Cincuenta poemas. Antología personal (1989-2014)
José Luis Piquero
La Isla de Siltolá.
Sevilla, 2014.
En poesía, como en tantas otras cosas, menos es más. Un
centenar de poemas, escritos a lo largo de casi treinta años, no parece una
cosecha excesiva. Suficiente, sin embargo, para otorgarle a José Luis Piquero
un lugar de excepción en la poesía contemporánea.
Lo acredita
la antología que con el título deliberadamente poco imaginativo de Cincuenta poemas acaba de publicar.
Apenas hay en ella poemas inéditos, pero eso importa poco; la mayoría de los
poemas nos vuelven a golpear como si los leyéramos por primera vez.
Porque hay
poetas que acarician y poetas que golpean, y Piquero es de los segundos. Le
gusta hacer sangre, volver del revés nuestras confortables expectativas. En el
prólogo, breve y sustancioso, nos dice que para él escribir no es un fin en sí
mismo, sino solo una etapa de un proceso “en el cual lo más importante es lo
que sucede antes y después del poema: la búsqueda a ciegas, el encuentro con la
sorpresa, el poso que queda en la conciencia tras haber atisbado una porción de
realidad”.
Lo que
sucede antes del poema: pocos poetas nos dan como José Luis Piquero la
impresión de directo autobiografismo; no ahorra los nombres propios, las
anécdotas reconocibles; a veces el lector tiene la impresión de que le dan a
comer carne cruda, sanguinolentas vísceras.
Pero es
solo una impresión. No hay más que comparar la poesía de José Luis Piquero con
la de tantos poetas en la estela de Bukowski o de Roger Wolfe para darse cuenta de
que él no se conforma con hacernos partícipe de sus puntuales ocurrencias más
menos escatológicas o de sus excesos etílicos.
José Luis
Piquero no busca, o no solo busca, confesarse, rebelarse, exhibir su mala
conciencia: busca conocimiento, entender el mundo sin caer en las trampas que
nos tienden la ideología y las falsas evidencias. Utiliza para ello el método
inductivo, va de lo particular a lo general, y practica la vivisección: emplea
el bisturí sobre sí mismo, y sin anestesia, para analizar cómo funciona un ser
humano por dentro.
En los
primeros poemas son patentes los maestros –Cernuda, Cavafis, Gil de Biedma– a
los que homenajea en algún título o en algún pasaje concreto, pero muy pronto
se evidencia su personalidad, que no se confunde con la de ninguno de ellos,
que le distancia ya desde su primer libro, Las
ruinas, de la legión de los epígonos.
Gusta
Piquero, como tantos poetas de su generación, de hablar de sí mismo, y de todos
nosotros, utilizando la máscara de un personaje. La elección de esas máscaras
le define: Caín, Judas, el Golem, el Cíclope, los traidores, los monstruos (Monstruos perfectos titula uno de sus
libros).
Pero no
todos los poemas nos muestran el envés de la condición humana, no todos nos
dejan sin aliento. También hay espacio para la promiscua felicidad. “Romeo en
el internado” nos cuenta un amor adolescente con trampantojo y comedia. Una
historia de tres narra “Iván y Arancha en Praga”, elegía y oda a la juventud y
a la felicidad representadas por una pareja de amigos. “Cuatro”, con sus rimas
asonantes, tiene un aire de canción y de guilleniano canto a la felicidad
(aunque al puritano Jorge Guillén le habría espantado el acorde sexual que se
canta en el poema): “Esta noche los cuatro / nos damos libremente, como
obsequios. / Ya no somos parejas y formamos / un círculo perfecto”.
Abundan
más, sin embargo, los poemas en los que el protagonista hace daño y se hace
daño, los que dan consejos que escandalizan a los bienpensantes (léase “Mensaje
a los adolescentes”), los que no nos permiten mirar hacia otro lado y
entretenernos con consoladoras fantasías. “Llegó a ser adictivo, y ahora
entiendo a los santos y a los mártires”, nos dice al comienzo del poema “Quemaduras”,
que trata de las autolesiones. “Amenazando con hacerlo” se ocupa del chantaje
emocional de los falsos suicidas. Al melodramatismo de esos textos quizá sea
preferible la sordina de “Abrigo azul”, que vale por un cuento de Chejov o de
Gógol.
El amor,
como la amistad, como todo lo que vale la pena en este mundo, está lleno de
trampas. José Luis Piquero nos las muestra todas, nos hace caer en ellas, nos
ayuda a levantarnos. Quienes prefieren la maldad inteligente a la bondadosa
bobería no deben dejar de leer a este poeta de la hiriente lucidez, al que le
bastan un puñado de poemas –ni él ni nosotros soportaríamos más– para hacerse
un sitio de excepción en la poesía contemporánea.
Excelente crítica. Coincido totalmente con tus apreciaciones.
ResponderEliminarQuizás echo de menos la mención a una cierta ternura subyacente en la mirada de JLP hacia los otros.
La misma que se niega a sí mismo.
Ese escalpelo suyo no es ácido, ni cínico. JLP emprende sus vivisecciones con el entusiasmo curioso de un escolar ávido de saber ante los secretos de una rana.
En ocasiones (como en Iván y Arancha en Praga, Alumnas de una escuela de peluquería, y otros) diría que su mirada es de una cierta envidia, pero no verde ni malvada, sino más bien ingenua.
Es la envidia de la felicidad de los otros que experimenta el monstruo que los acecha desde su ciénaga. La ve, la admira. La sabe imposible, pero no por ello desea romperla, ni menospreciarla ni, mucho menos, vanalizarla. Esos recursos fáciles y balsámicos para el ego.
Las uvas están fuera de su alcance pero JLP no nos miente ni se miente diciendo que están verdes. Tiene hambre y sabe que no va alcanzarlas. Pero nos las dice:
Están maduras. Y son hermosas.
Upss.... Banalidad, banalizarla. Vd. perdone
ResponderEliminarJosé Luis Piquero. Me has convencido, voy a tratar de leerlo. Ya te diré si me gusta o si no. Un abrazo.
ResponderEliminarRSP
No creo que te defraude.
EliminarJLGM
JLGM, genial tu crítica. Geniales los poemas de JLP. Y me considero afortunada por disfrutar de la inteligente bondad del poeta en las distancias cortas.
ResponderEliminarComparto las uvas con Arati ; )
Saludos desde Plasencia.
My
Gracias por tu opinión.
EliminarJLGM
Gracias a todos. Arati, lo tuyo casi es otra reseña, thank you. Fdo: El Monstruo de la Ciénaga.
ResponderEliminarMi monstruo perfecto preferido.
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