martes, 25 de junio de 2024

Benet y el síndrome de Diógenes

 

El plural es una lata
Biografía de Juan Benet
J. Benito Fernández
Renacimiento. Sevilla, 2024.

El autor de esta primera biografía de Juan Benet tiene una de las principales cualidades necesarias para ser un buen biógrafo, pero le falta otra, no menos esencial. Recopila con minuciosidad, y sin importarle el tiempo que dedica a ello, toda la información posible, pero luego no parece saber qué hacer con ella, salvo acumularla por orden cronológico sin discriminar lo importante de lo trivial.

Es un biógrafo con síndrome de Diógenes. Si por él fuera, nos enumeraría todas las veces que Juan Benet comió fuera de casa, en qué restaurante lo hizo y quiénes fueron sus acompañantes. “Cena con Sarrión y Chamorro con la consecuente cogorza ciclópea”, nos dice a propósito del 17 de enero de 1977.

            No distingue J. Benito Fernández entre los datos contrastados de interés y los chismes que le cuentan, algunos de los cuáles no solo afectan al biografiado, sino también a terceras personas. A propósito de la infidelidad de su segunda mujer (las relaciones amorosas de Benet fueron múltiples –“esposas de diplomáticos, periodistas, escritoras, actrices, secretarias, profesoras, camareras, ociosas de apellidos célebres”, enumera el biógrafo, pero solo se casó dos veces), escribe: “Blanca tuvo dos encuentros con Calasso en un hotel de Madrid, uno en Estambul, otro en París, un último en Milán cuando la poeta salió de su domicilio para ir a verle”. Dejemos de lado la enigmática frase final (¿es que en los otros encuentros no salió de su domicilio?), pero ¿cómo puede el biógrafo conocer la cuenta exacta de citas y lugares? Al parecer, se lo contó una amiga de la esposa infiel, más que amiga detective privado.

            El plural es una lata no pretende ser una hagiografía y por eso abundan las anécdotas que no dejan a Benet en buen lugar. Estudiante de bachillerato, entabla amistad con Alberto Machimbarrena Romacho, perteneciente a una conocida familia donostiarra: “Juan y Alberto pronto llevan a cabo todo tipo de fechorías: mediante una colecta, entre ambos reúnen un dinero con el que pagar a un sicario para deshacerse de un seglar que les lleva cada jueves por el Paseo Nuevo, junto a la bahía. Tienen idea de arrojarlo al mar. Un pescador aceptó la misión y cobró una cantidad, pero cuando volvieron a pasar por allí el hombre de mar miró impasible al profesor, sin intentar la más mínima maniobra, con el consiguiente desengaño de los mozalbetes”. Ya madurito, en 1981, “chantajeaba a su madre para conseguir algún dinerillo”. Al parecer le decía que “si no le daba cinco mil pesetas, en breve sacaría un artículo en el periódico contra su primo Fernando Chueca Goitia”. En ninguno de estos dos casos se nos explicita la fuente de información, que podía ser tan poco precisa como la que también anónimamente le informó que, en 1958, cuando vivía en Oviedo, Benet “se hace cliente habitual de la librería Anticuaria, junto a los Jardines del Campillín”, una librería fundada, por cierto, en 1972. Y en otro orden de cosas, ¿en qué se basará para escribir que, en 1947, “no es extraño ver en las cunetas y en los caminos cadáveres de labradores desbaratados por las torturas”?

            Naturalmente, como no podía ser de otra manera, el aplicado Diógenes que es J. Benito Fernández ha recopilado múltiples datos de interés sobre Juan Benet --ingeniero, escritor, bon vivant-- y sobre la España que le tocó vivir. Quienes admiran a Juan Benet, no sé si encontrarán muchas razones para seguir admirándole, pero a quienes le detestan no les faltarán abundantes motivos para seguir haciéndolo. Aquí está su defensa de los campos de concentración a propósito de unas declaraciones de Solzhenitsyn en la televisión española de 1976, palabras no improvisadas, sino cuidadosamente redactadas en un artículo de la revista paradójicamente titulada Cuadernos para el Diálogo. El biógrafo apostilla: “muchos militantes de izquierda tienen su misma opinión”.

