miércoles, 29 de mayo de 2024

Poesía con notas


Luis Alberto de Cuenca
El reino blanco
Edición de Pablo Núñez Díaz
Reino de Cordelia. Madrid, 2024.

La evolución de la poesía de Luis Alberto de Cuenca no deja de resultar paradójica. Desde unos inicios herméticos y culturalistas, en la línea poética de los años setenta, ha pasado a convertirse en un poeta popular, con una difusión más propia de los que él mismo ha denominado “parapoetas”, y a la vez en uno de los más atendidos por la crítica universitaria. Tal hecho se corresponde con el carácter bifronte de su poesía, por un lado, llena de referencias cultas (acordes con la formación académica de su autor) y por otro próxima al lenguaje de la calle y a la cultura popular.

            Pocos autores han contado en vida con tal abundancia de reediciones y antologías. En la literatura española, quizá solo el hoy desprestigiado Campoamor pueda comparársele. Contra lo que pudiera pensarse, no es esa la única semejanza con el autor de las Doloras y Humoradas. Ambos bajaron el diapasón de la poesía, le quitaron los coturnos para ponerle zapatillas de paseo o de andar por casa.

En cuanto al prosaísmo y a la distensión poética, Luis Alberto de Cuenca llega a veces más lejos de Campoamor y comienza algunos poemas como si se tratara de un artículo periodístico o un apunte autobiográfico. En El reino blanco, encontramos abundantes ejemplos de ello. Así comienza uno de los poemas: “Y pensar que, después que yo me muera, / Foxá, que lleva muerto tantos años, / seguirá vivo en Cui-Ping-Sing, su obra / maestra, que escribió en el 38 / y dio a la luz un par de años después”. Difícilmente encontramos versos como esos en cualquier otro poeta, aunque no escaseen en Luis Alberto de Cuenca.

            La crítica académica, que suele ser acrítica, no acostumbra a entrar en estas cuestiones: el valor se les supone a los textos que estudia y todos están al mismo nivel. Hasta mediados del siglo pasado, los estudios universitarios solían dejar de lado la literatura contemporánea. En la universidad española, la primera tesis sobre un autor vivo, hasta donde llegan mis noticias, fue la que Carlos Bousoño dedica a la poesía de Aleixandre. Por esos años, otro doctorando, José María Martínez Cachero, tuvo que renunciar a ocuparse de las novelas de Azorín y sustituirlo por un poeta muy menor, pero del XIX. La situación ha cambiado, pero ahora casi estamos en el extremo opuesto. Y se aplican a obras contemporáneas herramientas filológicas más apropiadas para la literatura de otro tiempo.

            Una edición crítica resulta imprescindible cuando se trata de una obra que nos ha llegado en diversas versiones, manuscritas o impresas, ninguna de las cuales cuenta con el refrendo del autor. ¿Resulta necesaria en el caso de un autor vivo que cuida las ediciones de sus obras? Parece algo dudoso.

            Pablo Núñez Díaz, en su edición crítica de El reino blanco, ha tenido el buen criterio, de ofrecernos el texto limpio, sin llamadas a pie de página ni interrupciones aclaratorias, dejando las notas para el final. Si no una edición crítica, la reedición de obras contemporáneas necesita siempre un editor responsable: el autor no suele ser buen editor de sí mismo y con frecuencia deja pasar erratas y lapsus de una edición a otra. Un buen ejemplo de ello es este mismo libro, del que se había suprimido (al parecer por un error informático) el poema final en dos ediciones de la poesía completa del autor.

            Además de la minuciosa y precisa anotación de ediciones y variantes (como si se tratara de un clásico del Siglo de Oro), Pablo Núñez Díaz incluye algunas notas de otro tipo, que son las que mayor interés pueden tener para el lector común. La poesía de Luis Alberto de Cuenca, llena de explícitas e implícitas referencias culturalistas, se presta mucho a anotaciones enciclopédicas de este tipo, lo que explica en parte su éxito en el mundo académico.

            Las ediciones profusamente anotadas (dos o tres líneas de texto en la página y el resto ocupado por la nota) han perdido gran parte de su prestigio, hoy quedan como muestra de usos eruditos de otro tiempo (Francisco Rico hizo mucho por desterrarlos). A veces se confunde una edición crítica con una edición escolar, en la que se señala al estudiante la presencia de una hipálage o se le aclara quién fue Góngora. Al lector adulto, le sobran todas las aclaraciones que pueda encontrar con una simple consulta a Google o a cualquier otro buscador.

