Juan Carlos. El rey de un pueblo
Debate. Barcelona,
2012
Paul Preston es un prestigioso historiador, bien conocido
por sus trabajos sobre la
España de los años treinta y la represión que siguió a la
guerra civil, pero en su biografía de rey Juan Carlos no parece actuar como
historiador, sino como mero divulgador. Ello resulta muy patente en el nuevo
capítulo, “Los peligros de la rutina o el auge del Fénix”, que añade a una obra
publicada inicialmente en el 2003, en un momento de máximo prestigio de España
y de su monarca. Una década después el deterioro de ambos resulta innegable. De
un historiador esperaríamos algo más que un resumen de lo que la prensa ha
publicado sobre el rey. Pero a eso es a lo que se limita Paul Preston. Miramos
las notas y todas son de este tenor: “El
País, 22 de abril de 2012” ,
“Abc, 23 de mayo de 2004” ,
con alguna referencia a El Mundo o Público. El afán de estar al día le
lleva a justificar una información de la Agencia Tributaria
sobre los negocios de Urdangarín con la siguiente nota: “El Mundo, 18 de noviembre de 2012” .
Nos imaginamos que será una errata. En cualquier caso, da la impresión
de que Paul Preston seguía resumiendo la prensa incluso mientras el volumen
estaba en pruebas.
Aunque Preston no aporte ni un dato nuevo, no se haya tomado la molestia de investigar,
lo publicado en la prensa basta y sobra para que la imagen del rey sufra en
esos años un cambio radical. Paul Preston, que escribe una biografía no oficial
pero favorable al monarca, no puede disimularlo. Trata de no hacer juicios de
valor, pero los hechos hablan por sí solos. De esta manera refiere el asunto de
Botsuana: “Aunque primero se pensó que el safari de lujo había sido pagado a
cuenta de los Presupuestos Generales del Estado, después se supo que quien pagó
la cacería, el avión privado y el campamento fue el empresario Mohamed Eyad
Kayali, representante de la Casa Real
de Arabia Saudí en España, hombre de confianza del príncipe Salman. Como se
afirmó que tuvo un papel determinante en la adjudicación del AVE Medina-La Meca a empresas españolas, eso
parecía diluir algo las críticas a la cacería en su coste si no en su ética”.
Hay dos delitos, los de cohecho y
cohecho impropio, que después del asunto de los trajes de Francisco Camps,
todos tenemos muy claros. Informar de ese sustancioso regalo, que nadie ha
desmentido, supone acusar al rey de uno o de otro delito. Que no se le pueda
juzgar, como a Berlusconi o a Chirac no se les podía juzgar mientras ocuparan
sus cargos, en nada desmerece la gravedad de los hechos.
Pero no
solo en el último capítulo del volumen hace Paul Preston dejación de sus
responsabilidades como historiador. Ya en el primero nos cuenta que la ruptura
del matrimonio de Alfonso XIII y Victoria Eugenia no se debió a las reconocidas
infidelidades del rey (que tuvo múltiples relaciones ocasionales y alguna relación
estable), sino a la infidelidad de la reina: “No mucho después de instalarse en
Fointeneableu, el rey reprochó a la reina la intimidad de su relación con el
duque y la duquesa de Lécera, que la habían acompañado al exilio. El matrimonio
del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agredo de
Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la
reina. No obstante los persistentes rumores, que mortificaban a Alfonso XIII,
la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes.
Sin embargo, cuando el aburrido Alfonso XIII inició una nueva relación amorosa
en París y la reina se lo reprochó, intentó desviar el ataque echándole en cara
su nueva relación con Lécera. Ella la negó pero, al ir caldeándose el ambiente,
Alfonso le exigió que eligiera entre él y el duque. Temiendo perder el apoyo de
los duques, del que había llegado a depender, la reina respondió, según propio
testimonio, con las fatídicas palabras: ‘Los elijo a ellos y no quiero volver a
ver tu fea cara en la vida’. Nunca se retractó”.
El guionista de un culebrón
televisivo no lo podría haber hecho mejor. ¿No podría Preston ser un poco menos
ingenuo y cuestionar las obras de divulgación que toma como fuente? ¿Quién fue
el testigo de esa acalorada discusión entre el rey y la reina? ¿Algún sirviente
indiscreto? ¿Y no estaba ya la reina lo suficientemente acostumbrada para no
reprocharle al rey ninguna nueva relación amorosa? Paul Preston concluye el
párrafo con un rotundo: “Nunca se retractó”. Pero pocas páginas más adelante
escribe: “Ella y su marido habían estado separados de hecho durante más de un
decenio pero, a medida que la salud del rey fue deteriorándose, empezaron a
pasar más tiempo juntos”. O sea que sí se retracto, si esta última afirmación
es cierta.
Paul
Preston utiliza acríticamente cualquier fuente sin importarle las
contradicciones. En la página 85 se basa en el testimonio de Aurora López
Delgado, una de las profesoras del príncipe, para señalar que a los diez años
su lectura predilecta era Platero y yo,
libro que le acompañaba en sus paseos. Para la profesora, don Juan Carlos
mostraba “una clara propensión hacia las humanidades” y sentía “una precoz predilección por
filósofos franceses como Descartes y Rousseau”.
Sin poner en cuestión estas afirmaciones, unas páginas más adelante,
cuando se refiere a la estancia de Juan Carlos en la Academia Militar
de Zaragoza, escribe: “Su biblioteca era reducida: unos pocos libros de texto
y, junto a su cama, solía verse una novela de Marcial Lafuente Estefanía de la
colección Rodeo de Historias del Oeste, muy leídas en aquel entonces”. Pasar de
Juan Ramón Jiménez, Descartes y Rousseau a Marcial Lafuente Estefanía no es
poca evolución.
Un mal
libro de historia este Juan Carlos. El
rey de un pueblo, pero una lectura apasionante. Entre las líneas de la
historia oficial se dibuja otra historia. La de un niño maltratado, por
ejemplo. A los ocho años le envían a un internado y el padre prohíbe a la
madre, no ya que le visite, sino siquiera que le llame por teléfono, “para
fortalecer su carácter”. Un niño que se pasó la vida buscando sustitutos de la
figura del padre y que, al final, la encontró en el general Franco, que le
quiso tanto como odió a don Juan. Un adolescente atolondrado que, jugando con
una pistola, dio muerte a su hermano menor, Alfonso, el más querido de la
familia, en un incidente nunca aclarado, y que tuvo que escuchar a su padre
decirle: “Júrame que no ha sido a propósito”. Si es verdad esa frase (y Paul
Preston la da por cierta), ¿cómo no sentir piedad por un hombre del que su
padre ha sido capaz de pensar algo semejante?
Preston está sobrevalorado. Escribir mucho sobre un tema no te hace saber sobre él.
ResponderEliminarCreo que tiene libros mejores. Este no pasa de centón acrítico.
ResponderEliminarJLGM