            Benet tiene “bufones fijos”, según señala el biógrafo, es impertinente con los periodistas, presentadores y autores presentados y a la vez tiene muy buenas relaciones con el poder, especialmente durante los años de gobierno socialista: el presidente del gobierno duerme alguna vez en su casa de campo y él comparte alojamiento veraniego con el presidente. Se pone a su servicio cuando la campaña del referéndum de la OTAN.

La empresa de la construcción de la que Benet era ingeniero y alto cargo realizaba obras en el extranjero y parece que, para conseguirlas, de vez en cuando recurrían al soborno. Como consecuencia, detuvieron en Argel a un delegado de la empresa: “Juan Benet se movilizó apresuradamente y pidió ayuda al ministro Javier Solana, quien le recomendó ver al vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, de muy buenas relaciones con los dirigentes del Frente de Liberación Nacional argelino”. Guerra le recibe de inmediato y le promete hacer todo lo posible para solucionar el asunto.

            El lector paciente encuentra muchos datos para la sociología de la época –a la vez cercana y tan remota-- junto a abundantes chismorreos, divertidos o sonrojantes, en esta biografía. “A Benet le adoraba Paco Rico, un mentiroso nato”, cuenta Germán Gullón. Una vez, en un curso de verano de la universidad de Salamanca, le dijo señalando a dos estudiantes: “Esas, este y yo las tenemos esta noche”. Y continúa Gullón: “El asunto de Rico con Benet es muy sencillo. Paco sacaba lo peor de Juan a relucir, su gilipollez”. No sé yo si afirmaciones semejantes merecen figurar en una biografía que se quiere seria y rigurosa.

            Los muchos datos de interés que esta biografía aporta –cartas, informes de censura, anotaciones de las agendas de Benet—quedan oscurecidos por informaciones pintorescas, no bien explicadas, como la peripecia de una doncella del escritor que asestó varias puñaladas a su novio, o fuera de lugar, como el encuentro de Pilar del Río con Saramago en un hotel de Lisboa.

            El párrafo final sintetiza todas las insuficiencias de este hercúleo y frustrado empeño biográfico: “El Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos celebra el 21 de enero un funeral y concierto a las seis y media en la iglesia de San Manuel y San Benito (Alcalá 83) en memoria de Juan Benet Goitia. Aunque de enorme influencia intelectual, Benet dejó escasa huella literaria –sería ridículo intentar imitarle--, pero sí discípulos. Solamente la gloria sobrevive a la muerte”. A un dato puntual, una ficha simplemente copiada, le sucede, sin siquiera un punto y aparte, un contradictorio intento de valoración de la figura de Benet (“enorme influencia intelectual “, “escasa huella literaria”) y una vacua frase. ¿Solo la gloria sobrevive a la muerte? Gracias al aplicado biógrafo, a Benet le han sobrevivido muchas anécdotas que bien merecerían el misericordioso olvido.



miércoles, 19 de junio de 2024

Las buenas intenciones

 

Cuentahílos. Elogio del editante
Santiago Hernández Zarauz
Trama Editorial. Madrid, 2024.

De las buenas intenciones de Santiago Hernández Zarauz no cabe ninguna duda. Le entusiasma el mundo de la edición, el trabajo de los editores, que es “vocación y sacerdocio”, que requiere “fe, entrega, pasión, sacrificio”, según el prologuista, Jesús Ruiz Mantilla, quien llega a afirmar que nunca ha visto a ningún editor hablar mal de otro ni de ningún autor (o pocos editores conoce o se pasa de diplomático).

Cuentahílos se subtitula “Elogio del editante”. El término lo aclara el autor en uno de los capítulos con sintaxis algo peculiar: “Entiendo a quien piense que ensayar un término como editante está, cuando menos, fuera de lugar. Ante tantos años de tradición y lucha comprendo que haya personas que no puedan imaginarse ese término en una tarjeta de presentación. Pero más allá de la pretensión de imponer el término, me parece que el neologismo en gerundio ayuda a entender que la práctica editorial contemporánea es sumamente porosa, incómoda y en constante movimiento”.

No sabemos cómo puede ayudar a entender ese neologismo la porosa práctica editorial contemporánea, pero sí entendemos de inmediato que este teórico de la edición parece ignorar lo que es un gerundio.

También ignora lo que es un incunable. Según él, Poggio Bracciolini descubrió “el texto escondido en las páginas de un antiguo incunable del famoso De rerum natura de Lucrecio”. Pero el humanista lo encontró en un manuscrito medieval, no en un libro editado en el siglo XV, esto es, en la cuna de la imprenta, que es lo que significa “incunable”.