            En las notas a esta edición que no se refieren a variantes, nos parece que sobran unas y quizá falten otras. Si en el poema “La maleta perdida” encontramos el verso “tantas como los besos de los que habla Catulo”, no parece necesaria una nota que nos indique que se refiere al poema “Los besos” de Catulo (un poema, por cierto, sin título en el original). Ninguna nota lleva, en cambio, “Buscando el yo perdido”, que en los seis primeros versos parafrasea o cita (sin mencionarlos) a Quevedo, Cervantes, San Juan de la Cruz e incluso alude a una película de Garci. Tampoco se aclara en “Cuanto sé de mí” que ese es el título de un libro de José Hierro, publicado en el 58, y luego de sus poesías completas y que la cita que incluye Luis Alberto de Cuenca (“Tuve amor y tengo honor, / esto es cuando sé de mí”) coincide con la que Hierro toma de Calderón.

            Pero estas son precisiones de erudito que el lector, en la mayor parte de los casos, no necesita: el poema se sostiene sin ellas, aunque se enriquece cuando nos vienen a la memoria. Lo que conviene es ponerle en guardia contra cualquier intento de mitificación. No todo lo que publica Luis Alberto de Cuenca está al mismo nivel, no ya entre un libro y otro o entre una etapa y otra, sino en el mismo libro.

“Caprichos” se titula una de las secciones de El libro blanco. Como caprichos, ocurrencias, humoradas, a la manera de Campoamor, podemos considerar muchos de sus poemas, prescindibles unas veces, graciosos otras y no exentos otras de burbujeante frivolidad como de opereta: “¿De qué armario de diosa / mesopotámica / sale tu lencería / de seda grana? / --De un millonario, / que es quien ha renovado / mi vestuario”.

            No es posible ser sublime sin interrupción, como pretendía Baudelaire, ni poeta de verdad a todas horas. De los noventa poemas de El reino blanco pueden sobrar unos cuantos (el autor se muestra algo complaciente consigo mismo), pero a un puñado de ellos –yo me quedo, entre otros, con los epitafios a Joker y a Soseki, un perro y un gato, con la “Carta a los Reyes Magos” o con el becqueriano, y cernudiano, “Suspiro”, cada lector tendrá sus preferencias-- pueden aplicárseles las palabras de Horacio: “exegi monumentum aere perennius”, levanté un monumento más duradero que el bronce.

 

miércoles, 22 de mayo de 2024

La vida literaria

 

Miguel Munárriz
Empeñados en ser felices
Aguilar. Barcelona, 2024.

Hay una idea romántica de la literatura en la que los únicos personajes que importan son el autor que escribe en soledad y los lectores “que escuchan con sus ojos”, como en el soneto de Quevedo, a los vivos y a los muertos. Pero la literatura tiene muchos más imprescindibles protagonistas: los críticos, los editores, los libreros, los distribuidores, los gestores culturales. Es un arte, pero también una industria que emplea a miles de trabajadores.

            Miguel Munárriz comenzó como poeta y librero en Langreo, en la cuenca minera asturiana, allá por los años setenta. Integraba un grupo juvenil del que formaban parte, entre otros, los poetas Alberto Vega y Ricardo Labra y el artista gráfico Helios Pandiella, editores todos ellos de la revista Luna de abajo.

Miguel Munárriz no tuvo éxito con su librería y tuvo la inteligencia de abandonar pronto el verso (aunque solo como autor, como lector seguiría siendo una de sus pasiones). Su verdadero camino lo encontró de la mano de Ángel González, a quien Luna de abajo dedicó un espléndido homenaje que se ha convertido en objeto de coleccionista. La preparación de ese número monográfico le puso en contacto con los amigos de Ángel González, que eran en buena medida lo mejor de la literatura de su tiempo. El siguiente paso, fue la organización de unos encuentros literarios sobre la generación del 50 patrocinados por el Ayuntamiento de Oviedo. Vinieron luego otros encuentros sobre narradores, literatura hispanoamericana, literatura y cine. Entre 1987 y 2000 –escribe con razón Miguel Munárriz-- Oviedo se convirtió en una de las capitales literarias de España. Y en buena medida, fue obra suya. Gracias a esos encuentros se reveló como el más eficaz gestor y promotor cultural. Pronto daría el salto a Madrid, aunque sin abandonar nunca la relación con Asturias, alternando el sector público con el privado: dirigió el suplemento cultural de El Mundo, fue delegado del Principado de Asturias en Madrid y director de comunicación del grupo editorial Santillana, fundó –junto con Palmira Márquez, colaboradora imprescindible-- la agencia literaria Dos Passos, que todavía dirige (también un restaurante, la Vinografía) y siempre trató de ser el amigo de todos, ajeno a las rencillas y a los cainitas enfrentamientos propios del mundillo literario.

