Siete ciudades en África.
Historias del Marruecos español
Lorenzo Silva
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2013.
Como las personas, también los países tienen episodios de su pasado que prefieren no recordar. Bélgica cuenta entre el escaso número de sus monarcas con uno de los mayores genocidas de la historia y buena parte de sus grandes fortunas decimonónicas crecieron con el fango y la sangre de la colonización del Congo.
En España,
durante cuarenta años, tratamos de olvidar, o de pasar sobre puntillas, una
parte de la barbarie de la guerra civil, la cometida por los vencedores. No se
ha conseguido finalmente, aunque buen empeño se puso, y aún se pone, para que
así fuera.
Las
consecuencias de otra guerra incivil sí que se han olvidado. El Barranco del
Lobo, Annual, Alhucemas son nombres remotos que ya podemos escuchar, al
contrario que nuestros abuelos, sin temor y temblor, como un capítulo más de la
historia de España, o quizá solo una nota a pie de página. Una vez se intentó
pedir responsabilidades y la consecuencia fue una dictadura para tratar de
tapar, entre otras cosas, los negocios del rey.
Aquel
primer dictador, Miguel Primo de Rivera, se refirió en un discurso, aludiendo a
los militares, a los de “nuestra profesión y casta”, expresión que irritaría
especialmente a Unamuno. Y el primero de esa casta, que se sentía superior y al
margen, era en aquellos años Alfonso XIII.
El
novelista Lorenzo Silva se ha ocupado más de una vez del llamado Marruecos
español. En Siete ciudades en África el
protagonismo no recae en los dos Estados que separa el estrecho de Gibraltar:
“Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen”. De las siete
ciudades de las que se ocupa el libro, dos son españolas y las otras cinco
marroquíes. Hasta 1956, todas ellas estaban bajo dominio español en un peculiar
sistema colonial que se llamó “Protectorado”.
Y quizá el
nombre resultaba más adecuado de lo que pudiera pensarse. Para proteger, entre
otros, el negocio de las minas de hierro cercanas a Melilla, uno de cuyos
principales accionistas parece que era el propio rey, murieron en aquellas
tierras miles y miles de jóvenes españoles, reclutados a la fuerza entre las
clases más desfavorecidas (“la eterna carne de cañón” de la que habló Manuel
Machado); para eso, y también para que una parte de la “casta” militar
consiguiera ascensos rápidos por méritos de guerra y a la vez se enriqueciera
con el negocio de los suministros y otras turbias actividades.
La retórica
nacionalista, que hablaba de civilización y barbarie, cegó a muchos, pero no a
todos. Desde el principio hubo quienes vieron claro, aunque sus palabras
sirvieran para poco. Ángel Ganivet, en su Idearium
español, de 1896, fue uno de los pioneros en la denuncia del colonialismo:
“Se parte de Europa con ideas de redención y se llega a África con ideas de
negociante; y al regreso no se aplaude al que ha trabajado más para mejorar la
suerte de la raza negra, sino al que ha matado más o ha amasado más crecida
fortuna”. Sus palabras llegaron a ser proféticas: “¿Puede darse absurdo mayor
que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago:
un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo
ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a
elegir”.
La historia
que nos cuenta Lorenzo Silva no es una historia de buenos y malos. Nunca se
muestra panfletario. Escribe con simpatía hacia un territorio secularmente
disputado y hacia unas gentes, musulmanes, judíos y cristianos, que en
ocasiones, cuando no se entremezclaron las ambiciones políticas de unos y de
otros, lograron convivir en paz.
El método
elegido para referirnos esa historia, dando el protagonismo a las ciudades
–Ceuta, Larache, Tetuán, Xauén, Melilla, Nador, Alhucemas– hace que algunos
acontecimientos importantes se nos cuenten, no de una vez, sino por partes,
como en una apasionante novela de intriga. Una novela en la que se procura dar
voz a todos los protagonistas. La llegada de la Legión en socorro de
Melilla, tras el desastre de Annual, la vemos primero con los ojos del entonces
comandante Franco en su Historia de una
bandera y luego con los de Arturo Barea en La forja de un rebelde.
No, no es
panfletario Lorenzo Silva, buen divulgador de unos hechos que siente muy
cercanos, pero sí toma partido.
El epílogo del libro no se ocupa
de una ciudad, sino “de un rojizo promontorio” a medio camino entre Nador y
Alhucemas, y es un acta de acusación. En el verano de 1921 lo defendían unos
trescientos soldados españoles junto a un número indeterminado de miembros de la Policía Indígena.
Todos fueron exterminados, con su comandante al frente, en un ataque de la
harka de Abd el-Krim. Los cadáveres se pudrieron al sol hasta que el sargento Francisco
Basallo pidió y obtuvo permiso de Abd el-Krim para enterrarlos; lo hizo junto
con una brigada de prisioneros y lo cuenta en su libro Memorias del cautiverio. Pero cuatro años después, en vísperas del
desembarco de Alhucemas, se bombardeó aquel promontorio, incluida la loma donde
se había sepultado a sus defensores.
Y allí siguen, casi noventa años
después, entre trozos de alambrada y de correajes, “cientos de diminutas
esquirlas de hueso” junto a fragmentos de esqueleto claramente reconocibles. “Otro
país –escribe Lorenzo Silva– consideraría necesario poner un monolito o algo en
ese lugar donde, con razón o sin ella, dieron todo lo que tenían varios cientos
de españoles y marroquíes”. Pero este país no lo hará, añade: “ni siquiera sabe
que esos huesos están allí, desmenuzados por los propios cañones”.
Las líneas
finales abandonan el tono neutro y objetivo que se ha querido dar al relato:
“Ya que no tendrán ningún reconocimiento oficial, el nieto de uno de esos
jóvenes enviados a África que tuvo la suerte de sobrevivir, y tener así
descendencia que pudiera recordarle, deja constancia aquí de su sacrificio”.
Un
sacrificio inútil, como tantos otros, o peor que inútil, muy provechoso para
unos pocos. El nacionalismo español mostró en Marruecos su cara más codiciosa,
estúpida y cruel. Lorenzo Silva no formula explícitamente esa conclusión, pero
es difícil extraer otra de sus lúcidas y bien documentadas páginas.
Encontré una flor en el barro,
ResponderEliminarestilizada, frágil,
con escarcha en los pétalos,
solitaria,
empeñada en abrirse al cielo
a pesar de su pequeñez.
Ojalá no te marchitaras nunca,
florecilla intrépida.
© María Taibo