Por otra parte, su manera de redactar resulta, cuando menos, curiosa: “Aunque estaba convencido de la importancia y el valor de su obra, Lampedusa escribió a su esposa y a Gioacchino Lanza Tomasi que hicieran lo posible porque su novela El Gatopardo encontrara algún sello editorial que la publicase después de que casas como Einaudi y Mondadori la rechazaron”. ¿Sabrá Hernández Zarauz lo que significa “aunque”? ¿Habrá querido decir realmente que Lampedusa quiso que se publicara su obra “a pesar de” estar convencido de su importancia? Errores de redacción así hay casi uno en cada página. Otro ejemplo: “Ahora, dedicado totalmente al cultivo de la tierra, la publicación atenta del catálogo y la administración de la distribución de libros, Atalanta es una editorial con lectores a lo largo de todo el mundo y también es un espacio que defiende la presencia del libro físico”.

            A los errores de redacción, que se habrían solucionado con un buen corrector de estilo, se añaden los de información. De rerum natura –nos aclara-- es “un libro cultivado y muy celebrado por los filósofos griegos”. Nos imaginamos a Epicuro y Demócrito saliendo de sus tumbas para aplaudir a Lucrecio. Es un libro, además, que “proclama la realidad del universo a través de definiciones cantadas”. ¿Definiciones cantadas? Curiosa manera de decir que está escrito en verso.

            Cuentahílos, editado por el autor en Amazon o en cualquier imprenta sin revisión ninguna, quizá habría tenido alguna justificación. Pero no, ha sido editado por Trama, “un sello al que uno se acerca con frecuencia para repensar los orígenes y entrar en la conversación vigente alrededor de la hechura de los libros”. A Trama dedica Santiago Hernández Arauz abundantes elogios. La define como “un punto de reflexión, un espacio en el que se mira con detalle desde la gestación de una idea hasta la gestación y los derechos de un libro impreso”. No parece, sin embargo, que su original se mirara ni con mucho ni con poco detalle antes de editarlo.

“La edición sin editores”, por citar el título del famoso libro de Schiffrin, no se da solo en los grandes grupos; también parece que la practican las editoriales independientes, esas que “entienden y asumen una responsabilidad ética con las librerías para conservar el equilibrio del ecosistema del libro”.

            Sobre el oficio de editor, una palabra ambigua en español, se podrían decir muchas cosas al margen de los manidos tópicos habituales, lo mismo que sobre la convivencia de la edición en papel y de la edición electrónica o sobre la desaparición de unas librerías y la aparición de otras más adaptadas a los nuevos tiempos (lo mismo ocurre con cualquier negocio). Pero para eso hace falta tener algunas ideas claras, y Hernández Zarauz no las tiene. Ni tampoco buena información, como ya hemos indicado: cuenta a medias, basándose en las primeras informaciones de prensa, el paso de los libros de Louise Glück de Pre-Textos a Visor, tras la obtención del Nobel. Y se cree cualquier cosa que le cuentan. Hablando de Pessoa con un cliente de su librería (es editor y librero), este le dice: “A mí Pessoa me cuesta mucho trabajo leerlo… En ocasiones llegaba muy borracho a casa de mis abuelos”. Resulta que su abuela fue, al parecer, Ofelia Queiroz, de la que Pessoa estuvo tan enamorado. Pero Ofelia se caso en 1938, tres años después de la muerte de Pessoa, así que difícilmente puso presentarse borracho en casa de los abuelos del presunto nieto.

            El negocio editorial es un negocio, con sus peculiaridades, pero un negocio. El editor en tanto que empresario invierte para obtener un beneficio; el editor, en el otro sentido de la palabra, se ocupa de ofrecer un producto al lector –el libro impreso o digital-- en las mejores condiciones. Y lo primero para ello es seleccionar bien el texto a editar. Si eso falla –como el guion en una película-- falla todo. Entre una editorial y sus lectores se establece un pacto de confianza. Puedo no saber nada de un autor que publica en Anagrama o en Acantilado, pero sé de antemano que no es  un aficionado o un principiante. Si lo es, si en una editorial como Trama dedicada exclusivamente al libro y la edición, me encuentro con un borrador bien intencionado y desinformado tengo derecho a pensar en que, de algún modo, se trata de una estafa. Evitarlo es una de las funciones del editor en el otro sentido del término, y lo mismo da que se trate de un texto impreso o en versión digital. Lo que cambia en esos casos es solo el soporte, cada uno con sus ventajas y con sus inconvenientes y por eso tantas obras aparecen de las dos maneras.



