¡Melisande! ¿Qué son los sueños?
Hillel Halkin
Libros del Asteroide.
Barcelona, 2014
Los géneros literarios tienen también su historia, como todo
en este mundo. El de la novela es curioso. De ser un subgénero, un
entretenimiento menor que ni siquiera merecía unas líneas en los tratados de
retórica y poética pasó a ser el género mayor, aquel que todo escritor –como el
poema épico durante el siglo XVI– debería
intentar al menos una vez en su vida.
Es lo que
hace Hillel Halkin con ¡Melisande! ¿Qué
son los sueños?, su primera novela, aparecida cuando ya había cumplido los
73 años. Hasta entonces había destacado en la traducción (del yidish o del
hebreo al inglés), en la crítica, en el ensayo, en el libro de viajes, todo
ello –o buena parte– relacionado con la
cultura judía. Hillel Halkin, nacido en Nueva York en 1939, emigró a Israel en
1970.
Esta
primera novela, como suele ser habitual, tiene mucho de autobiográfica. Y no
serán pocos los lectores que lamenten haya caído en la generalizada tentación
de novelar y no se decidiera directamente a escribir las memorias de sus años
de formación en los Estados Unidos de la década del cincuenta y del sesenta,
cuando se pasa del maccarthismo a la revolución cultural.
El
artificio para convertir la memoria en novela rechina con cierta frecuencia. Al
contrario de lo que suele ser habitual en los escritores norteamericanos,
Hillen Halkin no parece haber contado con un editor profesional que le
advirtiera de la incongruencia entre el recurso literario utilizado para poner
en marcha la narración y el que encontramos al final.
La novela
comienza cuando el narrador –un profesor de filosofía clásica– se encuentra en
el aeropuerto de Madrid, donde hace escala para Málaga, con un compañero del
bachillerato al que hace décadas que no ve. Charlan de los viejos tiempos y menciona
a otros compañeros de entonces, los dos mejores amigos del protagonista, Ricky
Silverman y Mellie Milgram. Añade que el verdadero nombre de Mellie era Melisande,
“me lo dijo una vez”. “¿Sí?”, pregunta el narrador como si esa noticia le
viniera de nuevas. No se vuelve a hablar más de Madrid ni de Málaga ni del
fortuito encuentro que sirve de pretexto para rememorar la relación del
narrador con los dos amigos, especialmente con Mellie. Ella será –a partir de
la tercera página– la destinataria de la evocación, que se inicia con los
versos de Heine de los que procede el título (“Melisande! Was ist Traum?”) y
con un “¿Recuerdas, Mellie?”. Pero en el capítulo final el autor parece haberse
olvidado de ese comienzo. Nos cuenta en él que hace dos meses recibió una carta
de Mellie, su exmujer, en la que le anuncia que pasará a visitarle. Las últimas
líneas anticipan el encuentro: “Cogeremos un taxi hasta mi casa. Le he pedido a
una mujer que ponga un poco de orden en casa y voy a llenar la nevera. Te
enseñaré dónde está todo y me trasladaré a la cabaña. Antes de eso, te
entregaré este libro. Lo empecé el mismo día en que recibí tu primera carta”.
Toda la novela es así una larga carta en la que se rememoran los encuentros y
desencuentros con Mellie, desde los tiempos del instituto, cuando ambos –junto
con Ricky– formaban el comité de dirección de una revista literaria hasta que
el narrador se retira a una isla griega, Sforzos, la más pequeña de las
Cícladas. ¿Qué sentido tiene aquel encuentro en el aeropuerto de Madrid?
¿Cuándo tuvo lugar, antes o después de retirarse a la isla griega? ¿No debería
comenzar la novela con la llegada de la primera carta, que es la que desencadena
la larga respuesta rememorativa (otra carta, como el “De profundis” de Oscar
Wilde y no un “libro”, como la denomina el narrador por torpeza autorial)?
No es ese el
único descosido estructural de ¡Melisande!
¿Qué son los sueños? A lo largo de la novela nos vamos encontrando con
referencias a diversos libros y con notas de la protagonista guardados en
ellos. Un ejemplo: “Como con Cindy. Saca las chuletas de cordero del congelador”
aparece en Éléments de Linguistique
Romane de Bourciez, mientras que en Latin
Grammar de Gildersleeve y Lodge (“tercera edición, revisada y ampliada” se
nos informa) lo que aparece es “Si hierves agua, usa un cazo. Hay lejía en la
tetera”. La conservación de esas notas tiene que ver con la antigua costumbre
judía “de no destruir jamás ningún escrito que contenga el nombre de Dios,
incluso aunque solo fuera una invocación para recibir sus bendiciones escrito
en la cabecera de una carta o una nota, incluso si solo era un epíteto dedicado
a él. Todos esos fragmentos de papel se guardaban en un almacén especial”. Pero
el narrador no los guarda en un ningún sitio especial, sino azarosamente en los
libros de su biblioteca, biblioteca que, cuando abandona su carrera académica,
parece haberse llevado completa con él a la isla griega: “Leo mucho. Leo libros
que ya había leído hace tiempo, los que me traje a Sforzos”. ¿Resulta verosímil
que se llevara, para releer, un manual de lingüística románica o una gramática
latina? ¿Resulta verosímil que escondiera en cualquier volumen al azar esas
notas que le importaban tanto y que fuera descubriéndolas en los dos meses en
que escribió sus recuerdos? ¿Y qué sentido tiene –podríamos añadir– el relato
bíblico que constituye el capítulo quinto?
Una vida no
tiene por qué ser verosímil, una novela que se quiere realista sí –quien dice
verosímil dice coherente en su artificio–, si pretende que el lector le preste
atención hasta el final o, si es paciente, no se sienta defraudado por el
final.
¡Melisande! ¿Qué son los sueños? vale
por todo lo que no tiene de novela, que es mucho: por el relato de una amistad
y una iniciación literaria, por la evocación de una ciudad y de un país, por el
solitario viaje a París, por el recuento de lecturas (no por la mención de los
libros con notas) y películas, por el viaje a Oriente y el final trágico de
Ricky, símbolo de tantas desnortadas e ilusionadas vidas de entonces, por los
encuentros y desencuentros en la relación matrimonial... Y es quizá en este
último aspecto donde encontramos la razón por la que Hillel Halkin ha decidido
escribir una novela en lugar de unas memorias: ciertas verdades que no se
pueden contar en primera persona si no se dan como ficticias.
La novela
–incluso una novela tan torpe, quizá tan deliberadamente torpe como esta– puede
acercarse más a la verdad de una vida que cualquier relato autobiográfico.
Aunque eres despreciada por las avariciosas,
ResponderEliminarque te han contagiado su amor a las riquezas,
a los títulos, a las fiestas
en las que arañar con tus cargos a las fieras,
a pesar de esa podredumbre
que te han inculcado ejemplares congéneres,
mantienes un no sé qué,
una virginal pureza
que debes a tus orígenes
—de los que te avergüenzas.
Aristocracia humilde te imprimieron en la infancia,
divino tesoro que no puede manchar
ninguna vulgar dama.
© María Taibo