Matar a Prim
Francisco Pérez
Abellán
Planeta. Barcelona,
2014
Con motivo del segundo centenario de su nacimiento, la Comisión Prim –creada y
dirigida por Francisco Pérez Abellán– ha
vuelto a estudiar las extrañas circunstancias que rodearon la muerte del
general con resultados sorprendentes: Juan Prim y Prats, presidente del Consejo
de Ministros, hombre fuerte en un parlamento que acababa de votar el
nombramiento de Amadeo de Saboya como rey de España, no murió a consecuencia de
los disparos que se hicieron contra él en la calle del Turco sino que fue
estrangulado con un cinturón mientras reposaba en el palacio de Buenavista y
quien apretó ese cinturón sería, o bien directamente el general Serrano,
regente del reino, o bien un colaborador suyo bajo su atenta mirada.
¿Sensacionales
revelaciones? Sin duda alguna, pero tan creíbles como otras que se hacen a lo
largo de Matar a Prim, un enfático, confuso
y reiterativo volumen que pocos historiadores se tomarán la molestia de leer y
refutar. Francisco Pérez Abellán no solo descubre que Prim fue estrangulado,
sino también que cuatro magnicidios que siguieron al suyo, los de Cánovas
(1897), Canalejas (1912), Dato (1921) y Carrero Blanco (1973), estuvieron
inspirados en él y siguieron la misma “plantilla consolidada: asesinos por
encargo como autores materiales y órdenes llegadas del entorno del poder, del
juego político, de las altas esferas”. Incluso llega a insinuar que si Serrano
dio muerte a Prim, Franco estaba al tanto del día y la hora de la muerte de
Carrero. Y no insinúa sino afirma que el mismo esquema se aplicó en el
asesinato de Kennedy.
Otra
revelación, esta a propósito de la ajetreada vida sentimental de la reina
Isabel II: “En un estado de exaltación sin freno, Isabel quiso divorciarse de
su marido para casarse con Serrano. Vivía el amor como la adolescente entregada
que era”. Creíamos que el divorcio se había aprobado en España el año 1981,
pero Pérez Abellán nos descubre que ya existía en el XIX y que una reina podía
divorciarse, volverse a casar y seguir siendo reina.
También
descubre que la investigación de Antonio Pedrol Rius, autor del libro Los asesinos de Prim (aclaración de un
enigma histórico), publicado en 1960, estaba inspirada directamente por
Franco, que ya comenzaba a pensar en un Borbón como sucesor suyo y quería
limpiar a esa dinastía de cualquier responsabilidad en el magnicidio. Ese hecho
inverosímil –buena cosa le importaría a Franco, que tan mal se llevaba con don
Juan de Borbón, lo que hubieran hecho o dejado de hacer otros Borbones en el
siglo XIX– le sirve para devaluar el análisis del voluminoso sumario que
realiza Pedrol Rius y sus conclusiones.
Lo curioso
es que la manipuladora intención que achaca al anterior investigador coincide
con la que Pérez Abellán explicita en el, cuando menos curioso, “Mensaje al rey
Juan Carlos I de los científicos de la Comisión
Prim ” que coloca al frente del volumen: “Me honro en
comunicarle que, al contrario de lo que se ha afirmado sin base alguna y se
sostiene con impertinencia saducea, la línea legitimista que representa su
tatarabuelo Alfonso XII no tuvo nada que ver en la conspiración que acabó con
el magnicidio del general Juan Prim y Prats, presidente del Consejo de
Ministros y ministro de la
Guerra en 1870. En realidad, debe decirse que lo asesinaron
enemigos feroces de los Borbones alfonsinos. Nos encanta haber podido rendir
este servicio a la monarquía y al pueblo de España”.