jueves, 13 de junio de 2024

Inagotable Camba

 

Julio Camba
París
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Mariano José de Larra fue el primer escritor español que pasó a la historia de la literatura, no por su incursión en los géneros considerados mayores (poesía, novela, teatro), sino por las efímeras colaboraciones periodísticas. Julio Camba, más radical que Larra, quiso desde el principio limitarse al periodismo (apenas si es además autor de una juvenil novela corta autobiográfica, El destierro) y, desde muy pronto, consiguió un prestigio que se mantuvo intacto durante su larga decadencia en la posguerra y que continúa hasta hoy.

Su estreno en libro tuvo lugar en 1916, con tres recopilaciones en las que, al parecer, no quiso tener arte ni parte: Londres, Alemania y Playas, ciudades y montañas. Pocos autores, o al menos eso quiere la leyenda, tan despreocupados por la perdurabilidad de su obra: escribía cuando necesitaba dinero (afortunadamente, lo necesitaba a menudo) y dejaba que un editor reuniera en libro sus artículos cuando le ofrecía el adecuado adelanto. Eso hace que las recopilaciones póstumas, en principio, no tengan por qué diferenciarse mucho de las que aparecieron en vida. Pero se diferencian bastante de las que aparecieron antes de la guerra civil, en las que está el mejor Camba.

            Hay dos maneras de juntar en libro artículos periodísticos. Una es la de la simple recopilación, sin selección y sin más orden que el cronológico. Es lo que hacen los estudiosos universitarios cuando rescatan la obra dispersa de un autor ilustre. La otra consiste en hacer con esas piezas dispersas una obra nueva, como hizo Azorín en Castilla y tantos en otros muchos de sus mejores libros.

            En París recoge Ricardo Álamo “una muestra significativa” de las colaboraciones de Julio Camba en el diario conservador El Mundo. Se centra en las publicadas entre 1909 y 1910. Quedan muchos más inéditos, ya que, en los cinco años en que colaboró en ese diario publicó más de cuatrocientas colaboraciones.

¿Merece la pena rescatarlas todas? No, ni en el caso de Camba ni en ningún otro. El prestigio póstumo de un escritor depende, en gran medida, de dar con el editor adecuado. Y no nos referimos al editor comercial, que también, sino al editor intelectual que es siempre, en mayor o menor medida, un coautor (y por eso su nombre debe figurar siempre en la portada).

            Poco favor le hacen a Camba algunos de los artículos que Ricardo Álamo rescata en este libro. Los dos dedicados al feminismo, por ejemplo, y no porque esté en contra, sino por lo inane de los argumentos. En una reunión feminista, interrumpe un borracho preguntando si las mujeres, una vez tengan derecho al voto, seguirán zurciendo los calcetines. La respuesta de la oradora no puede ser más sensata: “Los calcetines se los arreglarán aquellos que se los pongan”. La reflexión de Camba no puede ser más trivial: “A la larga, todo el mundo se cansa de las mejores comidas en el restaurant y necesita ir a reponerse, por lo menos una temporada, al lado de alguien que le haga un platito a su gusto, para él solo, y que ponga en las salsas, con la sal y la pimienta, un poco de ternura”.

            A veces Camba, falto de inspiración, repite el mismo artículo. “Cómo pudiera representarse fielmente el pueblo francés” trata del mismo asunto, y con los mismos argumentos y casi las mismas palabras, que “El champagne desaparece”.

