El oficio de editor
Una conversación con Juan Cruz
Jaime Salinas
Alfaguara. Madrid,
2013.
En 2002, una década antes de su muerte, el editor Jaime
Salinas publicó Travesías, un
recuento de los primeros treinta años de su vida. Una vida apasionante,
ciertamente, y ligada a un período crucial de la historia de España y del
mundo: hijo del poeta Pedro Salinas, se exilió con su familia a Estados Unidos,
luchó como voluntario en la Segunda Guerra
Mundial, regresó a la España
franquista a tiempo para ser testigo de la primera revuelta contra el régimen,
en 1956. Ese primer tomo de sus memorias, escrito con una sobriedad, una
minuciosidad y una lucidez extrañas entre nosotros, fue también el único. Se
esperaba con interés el relato de su peripecia vital a partir de entonces.
Jaime Salinas comenzó a trabajar como editor en Seix Barral y luego dirigió o
codirigió algunas de las principales empresas editoriales de la época:
Alfaguara, Alianza Editorial, Aguilar…
Ahora
sabemos que, años antes de la aparición de Travesías, ya había hablado por extenso de ese
período de su etapa de madurez. En 1996 el editor Mario Muchnik le encargó a
Juan Cruz, entonces director de Alfaguara, un libro de conversaciones con Jaime
Salinas. Dos años después la obra estaba lista para la edición, pero al
entrevistado, que había aceptado a regañadientes el proyecto, no le gustó el
resultado y el libro no se publicó.
No solo no
se publicó sino que el original acabó desapareciendo y solo recientemente, y de
manera un tanto novelesca, se ha encontrado un juego de las antiguas galeradas.
Lo edita ahora Alfaguara recuperando el sobrio diseño de Enric Satué que fue el
santo y seña de la casa cuando la dirigía Jaime Salinas.
Al lector
no le resulta difícil averiguar por qué no le gustó el resultado: muestra
demasiado a las claras los resquemores que le dejó su paso por el mundo
editorial, el dolor por la traición de algunos amigos, como Juan García
Hortelano, o de jóvenes colaboradores, como Luis Suñén, que él había llevado al
mundo de la edición y que en seguida se ofrecieron a sustituirle.
Aunque a lo largo de las diversas
charlas trata de mostrarse lo más reticente posible, de evitar las cuestiones
personales, la insistencia y la inteligencia cordial de Juan Cruz acaba
rompiendo más de una vez la coraza de su discreción.
Juan Cruz
nos ofrece, en el prólogo de 1998, una hermosa definición del oficio de editor:
“poner en las manos –y en la conversación– de la gente objetos que nadie espera
y que nadie necesita, pero que hacen la felicidad de tantos: los libros, esos
seres que de pronto irrumpen en la vida con la misma arrogancia perentoria que
tienen el pan y el agua”.
Jaime Salinas
tiende a esconderse tras de sus opiniones sobre la decadencia del mundo de la edición
y del mundo de la cultura en general. No quiere entrar demasiado en los
detalles de su experiencia para no molestar a personas aún vivas o que habían
sido amigos suyos y a los que todavía guardaba algún afecto. Pero esos detalles
concretos son los que tienen mayor interés. Las opiniones no son más lúcidas
que las de cualquier jubilado acerca de un mundo que ha dejado de entender.
Distingue, como es habitual en los juicios sobre el presente, entre un mítico
“antes” (que nunca se concreta en el tiempo) y un “ahora” en el que todo está
mercantilizado. Un ejemplo: “Antes un periódico se hacía para informar y ahora
se hace para ganar dinero y poder”. Pero los periódicos de antes –los del siglo
XIX, por ejemplo– eran en buena medida
periódicos que defendían los intereses de un determinado partido político e
informaban de muy sesgada manera y perdían dinero –como los de ahora– para
ganarlo de otra manera: mediante las prebendas del poder. Los periódicos de
antes eran tan ideológicos y manipuladores, y tan dependientes de la
publicidad, como los de ahora; los buenos periódicos, los que a pesar de todos
los condicionamientos, han pretendido informar de la manera más objetiva
posible resultaban tan escasos en 1998 como lo eran en 1898 o lo son ahora.
“Muchas de
las cosas que dijo Jaime Salinas sobre el mundo que vislumbraba se han cumplido
con el tiempo” señala Juan Cruz en el prólogo. Pero en algunos casos esas
preocupaciones suyas, esa escandalizada mirada sobre la contemporaneidad, nos
hacen sonreír y nos demuestran que los años noventa, a pesar de estar tan
cercanos, son ya, en muchas cosas, distante historia. “¿Se ha visto algo tan
tristemente cómicos como la proliferación de teléfonos móviles?”, se pregunta.
“Me parece que estoy en un mundo extraterrestre cuando en la esquina de una
calle me topo con un hombre o una mujer pegados a su móvil, cuando a dos metros
tienen un teléfono público”. Ni siquiera se le ocurre pensar que no estén
haciendo, sino recibiendo una llamada.
Durante el
primer gobierno socialista, Jaime Salinas fue director general del Libro y Bibliotecas.
Parece que en ese puesto se ganó algunas enemistades. “Siempre has dicho que si
un día apareces asesinado no se investigue demasiado, que habrá sido una
bibliotecaria”, le recuerda Juan Cruz. Y él responde: “He hecho cosas que no me
pueden perdonar, como conseguir que el director de la Biblioteca Nacional
no sea necesariamente un miembro del cuerpo de bibliotecarias”. Y luego añade:
“Creo que las bibliotecarias querrían un Ministerio de Bibliotecas y una
Presidencia del Gobierno de Bibliotecas”. Habla luego de un cuerpo fundado en
el momento de la desamortización, un colectivo improvisado y de una gran autonomía.
Pero lo que se crea, en 1858 y no cuando la desamortización, fue el Cuerpo de
Archiveros y Bibliotecarios, no de bibliotecarias. La memoria, ayudada quizá
por la misoginia, le traiciona a Jaime Salinas. Más interesante que esos
comentarios habría sido que nos contara su enfrentamiento concreto con alguna
bibliotecaria.
“¿Cuándo
acaba la gratitud del escritor?”, pregunta Juan Cruz. “Cuando no te necesita”,
responde un desengañado Jaime Salinas que en este libro sobre el oficio de
editor –menor si se compara con Travesías–
respira por la herida más a menudo de lo que le habría gustado reconocer, y por
eso solo lo podemos leer póstumamente.
La verdad es que uno se pregunta por qué se ha publicado este libro, que estoy leyendo estos días. Salinas, un español a la antigua, entre quijotesco e institucionista, conversa a regañadientes con Juan Cruz, un chisgarabís que se sienta en el momento de la conversación en su sillón editorial. Cada respuesta de Salinas es una acusación implícita a todos estos metomentodos que, sin ningún principio, fueron estropeando la Transición, pues lo pedía el dios mercado. Es un libro que se hace bastante cuesta arriba leer, muy alejado de la fluida rememoración de ‘Travesías’. Por otro lado, lo que va de ayer a hoy: el diseño de este libro nos da gato por liebre, pues aunque se base en el original de Satué el gramaje del papel, las tintas… son otro mundo.
ResponderEliminarHermosa y cierta definición de los libros, la de Juan Cruz.
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