            De esa larga trayectoria quiere dejar constancia en el libro, lleno de nombres y de anécdotas, Empeñados en ser felices (el título ya es una declaración de intenciones). “Os quiero a todos” podía ser otro de los títulos. Claro que hubo quienes no se dejaron querer, pero Miguel Munárriz procura pasar sobre ciertos asuntos polémicos de la manera más diplomática posible. Un buen ejemplo lo encontramos en el capítulo dedicado a la frustrada Fundación Ángel González, de la que él era uno de los patronos por designación del Principado. Tiene claro quién se comportó de manera errática e incomprensible, incluso en contra de sus propios intereses, Susana Rivera, la presidenta de la Fundación, pero solo se lamenta de que el proyecto no se llevara a cabo, sin acusar a nadie. También de elegante manera alude a los rechazos de Gamoneda o de Valente a formar parte de nada que tuviera que ver con la llamada generación del cincuenta.

            Miguel Munárriz parece haber conocido y admirado a todo el que ha sido alguien en la literatura de las últimas décadas, pero no todas las anécdotas que cuenta resultan del mismo interés. Algunas incluso dan la impresión de haberle llegado de segunda mano. Es el caso, por citar un ejemplo, de la amenaza del Camilo José Cela al militante comunista y directivo de la asociación Tribuna Ciudadana (de la que Munárriz también llegó a ser directivo), José María Laso, que luego se quejaba en la prensa: “Hacerme esto a mí, que como todo el mundo dice soy un santo. Laico, pero santo”.

            Recupera Munárriz para el libro parte de su archivo: correspondencia, artículos, entrevistas, y no escatima los elogios que se le han dedicado. Cuando le llaman para dirigir La esfera, el suplemento cultural de El Mundo, Umbral quiere de inmediato conocerle y en su diario dominical, “Autorretrato con guantes”, escribe: “Munárriz me parece un chico alto y enterado, todavía con un cierto relente provinciano e ingenuo (quizá bien administrado por él), con ideas claras”. Eran tiempos en que aparecer en las negritas de Umbral suponía la consagración, estar en “el meollo del bollo”. Y también en los que el alcoholismo no parecía considerarse una adición, sino uno de los principales requisitos de la profesión literaria. “El grado de alcoholismo de los siete –nos dice a propósito de una cena del grupo de Luna de abajo con Ángel González y Susana Rivera--, en caso de tener que soplar ante la Guardia Civil, nos hubiera acarreado una pena de prisión importante”. Al riesgo que para la propia vida y la de los demás suponía conducir en esas condiciones ni se alude. Tampoco a que no todo fueron “carcajadas de admiración y delirio” cuando Bryce Echenique se subió al escenario del Campoamor, en plena ebriedad, y casi no dejó hablar a nadie más; algunos, dentro y fuera del escenario, sintieron vergüenza ajena. Recuerdo bien –fui uno de los asistentes-- la cara de espanto de Francisco Brines cuando estuvo a punto de contar un encuentro nocturno del poeta como los que luego contaría, con pelos y señales, un compañero de aquellas correrías.

Hubo también algún sonado enfrentamiento etílico entre el autor de El don de la ebriedad y José Agustín Goytisolo y yo mismo fui testigo de la avidez con que un demacrado Carlos Barral, al final de una de las comidas, y cuando su mujer le dejó solo un momento, se bebía con avidez los restos de vino que habían quedado en la copa de los comensales. En aquellos días de vino y rosas, no todos fueron rosas.

            Empeñados en ser felices retrata, con generosa e inagotable cordialidad, a una casi infinita nómina, a nombres muy conocidos y a otros menos, pero que merecían serlo, como el poeta Alberto Vega, pero es sobre todo un autorretrato de su autor, que aquí está entero y verdadero con todas sus cualidades, que son muchas, y también con las inevitables limitaciones.