            Ricardo Álamo, al contrario que otro editor reciente de Camba, Javier Jiménez, en Se prohíbe hablar con el conductor (donde se reúnen los libros Etc., etc… y Esto, lo otro y lo de más allá, ambos de 1945) ha decidido prescindir de las notas, a excepción de una, en el primer artículo, que es absolutamente prescindible. Quizá hubiera sido necesario poner alguna. El articulo “La modista y el albañil” comienza así: “El presidente de la República ha firmado un decreto prohibiendo las veladas en los talleres de moda”. Habría que aclarar que “velada” es aquí un falso amigo (no solo hay “falsos amigos” en lenguas próximas, también en la misma lengua en épocas distintas), no significa reunión festiva que se hace por la noche, sino trabajo nocturno, como se deduce de lo que el autor le dice a una amiga: “De hoy más, ya no se estropeará usted los ojos ni se pinchará usted los dedos cosiendo vestidos que no son para usted”. En el prólogo, el editor no parece haberse enterado de ese cambio de significado y por eso considera “rocambolesco” que el gobierno francés  prohíba las veladas en los talleres de las modistas. No es el único caso que demuestra una cierta desatención. Dos de los más divertidos artículos del libro, “Les affaires sont les affaires” y “El jardín de los suplicios” no se ocupan del escándalo a que dio lugar la muerte del presidente de Francia en brazos de su amante, sino de cuando esta fue acusada de la muerte de su marido. Y cuando duda de si el humor es una de las señas de identidad de Camba, basándose en lo que una vez le dijo a Luis Calvo, parece no haberse percatado de que en el artículo “Por la danza macabra” se define expresamente como “escritor humorista”.

            Pero estas precisiones importan poco a los aficionados a Camba, que son legión y desde ahora pueden contar con un nuevo libro, que, si no está a la par de sus grandes títulos, como La ciudad automática, sí contiene numerosos artículos que pueden ponerse a la par de los mejores suyos. Cito algunos: “Las barbas de Cleopoldo”, caricatura feroz en su aparente frivolidad del rey Leopoldo II de Bélgica; “Del dinero de Rochette” y “Muerte de un cobrador”, crónicas de tribunales; “A exterminar los apaches” y otras muestras de humor negro. Y todo el libro está lleno de pequeños detalles que a veces nos hacen sonreír, como cuando un diputado español se asombra y asusta ante la escalera mecánica del Quai d’Orsay  o Alejandro Lerroux ha de explicar a los correligionarios el origen de su fortuna (y estamos en 1910, mucho antes del escándalo del estraperlo).

            Aunque defraude a veces, Camba sigue siendo Camba. Qué gran autor cuando encuentra un adecuado editor, como Pedro Sainz Rodríguez con La casa de Lúculo.



martes, 4 de junio de 2024

Para los muy cafeteros

 

Andrés Trapiello
Fractal del salón de pasos perdidos
Alianza. Madrid, 2024.

A Dámaso Alonso le irritaba especialmente una clase de reseñas, aquellas que censuraban al autor no haber escrito el libro que el crítico creía que debería haber escrito o que no lo hubiera hecho como, en su opinión, debería haberlo hecho.

            Me imagino que a Andrés Trapiello le ocurrirá lo mismo y quizá no debería seguir leyendo. Voy a referirme a lo que se ha hecho con sus diarios en Fractal y luego a lo que se podría haber hecho si la intención era facilitar el acceso a su inabarcable Salón de los pasos perdidos –veinticuatro volúmenes publicados y doce más ya anunciados y en la pista de salida--  a los lectores que aún no lo conocen y no saben por dónde comenzar a hincarle el diente.

            La solución que se les ha ocurrido a él y a su equipo de asesoras ha sido preparar un aperitivo de ochocientas páginas, no exactamente una antología, sino un libro nuevo, o mejor tres editados juntos que reorganizan parte del material ya publicado.

Veinte frondosos árboles, los veinte primeros tomos del diario, han sido reducidos a tres bonsáis. Dentro de cada uno de ellos, no se respeta la cronología y el autor recorta y reordena con la intención de que cada uno de esos diarios en miniatura tenga la misma estructura que cualquier otro: una cita preliminar, un prólogo, un comienzo el primer día de año, un cierre el último día, pasajes líricos o humorísticos, divagaciones varias. La justificación de ese procedimiento viene dada en el titulo, Fractal. Una estructura fractal es aquella que se repite en diferentes escalas, esto es, que si partimos un objeto que tenga esa estructura en trozos más pequeños cada uno de ellos sigue conservándola.

