De París a Monastir
Gaziel
Prólogo de Jordi
Amat.
Libros del Asteroide.
Barcelona, 2014
El periodismo y la literatura mantienen unas relaciones tan
íntimas que a menudo llegan a ser incestuosas. Las obras literarias, antes de
aparecer en libro, se anticipan muy a menudo en diarios y revistas, mientras
que, por otra parte, abundan los libros tan coyunturales y efímeros como la
mayor parte de los artículos periodísticos.
Pero el
mejor periodismo es siempre literatura, gran literatura, aunque a menudo
críticos y estudiosos tiendan a ignorarlo. Como Manuel Chaves Nogales, tan
felizmente recuperado, Agustí Calvet, que hizo famoso antes de la guerra civil
el pseudónimo de Gaziel, es uno de los grandes nombres de la literatura
catalana y española.
Un
conflicto bélico, el que comenzó ahora hace un siglo, le convirtió en
periodista y otro terminó en 1936 con su trabajo como periodista, aunque no
afortunadamente con su labor de escritor. Tras regresar del exilio, en 1940,
publicó varios libros memorialísticos y de viajes; tras su muerte, en 1967,
aparecieron sus fundamentales Meditaciones
en el desierto.
En agosto
de 1914 tenía Calvet veintiséis años y se encontraba en París preparando un
doctorado en filosofía. El inicio de la Gran
Guerra , que nadie se imaginaba iba a ser tan duradera y
feroz, le animó a comenzar un diario, más atento a los cambios que se producían
en el ambiente urbano que a sus estados de ánimo. A poco de regresar a
Barcelona, otro gran periodista, otro gran escritor, Miquel dels Sants Oliver,
codirector de La Vanguardia , conoció
esas anotaciones y le animó a publicarlas por entregas en el periódico. Al año
siguiente aparecieron en volumen con el título de Un estudiante en París.
El éxito de
las entregas periodísticas y del libro animó al aprendiz de filósofo a seguir
su labor como cronista. De París a
Monastir, aparecido en 1917 y nunca antes reeditado, recoge las crónicas
publicadas en La Vanguardia entre noviembre de 1915 y marzo de
1916. Ese hecho, y el título tan poco significativo, podría hacernos pensar que
nos encontramos ante una obra menor, una mera curiosidad, uno de tantos libros
como se publicaron durante el conflicto para satisfacer el interés del público
ante aquella desmesurada catástrofe.
Pero no hay
tal. De París a Monastir es una obra
maestra de la literatura de viajes y de la literatura a secas, como muy bien
señala el excelente prólogo de Jordi Amat. La introducción del autor, por el
contrario, resulta un tanto desafortunada. Pretende situar al lector en el
contexto histórico en que se sitúa su viaje: “Si yo te introdujera sin
preparación alguna, curioso lector, en el caos de confusión, de luchas
políticas, de pasiones desbordadas y de sacrificios sangrientos en que estuvo
sometida la región balcánica al finalizar el año 1915, quizá te aturdirías y te
sería molesto recorrer a solas el torbellino de impresiones que ofrezco al
vaciar, ante tus ojos, mi repleto carnet de viaje”.
El lector
se aburre ante el pormenorizado análisis de la situación de Grecia y en los
Balcanes en 1915; animan poco esas páginas iniciales –lúcidas y bien
ponderadas, pero sobre un asunto que nos queda lejos– a seguir leyendo. Todo lo contrario que
ocurre si comenzamos por el verdadero principio, por el primer capítulo. De París a Monastir no necesita notas, aclaraciones
sobre la actualidad de entonces. Como en una buena novela, como en cualquier
obra literaria, todo lo que necesitamos saber nos lo cuenta el autor en su
diario de viaje, un diario en el que hay lugar para el lirismo, para el humor
costumbrista, para el análisis político (válido entonces y ahora), para la
aventura, para la minuciosa constatación de los desastres de la guerra, aquella
y cualquier otra guerra. Para lo que no hay sitio en estas páginas es para la
toma de partido, como hicieron la mayoría de los escritores españoles del
momento, a favor de uno o de otro de los bandos contendientes; Gaziel solo está
del lado de las víctimas.
Sorprende,
por eso, desde nuestra perspectiva actual, la escasa simpatía que muestra por
los judíos sefardíes, que entonces formaban la mayor parte de la población de
Salónica y que serían, pocas décadas después, exterminados por los nazis
durante la ocupación alemana de Grecia.
La
situación de Grecia en aquellos años, que tan tediosa nos resultaba en la
introducción, es reflejada en el libro con una verdad y una vivacidad
verdaderamente admirables. El enfrentamiento entre Venizelos y el rey
Constantino adquiere caracteres de tragedia antigua; ambas partes esgrimen sus
razones (convincente resulta la entrevista con Venizelos, pero no lo son menos
las palabras del representante del monarca).
¿Y qué
decir de la descripción de Salónica, la ciudad griega en la que acampan las
tropas francesas e inglesas? Un capítulo se ocupa del campamento francés, otro
del británico; son dos magistrales ejemplos de atención a los pequeños detalles
significativos, que le permiten generalizar –al estilo de lo que luego haría Salvador de
Madariaga– sobre las diferencias entre los dos pueblos.
“En tierras
de lobos” se titula uno de los capítulos que narran el viaje, a través de las
montañas cubiertas de nieve, hasta la ciudad de Monastir, último territorio de
Serbia aún no ocupado. El gran narrador que fue Gaziel, que luego quedaría un
tanto suplantado por el analista político, por el ensayista, queda patente en
estas páginas, lo mismo que en las que refieren el paso por las ciudades
italianas –Génova, Milán, Nápoles–, los días de navegación en el destartalado
vapor Adriátikos o la estancia en el monasterio ortodoxo de Megaspileon.
De todas
las escenas vividas –señala Gaziel en el capítulo final– no quedará nada dentro
de pocos años años; serán borradas por otras escenas no menos dramáticas. Cuando
se trata de la actualidad –añade–, somos curiosos como niños; cuando la
actualidad se hace historia, cuando pasan los años, solo nos interesa la línea
general de los acontecimientos.
A menos que
se acierte a convertir la simple crónica, el relato de un mes de viaje a los
conflictivos Balcanes de 1915, en literatura. Es lo que hace Gaziel en esta
secreta obra maestra.
El
periodismo nos cuenta lo que ha pasado; la literatura, lo que pasó y sigue
pasando cada vez que volvemos a recorrer las páginas de un libro.
La defensa orgullosa de los orígenes no deja de ser una forma velada de la vergüenza.
ResponderEliminar© María Taibo