hubo opresión ninguna en
el caso de María Martínez Sierra, una de las fundadoras del Lyceum Club
Femenino, y diputada socialista en los años republicanos. Podemos pensar que su
decisión fue un acto de amor, y sin duda en el principio lo fue, pero el
matrimonio acabó cuando Gregorio se enamoró de una joven actriz, Catalina
Bárcena, y la secreta colaboración sin embargo continuó. Incluso cuando se
tratada de una activa campaña periodística en defensa de la mujer –recogida
luego en libros como Cartas a mujeres de España, Feminismo, feminidad,
españolismo y La mujer moderna--
los artículos, escritos por María, los firmaba Gregorio Martínez Sierra.
Esa
anomalía sigue sin tener explicación, pero es la que despierta hoy interés
hacia una obra literaria demasiado ligada a su tiempo y que no parece haber
sobrevivido a ese tiempo.
Una
posible excepción supone Canción de cuna, estrenada en 1910 y pronto representada
con éxito en los más diversos países. Entre 1933 y 1993 tuvo cinco versiones
cinematográficas y fue adaptada para la televisión en Italia y Estados Unidos.
La
nueva edición de esa obra, a cargo de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga, aparece
firmada por María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, contraviniendo
la voluntad de su principal autora. Pero es ella la que interesa hoy: esa
“mujer en la sombra”, como se le llamó en el título de una biografía suya, ha
acabado dejando en la sombra a su marido, quizá injustamente, porque fue el
primer director teatral de su tiempo, al tanto de todos los avances de la
dramaturgia europea.
El
éxito de Canción de cuna sorprendió a todo el mundo. La obra transcurre
en un convento de monjas de clausura y apenas hay acción en ella: en el primer
acto una manos anónimas dejan en el torno del convento a una recién nacida; en
el segundo, esa niña que se ha criado con las monjas y ya ha cumplido dieciocho
años, deja el convento para casarse. Y nada más, y todo ocurre sin ahorrarnos
sentimentalismo y sin ningún asomo de puesta en cuestión de la vida religiosa.
Comenzamos
a leer con todas las precauciones, y sin embargo, contra todo pronóstico, el
primer acto consigue emocionarnos. Por supuesto, puede interpretarse la obra en
clave feminista, como hace Alda Blanco en un artículo citado en el prólogo, y ello
resulta muy evidente en algunos pasajes: “Usted, cuando era chica –le dice
Teresa, a punto de dejar el convento, a una de las monjas--, ¿no ha tenido
nunca pena por no ser hombre? Yo sí, porque pensaba que quisiera ser esto y lo
otro y lo de más allá. ¡Qué sé yo! ¡Capitán, general, arzobispo, hasta Papa! ¡Y
me daba rabia, solo por ser mujer, no servir siquiera para monaguillo!”. Esa
rebeldía termina con el enamoramiento: “Pero ahora, desde… bueno, desde que
quiero a Antonio y él me quiere a mí, no me importa, porque si yo soy una pobre
ignorante, él es un sabio, y si yo valgo poco, él vale mucho, y si yo tengo que
estarme en mi rincón, él puede llegar donde llegue el más alto, y en vez de
darme envidia, me da gusto…”
No,
no es una obra reivindicativa Canción de cuna, como no fue una mujer
oprimida María de la O Lejárraga. Fue un enigma que aún no acertamos a
resolver, como tampoco dónde radica el encanto antiguo –pero aún no desvanecido--
de Canción de cuna, una obra que ahora reaparece en edición ejemplar, con
los dibujos de Fontanals, las orlas y el emocionante colofón de la edición en
la Biblioteca Estrella: “Este libro se acabó de imprimir el 11 de noviembre de
1918, día en que se firmó el armisticio de la Gran Guerra, que todos los
corazones bien nacidos esperamos haya sido la última del mundo”.
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