             

 

jueves, 16 de mayo de 2024

El arte de leer

 

José Cereijo
Lecturas de riesgo
Polibea. Madrid, 2024.

¿Tiene sentido recopilar en un volumen las reseñas de novedades bibliográficas publicadas a lo largo de los años? Aunque no falten ejemplos de ello, en principio parece que no, que poco interés pueden despertar en el lector. Las reseñas que suelen aparecer en los suplementos literarios acostumbran a ser parte de la promoción del producto, publicidad encubierta. No es casual que los principales suplementos acostumbren a coincidir en el lanzamiento de la semana. Y cuando no forman parte del engranaje de la industria editorial suelen obedecer a la amistad o al intercambio de favores, el “do ut des” del que hablaban los clásicos o la sociedad de bombos mutuos del tiempo de Clarín. Es lo más frecuente en el caso de la poesía, un género que solo muy tangencialmente entra a formar parte del mercado.

            Lecturas de riesgo, de José Cereijo, se incluye entre las pocas recopilaciones de ese género desdeñado y menor que pueden leerse con provecho. El autor es un poeta, uno de los más notables de su generación, pero además, y antes que nada, un buen lector que gusta de reflexionar sobre sus lecturas y sobre el arte literario en general. Los libros de los que habla no le han sido impuestos --o imperiosamente sugeridos, según suele ser costumbre-- por el coordinador del suplemento en que aparecieron, sino seleccionados entre aquellos de los que tenía algo que decir.

            Comienza hablando de un volumen recopilatorio emparentado con el suyo, Lecturas ejemplares, en el que una serie de escritores seleccionan reseñan que ellos consideran “ejemplares”. No lo son muchas de ellas, señala atinadamente Cereijo, aunque puedan considerarse, sin embargo, textos literarios notables. Una reseña, en su recto sentido, debería ser “una lectura que pretenda, en primer lugar, entender lo que el texto dice y cómo lo dice, dejando en último plano  --como inevitable, no como deliberadamente buscado-- lo que esa lectura inevitablemente tiene de subjetivo”. El texto no debe servir de pretexto para el lucimiento del comentarista ni ser sometido al lecho de Procusto de sus prejuicios.

            Se ocupe de clásicos o de contemporáneos, lo primero que hace José Cereijo es tratar de entender y de situar en su contexto –no tomarlo como pretexto-- aquello que lee. Aunque trata principalmente de poesía, no deja de prestar atención a otros géneros (excluye la novela, el preferido por la industria editorial).

A propósito de la correspondencia entre Henry James y Robert Louis Stevenson escribe: “La edición de cartas privadas –aparte del dilema moral que tan a menudo plantea, o tal vez solo debería plantear--  tiene el riesgo de recoger cosas que, no pensadas acaso para su difusión pública, tal vez no tengan tampoco un público interés”. Eso último es lo que tan a menudo ocurre con los epistolarios de escritores, donde el editor no sabe distinguir entre las cartas con valor documental o literario y las que solo contienen corteses banalidades.

            Refiriéndose al diario de los Goncourt, subraya que “lo que lo hace hoy mismo una lectura fascinante es el don de los autores para el rasgo vivo, para evocar en pocas palabras a una persona o a un hecho y traerlos enteros ante nosotros”. De Gide nos dice que el protagonista de su Diario –también, de algún modo, un personaje de ficción—empequeñece a los de sus novelas, “todos, a estas alturas, un poco pálidos, un poco demasiado escritos”.

            La honestidad del autor le lleva a veces a discrepar en nota de sus propias afirmaciones. A propósito de unos versos de José Luis Parra (“Si el amor más sublime y acendrado / se va desdibujando con el tiempo / en el desván de la memoria, / ninguna eternidad nos merecemos”), se preguntaba si era realmente imprescindible el verso del “desván”, y ahora añade en nota que esa observación “da cuenta de un yo que encuentro hoy menos flexible y más inmaduro”, calificando de “superficial e impaciente” su mirada de entonces.