            Andrés Trapiello y su equipo de editoras se han tomado tan al pie de la letra esa definición que han querido que las versiones reducidas de sus diarios tengan también una muestra de lo más insignificante y prescindible. En el Libro Tercero se incluye un pasaje en que el autor, desasosegado, sale de casa y compra un periódico en cuyo suplemento literario se le reseña y no muy a su gusto. ¿Tienen algún interés esas líneas sobre lo que dice no se sabe quién, un tal X, ni cuándo? No lo tenían cuando se publicaron y están más que de más en una selección que pretende atraer nuevos lectores. Los habituales ya están más que acostumbrados a su costumbre de aludir, no siempre para bien, a personas concretas y eludir su nombre sustituyéndolo por iniciales o por las X que ha convertido en marca de la casa. A veces prescinde de ellas y entonces es peor, como cuando censura a un crítico que hable de un libro de un tal Fulano, “que estuvo casado con la princesa”, sin mencionar su parentesco,  “como si tal circunstancia no tuviera que ver con la crítica ni con la literatura”. No, no tiene que ver. Y los libros de Alonso Guerrero valen lo que valen al margen de la circunstancia de haber estado casado con Letizia Ortiz. No deja en buen lugar al diarista este pasaje. “En su día el hombre confesó que no desaprovecharía esta ocasión para vender sus libros”. No hay constancia de ello y todo su comportamiento posterior indica lo contrario.

Los tijeretazos para reducir el árbol a bonsái, aunque parecen fáciles ya que las obras originales están formadas por fragmentos en gran medida independientes, no se han hecho siempre con cuidado. Una entrada de la página 669, comienza así: “Ha empezado uno la suya, Al morir don Quijote. Este sí que será un enlace”. Para entender ese abrupto comienzo tenemos que ir al diario del que procede, Apenas sensitivo. En él la entrada anterior habla del “enlace del príncipe y doña Letizia” y termina con estas palabras: “Claro que siempre nos quedará la novela de un futuro Galdós”. A esa novela y enlace se alude.

            Pero no es este lugar para pormenorizar ese tipo de descosidos. Basta subrayar la extrañeza de que se incluyan, junto a páginas antológicas, otras que los lectores fieles, pero no abducidos por el autor, preferimos olvidar, como cuando presume de haber sacado del contenedor de la basura, al que habían sido arrojados por estudiosos y lectores, a Galdós, Juan Ramón, Azorín, Unamuno o Manuel Machado. O aquellos otras en las que confiesa sin rubor su participación en premios amañados.

            ¿Cómo podría haber sido una introducción eficaz al Salón de los pazos perdidos? Bastaría un volumen de no más de trescientas páginas con una muestra de las muchas y diversas maravillas que el lector se va a encontrar en la obra completa. Habría aforismos, algunos de los cuales ya se repite como proverbial (“Si Cervantes viviese, el primer premio Cervantes se lo llevaría Lope de Vega”); piezas maestras de un impiadoso y quevediano humor, como las referidas al encuentro en Chinchilla con Arrabal; descripciones que aúnan costumbrismo y lirismo; estampas de la vida familiar; crónicas tan eficaces como las dedicadas al atentado y a las elecciones de 2004…

En Fractal están muchas de esas páginas, pero hay que armarse de paciencia para llegar a ellas. O quizá los intervalos de tedio (que el lector experimentado se salta, corrigiendo a los editores) nos permiten apreciar más los instantes de emoción y deslumbramiento.

            En el prólogo al Libro Primero afirma Andrés Trapiello que no pone los nombres propios “porque no le gusta presumir de amigos ni los diarios que parecen el Gotha”. Sn embargo, abunda en los suyos los encuentros con gente importante (en esta selección le invita a comer una ministra del PP, que lo sienta a su derecha, a pesar de que él es el único progresista de la mesa: otros tiempos), y a veces más que el Gotha sus diarios pueden parecer el Hola: una vez viaja con Sara Montiel, otra con Raphael, es testigo de la firma de libros con intermedio erótico de un cantante famoso.

            Una antología no mastodóntica de los diarios de Trapiello, hecha por alguien independiente, que no se someta a los caprichos del autor (en algún momento le da por poner un asterisco en lugar de la vocal final para evitar el masculino genérico), que sustituya las iniciales por nombres en el caso en que sean necesarios, que feche los fragmentos sería la mejor manera de mostrar a quienes se apartan de él por sus tomas de postura políticas lo que se están perdiendo.

A falta de esa antología, vale cualquiera de sus tomos (mejor, para empezar, los de menos páginas) o incluso este Fractal, imprescindible desde luego para los muy cafeteros, para el nutrido y aguerrido club de fans del Salón de los pasos perdidos, que es, a pesar de ellos y a ratos incluso de su autor, uno de los más ambiciosos empeños de la literatura española de cualquier tiempo.