Miguel Munárriz
Empeñados en ser felices
Aguilar. Barcelona, 2024.
Hay una
idea romántica de la literatura en la que los únicos personajes que importan
son el autor que escribe en soledad y los lectores “que escuchan con sus ojos”,
como en el soneto de Quevedo, a los vivos y a los muertos. Pero la literatura
tiene muchos más imprescindibles protagonistas: los críticos, los editores, los
libreros, los distribuidores, los gestores culturales. Es un arte, pero también
una industria que emplea a miles de trabajadores.
Miguel Munárriz comenzó como poeta y
librero en Langreo, en la cuenca minera asturiana, allá por los años setenta.
Integraba un grupo juvenil del que formaban parte, entre otros, los poetas
Alberto Vega y Ricardo Labra y el artista gráfico Helios Pandiella, editores todos
ellos de la revista Luna de abajo.
Miguel
Munárriz no tuvo éxito con su librería y tuvo la inteligencia de abandonar pronto
el verso (aunque solo como autor, como lector seguiría siendo una de sus
pasiones). Su verdadero camino lo encontró de la mano de Ángel González, a
quien Luna de abajo dedicó un espléndido homenaje que se ha convertido
en objeto de coleccionista. La preparación de ese número monográfico le puso en
contacto con los amigos de Ángel González, que eran en buena medida lo mejor de
la literatura de su tiempo. El siguiente paso, fue la organización de unos
encuentros literarios sobre la generación del 50 patrocinados por el
Ayuntamiento de Oviedo. Vinieron luego otros encuentros sobre narradores,
literatura hispanoamericana, literatura y cine. Entre 1987 y 2000 –escribe con
razón Miguel Munárriz-- Oviedo se convirtió en una de las capitales literarias
de España. Y en buena medida, fue obra suya. Gracias a esos encuentros se
reveló como el más eficaz gestor y promotor cultural. Pronto daría el salto a
Madrid, aunque sin abandonar nunca la relación con Asturias, alternando el
sector público con el privado: dirigió el suplemento cultural de El Mundo,
fue delegado del Principado de Asturias en Madrid y director de comunicación
del grupo editorial Santillana, fundó –junto con Palmira Márquez, colaboradora
imprescindible-- la agencia literaria Dos Passos, que todavía dirige (también
un restaurante, la Vinografía) y siempre trató de ser el amigo de todos, ajeno
a las rencillas y a los cainitas enfrentamientos propios del mundillo literario.
De esa larga trayectoria quiere
dejar constancia en el libro, lleno de nombres y de anécdotas, Empeñados en
ser felices (el título ya es una declaración de intenciones). “Os quiero a
todos” podía ser otro de los títulos. Claro que hubo quienes no se dejaron
querer, pero Miguel Munárriz procura pasar sobre ciertos asuntos polémicos de
la manera más diplomática posible. Un buen ejemplo lo encontramos en el
capítulo dedicado a la frustrada Fundación Ángel González, de la que él era uno
de los patronos por designación del Principado. Tiene claro quién se comportó
de manera errática e incomprensible, incluso en contra de sus propios
intereses, Susana Rivera, la presidenta de la Fundación, pero solo se lamenta
de que el proyecto no se llevara a cabo, sin acusar a nadie. También de
elegante manera alude a los rechazos de Gamoneda o de Valente a formar parte de
nada que tuviera que ver con la llamada generación del cincuenta.
Miguel Munárriz parece haber
conocido y admirado a todo el que ha sido alguien en la literatura de las
últimas décadas, pero no todas las anécdotas que cuenta resultan del mismo
interés. Algunas incluso dan la impresión de haberle llegado de segunda mano.
Es el caso, por citar un ejemplo, de la amenaza del Camilo José Cela al
militante comunista y directivo de la asociación Tribuna Ciudadana (de la que
Munárriz también llegó a ser directivo), José María Laso, que luego se quejaba
en la prensa: “Hacerme esto a mí, que como todo el mundo dice soy un santo.
Laico, pero santo”.
Recupera Munárriz para el libro
parte de su archivo: correspondencia, artículos, entrevistas, y no escatima los
elogios que se le han dedicado. Cuando le llaman para dirigir La esfera, el
suplemento cultural de El Mundo, Umbral quiere de inmediato conocerle y
en su diario dominical, “Autorretrato con guantes”, escribe: “Munárriz me
parece un chico alto y enterado, todavía con un cierto relente provinciano e
ingenuo (quizá bien administrado por él), con ideas claras”. Eran tiempos en
que aparecer en las negritas de Umbral suponía la consagración, estar en “el
meollo del bollo”. Y también en los que el alcoholismo no parecía considerarse
una adición, sino uno de los principales requisitos de la profesión literaria.
“El grado de alcoholismo de los siete –nos dice a propósito de una cena del
grupo de Luna de abajo con Ángel González y Susana Rivera--, en caso de
tener que soplar ante la Guardia Civil, nos hubiera acarreado una pena de
prisión importante”. Al riesgo que para la propia vida y la de los demás
suponía conducir en esas condiciones ni se alude. Tampoco a que no todo fueron
“carcajadas de admiración y delirio” cuando Bryce Echenique se subió al
escenario del Campoamor, en plena ebriedad, y casi no dejó hablar a nadie más; algunos,
dentro y fuera del escenario, sintieron vergüenza ajena. Recuerdo bien –fui uno
de los asistentes-- la cara de espanto de Francisco Brines cuando estuvo a
punto de contar un encuentro nocturno del poeta como los que luego contaría,
con pelos y señales, un compañero de aquellas correrías.
Hubo
también algún sonado enfrentamiento etílico entre el autor de El don de la
ebriedad y José Agustín Goytisolo y yo mismo fui testigo de la avidez con
que un demacrado Carlos Barral, al final de una de las comidas, y cuando su
mujer le dejó solo un momento, se bebía con avidez los restos de vino que
habían quedado en la copa de los comensales. En aquellos días de vino y rosas,
no todos fueron rosas.
Empeñados en ser felices retrata,
con generosa e inagotable cordialidad, a una casi infinita nómina, a nombres
muy conocidos y a otros menos, pero que merecían serlo, como el poeta Alberto
Vega, pero es sobre todo un autorretrato de su autor, que aquí está entero y
verdadero con todas sus cualidades, que son muchas, y también con las inevitables
limitaciones.
Intensa vida la de Carlos Barral, murió con 61 años, yo pensaba que era mucho mayor.
ResponderEliminarSi no estoy equivocado el mismo equipo, Munarriz, Labra y Vega (en los 80 parecían un grupo musical, "Luna de abajo") publicaron "Rey Lagarto", en similar línea.
ResponderEliminarConstituía un soplo de aire fresco en el ambiente literario, donde además de los excesos etilicos, abundan personajes circunspectos e introvertidos, todo lo contrario que Munarriz.
Creo que no era el mismo equipo.
ResponderEliminarTienes razón, "Rey Lagarto" contaba con dos "colaboradores asiduos" que me suenan: Clara Janes y J.L. García Martín.
ResponderEliminarAl ser publicada en Langreo pensaba que estaba alguno de "Luna de abajo".
Yo no era asiduo, Víctor. Colaboré alguna vez, como en "Luna de abajo".
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