            Más discutible resulta otra nota en la que defiende su uso del término “poema dramático” en lugar del habitual “monólogo dramático”. Pero un monólogo dramático es un poema puesto en boca de un personaje –real o imaginario-- que habla en una situación concreta. En un poema dramático, los que hablan son varios personajes (a menudo, con el nombre de cada uno encabezando su parte del diálogo, como en una obra de teatro), mientras que en el “poema histórico”, como en tantos de Cavafis, se narran hechos de otro tiempo en tercera persona.

            Muy atinadas, en cambio, resultan sus observaciones sobre la autenticidad artística a propósito del libro Joana, de Joan Margarit. ¿Tienen valor esos poemas con independencia de la conmovedora anécdota biográfica que les ha dado origen?, se pregunta. “¿Soportan que olvidemos lo que tienen de transcripción de unos datos veraces –pero en un ámbito ajeno al del propio poema--, para centrarnos solamente en su autenticidad artística?”. Esa sería la pregunta esencial cuando nos acercamos a una obra de arte “basada en hechos reales”.

            A la interrogación de si estas reseñas, escritas a lo largo de dos décadas para diversas publicaciones, merece la pena que sean rescatadas, responderíamos que sí, aunque alguna de las obras que se comentan (el Diarios de Gide, por ejemplo) cuente con mejores ediciones y aunque no deje de rendirse, a la hora de hablar de poetas, cierto tributo a la amistad. Constituyen una excelente muestra de un arte no menos difícil que el de escribir, el de leer, y al que no suele prestársele demasiada atención.

           

miércoles, 1 de mayo de 2024

Doble enigma

 

Gregorio Martínez Sierra
Canción de cuna
Edición de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga
Sevilla. Renacimiento, 2024.

Gregorio Martínez Sierra fue una de las figuras literarias más destacadas del primer tercio del siglo XX. Se inició con el modernismo y su nombre alternaba entonces con los de Juan Ramón Jiménez o los hermanos Machado. Fundó revistas y editoriales, cultivó todos los géneros literarios, aunque destacó especialmente en el teatro. Pronto se le consideró como el más notable discípulo de Benavente. A su talento como autor, añadió el de director, no solo teatral, también cinematográfico.

            Desde muy pronto, sin embargo, comenzaron a circular rumores de que esa prolífica obra literaria no era enteramente suya, o no era en absoluto suya, sino de su mujer: María Lejárraga.

Gregorio Martínez Sierra murió en 1947; la “escritora fantasma” que estaba tras él, en 1974, a punto de cumplir cien años. Vivía de la literatura, tuvo que seguir escribiendo, pero ya no podía esconderse tras el nombre del escritor fallecido y firmó sus obras como María Martínez Sierra. En una de ellas, la autobiográfica Gregorio y yo, de 1953, confesó por fin que todas sus obras, salvo el libro de poemas La casa de la primavera, dedicado a ella, estaban escritas en colaboración. Hoy sabemos que, en la mayor parte de los casos, hubo algo más que colaboración, autoría absoluta.

Actualmente se considera como un ejemplo más de la secular opresión femenina el que una mujer se ocultara tras el nombre de su marido. Pero no hubo opresión ninguna en el caso de María Martínez Sierra, una de las fundadoras del Lyceum Club Femenino, y diputada socialista en los años republicanos. Podemos pensar que su decisión fue un acto de amor, y sin duda en el principio lo fue, pero el matrimonio acabó cuando Gregorio se enamoró de una joven actriz, Catalina Bárcena, y la secreta colaboración sin embargo continuó. Incluso cuando se tratada de una activa campaña periodística en defensa de la mujer –recogida luego en libros como Cartas a mujeres de España, Feminismo, feminidad, españolismo  y La mujer moderna-- los artículos, escritos por María, los firmaba Gregorio Martínez Sierra.

Esa anomalía sigue sin tener explicación, pero es la que despierta hoy interés hacia una obra literaria demasiado ligada a su tiempo y que no parece haber sobrevivido a ese tiempo.

Una posible excepción supone Canción de cuna, estrenada en 1910 y pronto representada con éxito en los más diversos países. Entre 1933 y 1993 tuvo cinco versiones cinematográficas y fue adaptada para la televisión en Italia y Estados Unidos.

La nueva edición de esa obra, a cargo de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga, aparece firmada por María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, contraviniendo la voluntad de su principal autora. Pero es ella la que interesa hoy: esa “mujer en la sombra”, como se le llamó en el título de una biografía suya, ha acabado dejando en la sombra a su marido, quizá injustamente, porque fue el primer director teatral de su tiempo, al tanto de todos los avances de la dramaturgia europea.