Pero nunca
nadie achacó intervención alguna al futuro Alfonso XII, que entonces tenía
trece años, en la muerte de Prim. Otra cosa es que, como afirma Torres-Dulce, y
el propio Abellán cita, a consecuencia de esa muerte “comience a emerger otro
proyecto, el de la restauración borbónica, la dinastía que derrocó Prim y que
había jurado que jamás, jamás volvería al trono”.
Muy larga
vida tuvieron los asesinos del general Prim, si hemos de creer a Pérez Abellán.
Tras la publicación en los años sesenta del libro de Pedrol Rius que alertaba
de que el sumario contenía “verdaderas toneladas de dinamita política” (Pérez
Abellán entrecomilla esta frase, pero no parece que Pedrol Rius dijera tal
cosa), “cómplices de los asesinos” se dedicarían a sustraer unas partes del
sumario y a inutilizar otras, emborronándolas y manchándolas con tinta hasta
volverlas ilegibles. A no ser que la complicidad resulte hereditaria, los
cómplices de los asesinos deberían tener por esas fechas más de ciento
cincuenta años.
Pero lo que
deduce Pérez Abellán de ese sumario cargado de “dinamita política” –aunque él
lo cuenta de la manera más farragosa y repetitiva posible– es que los asesinos
materiales, encabezados muy probablemente por Paul y Angulo, estaban próximos
al partido republicano, pero fueron financiados por agentes relacionados con
Serrano y, sobre todo, con el duque de Montpensier, el gran enemigo político de
Prim. De hecho, al sumario se le dio carpetazo cuando una hija de Montpensier
se casó con el rey Alfonso XII; no convenía seguir investigando las posibles
implicaciones en el asesinato del padre de la reina.
¿Añade algo
Pérez Abellán a lo ya sabido? En su opinión, no solo añade algo sino que –para
decirlo en su pintoresco estilo– descubre, “de una vez por todas, las
falsedades históricas que los intelectuales de pitiminí, los falsos
historiadores y los novelistas de la falsificación no han dejado de difundir
durante casi siglo y medio de leyendas interesadas”. Si hemos de hacerle caso,
tras su libro han de reescribirse los manuales de historia de España.
El cadáver
del general Prim se ha conservado momificado y del análisis de sus restos,
llevado a cabo por la doctora María del Mar Robledo en el Hospital Universitari
Sant Joan, de Reus, se deduce que las heridas recibidas en la calle del Turco
“dejaron al general impedido desde el momento de la emboscada”, por lo que los
comunicados oficiales que hablaban de la levedad de las heridas y de que el
general estaba consciente y había subido por su propio pie las escaleras del
palacio de Buenavista no reflejaban la verdad, buscaban ganar tiempo para
encontrar una salida a la complicada situación que planteaba la desaparición
del hombre fuerte del régimen. En el análisis de los restos se encontraron
también unas marcas en el cuello que la doctora considera “compatibles con una
posible estrangulación a lazo”. Estos dos hechos constituyen la aportación del
libro de Pérez Abellán (y de la Comisión
Prim , "una institución voluntaria y altruista") al estudio
del magnicidio.
Y el
primero de ellos convierte en absurdas todas las elucubraciones que se hacen
sobre el segundo. Si el tipo de heridas que Prim sufrió en la calle del Turco
“hizo que su cuerpo se quedara prácticamente sin sangre, lo que facilitó que el
cadáver se momificara de forma natural”, ¿qué sentido tiene que alguien
estrangulara al moribundo en su lecho de muerte? Y ese alguien no sería
cualquiera sino el propio Serrano o alguno de sus ayudantes, los mismos que
estaban difundiendo las noticias de la levedad de las heridas.
Matar a Prim debería estudiarse en las
escuelas de periodismo como ejemplo de lo que no debe ser el periodismo de
investigación: un mínimo de hechos verdaderos y un máximo de hipótesis ni
demostradas ni demostrables, y a menudo contradictorias. No se trata de un
libro de historia, ni de divulgación histórica, sino de un cuento, vagamente
inspirado en hechos reales, y muy mal contado.