El éxito de Canción de cuna sorprendió a todo el mundo. La obra transcurre en un convento de monjas de clausura y apenas hay acción en ella: en el primer acto una manos anónimas dejan en el torno del convento a una recién nacida; en el segundo, esa niña que se ha criado con las monjas y ya ha cumplido dieciocho años, deja el convento para casarse. Y nada más, y todo ocurre sin ahorrarnos sentimentalismo y sin ningún asomo de puesta en cuestión de la vida religiosa.

Comenzamos a leer con todas las precauciones, y sin embargo, contra todo pronóstico, el primer acto consigue emocionarnos. Por supuesto, puede interpretarse la obra en clave feminista, como hace Alda Blanco en un artículo citado en el prólogo, y ello resulta muy evidente en algunos pasajes: “Usted, cuando era chica –le dice Teresa, a punto de dejar el convento, a una de las monjas--, ¿no ha tenido nunca pena por no ser hombre? Yo sí, porque pensaba que quisiera ser esto y lo otro y lo de más allá. ¡Qué sé yo! ¡Capitán, general, arzobispo, hasta Papa! ¡Y me daba rabia, solo por ser mujer, no servir siquiera para monaguillo!”. Esa rebeldía termina con el enamoramiento: “Pero ahora, desde… bueno, desde que quiero a Antonio y él me quiere a mí, no me importa, porque si yo soy una pobre ignorante, él es un sabio, y si yo valgo poco, él vale mucho, y si yo tengo que estarme en mi rincón, él puede llegar donde llegue el más alto, y en vez de darme envidia, me da gusto…”

No, no es una obra reivindicativa Canción de cuna, como no fue una mujer oprimida María de la O Lejárraga. Fue un enigma que aún no acertamos a resolver, como tampoco dónde radica el encanto antiguo –pero aún no desvanecido-- de Canción de cuna, una obra que ahora reaparece en edición ejemplar, con los dibujos de Fontanals, las orlas y el emocionante colofón de la edición en la Biblioteca Estrella: “Este libro se acabó de imprimir el 11 de noviembre de 1918, día en que se firmó el armisticio de la Gran Guerra, que todos los corazones bien nacidos esperamos haya sido la última del mundo”.



Nobleza obliga

 

Enrique García-Máiquez
Ejecutoria, una hidalguía del espíritu
CEU ediciones. Madrid, 2024.

“Nobleza”, “caballerosidad”, “hidalguía” son palabras –y conceptos-- en desuso que el poeta Enrique García-Máiquez, uno de los más destacados de las últimas generaciones, quiere rescatar y poner de nuevo en circulación. El empeño es loable y para conseguirlo no duda en recurrir a una amplia erudición que no desdeña la cultura popular: san Bernardo de Claraval alterna así con la serie Juego de tronos, don Quijote con Corto Maltés, Dante con Mafalda.

            Desde el primer capítulo, el libro está trufado de citas que en ocasiones lo asemejan a un centón. El autor es consciente de ello y se defiende: “La inmemorial costumbre de citar a otros autores no es un alarde pedantesco ni una falta de confianza en la propia opinión, sino el modo natural de conversar con vivos y muertos, dándoles la palabra”. Pero ese método tiene sus riesgos como apoyo en la argumentación. No hay disparate que no pueda ser avalado por una cita, sobre todo si está al margen del contexto y no se tiene en cuenta el tiempo en que fue escrita.

            García-Máiquez reacciona contra el plebeyismo y el igualitarismo contemporáneos y quiere iniciar una nueva cruzada en favor del elitismo y los ideales aristocráticos, abandonados no queda claro desde cuando. ¿Desde la llegada de la democracia a España? ¿En los años veinte, los de la rebelión de las masas de que hablaba Ortega? Una cita de Edmund Burke señala que la decadencia habría comenzado mucho antes. Al enterarse del asesinato de la reina María Antonieta, escribió: “La edad de la caballería ha acabado. La de los sofistas, la de los economistas y contables ha llegado; y la gloria de Europa yace extinta para siempre”.

            Lo que más parece gustarle a García-Máiquez de los antiguos hidalgos es que estaban libres de pagar impuestos: eso quedaba para la clase baja, para los “pecheros”. Sorprende la abundancia de referencias a los impuestos en un libro dedicado a propugnar una “hidalguía espiritual”. Ya en el capitulo inicial leemos: “Hoy se podría afirmar sin exagerar demasiado que el único deber ciudadano es pagar impuestos”, lo que explicaría “el creciente rechazo a pagarlos”, del que parece querer convertirse en adalid.

A la “rapacidad impositiva” del gobierno se debe que ya no haya “proyectos comunitarios, como cuando las ciudades levantaban sus catedrales, sus hospitales, sus escuelas y sus asilos gracias a las donaciones de los vecinos”. Frente a esos felices tiempos medievales, la situación contemporánea es descrita atinadamente --a juicio de García-Máiquez-- por el pensador brasileño Olavo de Carvalho: el ciudadano moderno no quiere proteger su casa, sino que la proteja la policía; no quiere formar a sus hijos, sino entregarlos a los pedagogos que los transformarán en robots políticamente correctos; no quiere decidir qué come, qué bebe o qué fuma, quiere que la burocracia sanitaria le imponga un régimen, y el Estado sabe que “cuantos más derechos concede a ese cretino, más impuestos hay que cobrar y menor es el margen de libertad de millones de idiotas cargaditos de derechos”. No sorprende que este “pensador” brasileño sea uno de los ideólogos de Jair Bolsonaro, pero sí que García-Máiquez se alinee con él a la hora de propugnar que mejor que cada uno defienda su casa con una pistola que contar con la policía y de llamar “cretino” e “idiota” al ciudadano que piensa lo contrario.

            Hay dos libros en este libro, como parece haber dos almas en su autor. Por un lado, es una defensa de la espiritualidad y de la cultura, del mejoramiento interior, de la defensa de un ideal de superación válido para todos: “Uno a uno somos nuestro término de comparación. Ser distinguido no es distinguirse de los demás, sino del peor yo de cada uno y, en un segundo estadio, del yo mediocre”.

Por otra parte, constituye una defensa de los privilegios heredados, de la nobleza “de sangre”, del no pagar impuestos, del burlar la ley, o al menos ciertas leyes: su padre le permitía conducir cuando no tenía edad para hacerlo y él con sus hijos pequeños se permitió otras libertades semejantes. “No pondré ejemplos, porque no han prescrito”, afirma este contrarrevolucionario con ramalazos ácratas.

            Incluso llegó a fantasear con la creación de un grupo terrorista, “aristoterrorista” lo llama él, dedicado a hacer volar por los aires edificios y museos espantosos (suponemos que avisaría con tiempo para poder desalojarlos antes de que estallara la bomba). Al final, afortunadamente, se conformó con escribir un relato con algo de manifiesto: “A estas alturas tal vez la única manera de lograr una sociedad más hermosa sea un golpe sobre la mesa. El momento exige que los hombres de bien tengan la audacia de los canallas”.

            García-Máiquez no tiene esa audacia, pero sí la de equiparar un aforismo de Ramón Eder (“Escribir un libro excelente también es luchar contra lo que está mal en el mundo”) con un “pensamiento” de “San Josemaría Escrivá de Balaguer, fugaz marqués de Peralta” (así lo llama) en el que pide libros “que son alimento, para la inteligencia católica, apostólica y romana de muchos jóvenes universitarios” y ¡se lleva cada chasco! En otro lugar equipara al fundador del Opus Dei con Fernando de los Ríos y al de la Asociación Católica de Propagandistas, el jesuita Ángel Ayala, autor de Formación de selectos, con la generación de 14: Ortega, d’Ors, Juan Ramón Jiménez.

            En Ejecutoria hay hermosos capítulos, como la mayoría de los que componen la sección “Árbol bibliogenealógico”, dedicada a algunos de los libros que más admira, pero hay también un sectario predicador disfrazado de pensador y de analista del mundo contemporáneo. “Al desaparecer del ámbito público la aristocracia –escribe--, desaparece su competencia específica, que es velar por la verdad”. ¿Desde cuándo? ¿Los duques de esto o los marqueses de aquello han velado más por la verdad que cualquier otro ciudadano? Enrique García-Máiquez, en su defensa de lo indefendible, no tiene inconveniente en comulgar con ruedas de molino. Pero nunca pierde el buen humor ni el buen estilo, y eso hay que agradecérselo en estos tiempos de broncos enfrentamientos ideológicos.